Los fines no siempre justificados

 

 

Anna Maria Iglesia

El desconcertante y terrible suicidio de una enfermera tras recibir una broma radiofónica a través de la cual los locutores trataban de conseguir nuevos detalles sobre un miembro de la familia real inglesa ha reabierto, una vez más, el debate acerca de los límites de los medios de comunicación. Interrogarse sobre los límites de los medios es, en un no tan velado juego retórico, afirmar la existencia de dichos límites, puesto que, de lo contrario, el unánime acuerdo de su inexistencia haría impensable su cuestionamiento. El reciente suceso no sólo ha motivado la reapertura de un eterno debate, sino que ha terminado por convertirse en la excusa perfecta para alzar la voz en defensa de una ética y de una responsabilidad por parte de todos aquellos que se dedican a la comunicación; la trágica circunstancia parece justificar los ataques hacia los dos locutores de radio que han sido públicamente tachados como los únicos responsables de cuánto ha acontecido. No se trata de exculpar a estos dos periodistas, se trata aún menos de banalizar un hecho que ha tenido como consecuencia el fallecimiento de una persona; personalmente creo que el tema reside en un necesario replanteamiento crítico de la función de los medios de comunicación, del papel que éstos y, por tanto, los comunicadores y los periodistas, juegan y deben jugar en una sociedad, la actual, completamente mediatizada, cuando la circulación de información parece haber perdido todo posible obstáculo. La información ya no es exclusiva a los medios de comunicación, el periodismo ha dejado de ser la élite que manejaba la información, ésta no sólo es accesible a cualquier individuo, sino que la red se ha convertido en un gran recipiente informe en el cual es posible introducir noticias de dudable veracidad y que, sin embargo, la rapidez de su difusión convierte en verdades indiscutibles, aunque sólo sea por un escaso margen de tiempo. Los medios de comunicación son y han sido siempre indispensables; como dicta el lema de los trabajadores de telemadrid, “sin periodistas no hay democracia”: el lema recuerda a la sociedad que, más allá de la siempre incomprensible –comprensible sólo en esta política de recortes indiscriminados y siempre en dirección única- pérdida de puestos de trabajo, la defensa de la figura del periodista es la defensa de una democracia sólida, en la que el derecho a la información no significa únicamente el derecho a acceder a las redes y a todos los datos que allí circulan, significa el derecho a una información veraz, no sujeta al poder político o a los diferentes poderes fácticos. Los medios de comunicación y, por tanto, los periodistas deben ser los garantes de la información, su papel de mediador va más allá de la transmisión de datos, va más allá de la reconstrucción y redacción de noticias, su papel radica -de allí el compromiso social y ético de una profesión tan admirable como necesaria- en la salvaguarda de la libertad del ciudadano de ser informado de cuánto acontece. La información es la garante de una sociedad formada, una sociedad capaz de opinar y de elegir, una sociedad que ha alcanzado la madurez democrática para no temer de las opiniones y los puntos de vista opuestos y contrarios, así como tampoco de las verdades incómodas. Era el año 1941, en medio de la oposición del magnate William Randolph Hearst, Orson Welles estrenaba Ciudadano Kane; la imposición del silencio a todos a todos sus periodistas permitió al fundador del Los Angeles examiner impedir cualquier posible mención de la película de Welles en las páginas de sus periódicos – The Washington Times, The San Francisco Examiner entre otros-, y de sus revistas -algunas tan populares como Cosmopolitan y Harper’s Bazar. El film de Welles fue un éxito de crítica, aunque resultó un fracaso en taquilla, un fracaso motivado, en parte, por el silencio mediático de Hearts, quien, a pesar de la poca repercusión social de la película, trató de eludir la inevitable identificación con el personaje de Charles Foster Kane, en cuyo rostro Hearts se veía retratado sin condescendencia. La reconstrucción de la vida de Kane, a partir de flashback y de la investigación periodística de Jerry Thompson, permitía a Welles mostrar las ansias de poder que habían dirigido la trayectoria de Kane, quien, como Hearst, no había dudado en recurrir a la manipulación informativa para conseguir, no sólo una opinión pública favorable, sino un poder fáctico capaz de desestabilizar las instituciones gubernamentales del país. La manipulación mediática se convertía de las manos de Kane en la única arma necesaria para convertir al magnate, en tanto que representante del mundo periodístico, en un poder fáctico capaz de influir, a través de amenazas de filtraciones y difamaciones, en las decisiones políticas. Si bien Hearst buscaba en el silencio el modo de huir del reflejo que la película le imponía, Ciudadano Kane terminó por ganarle la batalla. Ciudadano Kane enseña sólo una de las caras de la moneda, la cara indudablemente más despreciable, pero no la única, pues, si bien el poder siempre ha aspirado al control mediático, de la misma forma que ciertos medios han ansiado convertirse en un poder fáctico, el aumento y diversificación de los medios, desde la prensa escrita a la televisión, pasando por la radio, han convertido el escenario en un tablero de juego donde se lidia una batalla por las audiencias, por la repercusión mediática, por el número de lectores y de oyentes. Desde que nacieran los primeros periódicos en la Inglaterra del siglo XVIII hasta hoy, la prensa escrita ha visto florecer un gran número de publicaciones y, sobre todo a partir de los años noventa, se ha visto inmersa en la conquista de la red, donde han proliferado portales de noticias, periódicos y revistas electrónicas, muchas de ellas obligadas a abandonar la versión impresa, mientras que otras –la mayoría de periódicos de tirada nacional e internacional- sobreviven con su doble naturaleza. El aumento del número de publicaciones ha estado acompañado por el aumento de emisoras de radio y de canales televisivos y, a pesar de que la mayoría de ellos forman parte de los holdings que controlan el panorama audiovisual y editorial actual, la competencia no parece decrecer. La búsqueda de la noticia, de la exclusiva, la búsqueda, en definitiva, de repercusión mediática retratada con sarcasmo por Evelyn Waugh en los años treinta, ha sido una constante hasta nuestros días. En ¡Noticia Bomba! la continua demanda de noticias por parte de los periódicos en perpetua competición por la exclusiva, lleva al cínico Corker a sentenciar que la labor del periodista es la de la crear noticias interesantes para el público y, en el caso de que no existan noticias o éstas resulten de poco interés para aquello que reclama el periódico en nombre de sus lectores, el periodista está obligado a rescribir los hechos de tal manera que el objetivo último – vender más periódicos que la competencia- se cumpla. No hay seriedad en la labor periodística de Corker, su periódico no le pide rigor, sino lectores. El sarcasmo de Waugh evita los toques dramáticos, sin embargo, no hay compasión para sus personajes, todos ellos son víctimas de la ironía mordaz de su autor, quien, con el mismo cinismo de Corker, frente a la pregunta acerca de una posible alternativa, no termina por ofrecer ninguna. Corker no es víctima del sistema, él acepta el juego, es responsable de los falaces artículos que periódicamente envía a la redacción; sin embargo, la culpabilidad de Corker es parcial: sus artículos responden a las ávidas peticiones de su periódico, en cuyas páginas se desdibuja, hasta hacerse imperceptible, la frontera que separa la verdad de la mentira. El número de lectores se ha convertido en la medida de todas las cosas; para el director del periódico donde trabaja Corker la finalidad es la venta, la repercusión social de su periódico, ese es el fin que debe alcanzarse, la pregunta acerca de los medios se convierte en irrelevante. La máxima de Maquiavelo planea a lo largo de toda la novela de Waugh, una máxima que Billy Wilder pone en discusión, ya en los años ’70, con su film Primera Plana. Como sucedía en las páginas de Waugh el cinismo tiñe también la película de Wilder quien, como había hecho anteriormente Howard Hawks en Luna nueva, convierte la redacción de un periódico en un trágico escenario en el que, las promesas de ayuda por parte del periodista Hildy Johnson, detienen en su desesperada huida al condenado a muerte Earl Williams, cuya confianza en las palabras de Hildy pronto será defraudada al ver que, tras las convincentes promesas de ayuda, se esconde el cínico interés por una noticia exclusiva. La entrevista con Hildy es el precio que Earl deberá pagar por una libertad que, postergada una y otra vez por los imperantes intereses del periodista, nunca llegará a alcanzar. La noticia bomba, en palabras de Waugh, vuelve a convertirse de la mano de Wilder en el objetivo principal del periodismo; si en la novela del escritor inglés la invención y tergiversación de los datos se justificaba en nombre de los potenciales futuros lectores, en el film de Wilder la publicación de una entrevista en exclusiva termina por condenar a un hombre. En Primera Plana, el periodista no investiga los datos y las informaciones que conforman la noticia, no busca conocer lo qué realmente sucedió, simplemente quiere la entrevista, las palabras en exclusiva de un hombre cuyo destino ha dejado de ser humanamente relevante. “Una mentira simple y escabrosa será siempre más atractiva para la gente como usted que una verdad gris y compleja”, le dice la anciana periodista Honor Tait a la joven Tamara Sim en ¡La Exclusiva!. El personaje de Honor Tait, creado pro Annalena McAfee, será una víctima más de un periodismo que ha dejado atrás esas “páginas tan sencillas como lápidas” en favor “de un mareante torbellino visual”, un periodismo para el cual “esas historias atemporales de injusticia ahora” son “lloriqueadas inútilmente” mientras se mezclan “con los relatos más descarados sobre la vida privada de la realeza y las estrellas de pop, los actores y los futbolistas”. Hay amargura en la mirada de Honor Tait, parece no ver alternativa, no guarda esperanza al ver a la joven y desamparada Tamara Sim, envuelta en la desesperada búsqueda de una estabilidad laboral en medio de la acérrima competencia de los distintos periódicos que, como la redacción de Welles, encuentran en la repercusión mediática su principal y, en ocasiones, único fin. Y, sin embargo, “como Honor Tait había dicho, los asuntos privados existían, y ni el dinero ni las promesas de obtener beneficios inducirán a Tamara a hablar de ellos”; la joven periodista se convierte en esa alternativa que ni Evelyn Waugh, ni Orson Welles ni tampoco Billy Wilder vislumbraban. Tamara aparece como metáfora de aquel periodismo que nunca ha dejado de existir, de aquellos periodistas y comunicadores de ayer y de hoy que, pese a las exigencias, se detienen para cuestionarse los medios, el precio que es necesario pagar. La pregunta acerca de los medios es, a su vez, la pregunta acerca de la relevancia informativa, una relevancia que no siempre va acompañada de repercusión ni de exclusivismo, pero que funda sus raíces en la consolidación de una sociedad democrática en la que el ciudadano no sólo tiene el derecho, sino también la obligación de estar informado. Lejos de acusarnos con el dedo, desde los periodistas y los comunicadores hasta los consumidores de informaciones, todos somos responsables, todos somos llamados a responder a una pregunta que nos atañe a todos porque, indiferentemente de si buscamos, redactamos o leemos las noticias, todos estamos sujetos a participar en este juego, todos somos libre de dejar las cartas sobre la mesa y abandonar definitivamente la partida.

Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

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