«Bello como una prisión en llamas», de Julius Van Daal

Por Layla Martínez.

Londres, principios de junio de 1780. Son las ocho de la tarde y el sol empieza a ocultarse, pero la noche nunca llegará: un inmenso incendio ilumina el centro de la ciudad con una luz brillante y apocalíptica. La prisión de Newgate, símbolo de la opresión del poder desde hace cuatrocientos años, ha sido incendiada. A su alrededor, una multitud insomne y salvaje celebra con canciones y bailes la abolición de todos los cerrojos. Antes de que amanezca, las demás cárceles de Londres también serán incendiadas: Bridewell, New Prison y Fleet escupirán a cientos de prisioneros y se desmoronarán entre las llamas. Lo que había comenzado como una protesta de tintes religiosos provocada por la promulgación de una ley que favorecía a los católicos, se ha convertido en algo muy distinto, en un levantamiento contra la dominación y el poder. En apenas unos días, lo que parecía una protesta guiada por una cosmovisión religiosa de la sociedad, se ha transformado en una insurrección política, en la que el enemigo será claramente identificado con los ricos y los poderosos. Las pancartas y los gritos de “¡No al papismo!” de los inicios de la movilización han sido sustituidas por los de “¡No a la esclavitud!”, que sitúa el punto de mira en un enemigo muy distinto. En una ciudad en la que comienzan a extenderse las sombras de las chimeneas de las fábricas y la masa de asalariados es cada vez mayor, los enemigos ya no pueden ser los mismos. El capitalismo es el nuevo orden dominante. La Era de las Máquinas ha comenzado.

Los disturbios de Gordon, llamados así por el diputado que protestó contra la ley que beneficiaba a los católicos, anticipan en muchos sentidos lo que a partir de entonces será la lucha de los de abajo contra los de arriba. Aunque se carece de una base teórica que permita construir un discurso articulado, los miles de pobres que salen de los suburbios para unirse a la insurrección ya saben distinguir a los amos de los esclavos en esa nueva forma de dominación que comienza a consolidarse. Por eso, los ataques de la multitud no serán aleatorios. Los objetivos están claros: primero las prisiones, después los palacetes de los ricos y los poderosos que han huido de la ciudad, y por último, el Banco de Inglaterra. En el caos del disturbio hay un orden latente, un orden que susurra en el oído de los insurrectos cuál es el siguiente objetivo. Y precisamente ahí, en ese caos salvaje e impredecible, es donde se encuentra la potencialidad del disturbio para derribar los cimientos de la dominación. El poder, que es básicamente orden, no puede manejarse en el caos, en la imposibilidad de predecir un movimiento que carece de líderes y programas, que se guía únicamente por el objetivo de derribar todo lo existente. Los disturbios de Londres, con los poderosos huyendo de la ciudad y la policía negándose a vestir el uniforme por miedo a ser linchados, son la muestra de que ningún sistema puede enfrentarse a un levantamiento popular, por muy engrasada que esté su maquinaria represiva.

Sin embargo, este levantamiento es también la prueba de que la espontaneidad está repleta de limitaciones. Cuando la represión se reorganiza y lanza su ofensiva –algo que tarde o temprano acaba sucediendo-, la falta de una estrategia deja al descubierto las carencias de un movimiento basado en la espontaneidad, que en la mayoría de casos se ve incapaz de articular una defensa eficaz. En aquella ocasión, después de varios días de disturbios, el Estado consiguió poner en marcha de nuevo la represión. Se declaró la ley marcial y se movilizaron a más de quince mil soldados procedentes de todo el país, a los que se acantonó en Hyde Park. Esa misma noche, la insurrección sería vencida y Londres se convertiría en una carnicería. Se produjeron ejecuciones sumarias por toda la ciudad y los cadáveres de los insurrectos asesinados son arrojados a las aguas oscuras y espesas del Támesis. Al amanecer, los carruajes de los ricos vuelven a traer a la ciudad a sus dueños, que bajan del coche con una sonrisa. Como dice el autor del libro, Julius Van Daal, “cuando la estrategia de las pasiones tarda en engendrar una ardiente pasión por la estrategia entre quienes siguen gustando de decir no, la venganza de los pobres se resigna a la inanidad ante la dominación capitalista”.

Las lecciones de los disturbios de Gordon fueron en parte aprendidas por un joven Robespierre que seguía a diario las noticias procedentes de Londres, pero más de dos siglos después muchos de sus errores siguen repitiéndose. Es curioso, además, los paralelismos entre este movimiento y el momento actual, ya que el levantamiento de Londres se inició también con una acción de rodear el Parlamento. En aquella ocasión, la población sí pudo acceder a los diputados –de hecho alguno de ellos fue zarandeado y golpeado por la multitud-, pero la falta de una estrategia acabó debilitando el levantamiento, que se vio incapaz de defender sus logros y continuar avanzando en ellos. Quizás libros cómo este, ayuden a que las lecciones de los que han luchado antes que nosotros no se olviden. 

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Bello como una prisión en llamas

Julius Van Daal

Ed. Pepitas de calabaza, 2012

120 pp. , 10 €

One thought on “«Bello como una prisión en llamas», de Julius Van Daal

  • el 6 diciembre, 2012 a las 11:04 am
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    La historia tiene sentido cuando se puede aprender de ella para corregir y mejorar los errores cometidos. Además, hay una enorme historia oculta (como esta), conocida tan sólo por unos pocos y silenciados. Este cambio ya es una mejora: ahora por lo menos esa historia marginada accede al público y quienes la conocen ya no son una triste minoría.
    Felicidades y gracias por divulgar.

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