Moravia

 

Moravia. Marcelo Luján. El Aleph Editores. 

 

Ahora que estaba inmóvil, varado y con ojos de muerto, el Murray II parecía ser más importante que todo el puerto: su figura maciza lo hacía único, sagrado e imponente, y la ribera quedaba ciertamente relegada a esos atributos de quietud, era como si la ciudad entera, además hubiese sido construida solo para recibirlo. A sus plantas, más bien a su merced, el pasaje diseminado por la explanada de la dársena hacía largas colas para las revisiones aduaneras. En las inmediaciones: incluso en recovecos ciertamente invisibles, la inmigración afincada ya movía los hilos del trueque y de la venta ambulante, ofreciendo pensiones baratas y traslados en coches de alquiler y hasta compañía de aquella que no se nombra. Cerca del barco: puede que del lado de la proa, hombres descamisados cumplían con las labores de amarre dando gritos que otros hombres, asomados en lo alto de la cubierta, contestaban con ademanes incomprensibles. Se veían grúas esqueléticas moviéndose con lentitud, depositando en camiones y a un costado del bullicio amasijos de baúles envueltos en redes: algo que colgaba desde las inescrutables poleas que algún operario movía de acá para allá. 

Era 1950 y Buenos Aires se asomaba como una ciudad nueva, floreciente, el aire extranjero la convertía en marabunta pero también en coloquio y brillantina. 

Después de pisar tierra firme, después de bajar la escalinata alargada que nacía en el corazón del trasatlántico, después de eso, incluso después de apoyar los dos pies en lo que ya era el cemento de la dársena, el bandoneonista besó a su esposa tomándole la cara con ambas manos. Para realizar ese gesto tuvo que soltar la cartera de cuero: dejarla un momento de lado, abandonarla junto a sus piernas, tal vez apretada entre los tobillos, seguramente más pendiente de ella que del beso que estaba soltando, que de la cara que estaba sujetando, que del puerto y la llegada y el febrero este tan caluroso y pegajoso y mal hablado. Fue la primera vez en muchas horas que se desprendió de aquella suerte de maletín: probablemente todas las que demoró el Murray II en atravesar la bahía, que ciertamente, fueron demasiadas, aunque después de tantos días de altamar las horas no eran horas sino papel picado cayendo desde cualquier sitio.

Después, inmediatamente después, incluso en el mismo movimiento, se agachó y volvió a empuñar el asa de la cartera y sin tanto aspaviento como con su esposa besó la cabellera de su pequeña hija. Fueron besos espontáneos pero algo obsoletos, como si quisiera él besarse a sí mismo al ver que por fin había concretado el regreso: como si volver a estos confines fuese una cuestión absolutamente personal, esperada durante años y tan ansiada. Así fueron aquellos besos. Llevaba encima el equipaje y los veintiocho días de viaje y por qué no el recuerdo de Nueva Orleans, del Murray II partiendo del Misisipi hacia el sur del mundo, soltando torrentes de humo por altísimas chimeneas inclinadas, con la totalidad del pasaje arrumbado contra las barandas de babor, agitando pañuelos y sombreros y los brazos, muchos brazos y muchas manos, que junto a las sirenas ensayaban la eterna despedida mientras el barco se alejaba trémulo de las costas norteamericanas. 

La esposa, en checo, le dijo a su hija que a partir de ahora debería caminar, que mamá y papá tenían que llevar las maletas, y que sea buenita:

Máma a táta musí nosit zavazadla. Byt dobré -dijo.

En sus muecas se notaba que no esperaba mucho de este viaje: había aceptado hacerlo por la insistencia tenaz de su marido y ahora la ciudad se le venía encima con voces exageradas que sin mucho interés intuía italianas. Sufría una extraña situación porque el calor de febrero la confundía y porque todos esos días en medio del mar terminaron por agobiarla. Cuando su marido, adelantado -o era ilusionado y ansioso-, se colocó en una o varias filas de la aduana, apuró el paso y le tocó el brazo a modo de llamada. Antes se secó el sudor con un pañuelito blanco: el movimiento fue delicado e imperceptible y no impidió que repitiera lo que él sabía de sobra. 

Y le susurró en inglés, sin mirarlo: 

-Ya sabes que no estoy de acuerdo con tu plan. Que me parece absurdo. 

Él hizo como si no escuchara la frase de su esposa, como si el entorno y la situación no fuesen no lo más importante sino lo único. 

-¿Me oyes?

Como si no escuchara ni nadie nunca le hubiese hablado en esa lengua: como si jamás hubiese aprendido el inglés que sí aprendió, un poco a la fuerza y otro poco por necesidad, en los quince años que llevaba viviendo en Nueva Orleans. Así siguieron avanzando hasta ubicarse en una de las filas donde la gente se apelotonaba con escaso criterio y más escaso orden. En el fondo, los dos sabían que esas frases no eran del todo un reproche: que el cerebro humano responde más bien con malos modos a la presión, al cansancio acumulado y al trajín que significaba semejante desplazamiento, semejante cambio. 

-Sí…Te oigo. 

 

(…)

 

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