La imaginación histórica

 

La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos. Eduardo Mendoza. Luis Landero. Arturo Pérez-Reverte. Antonio Muñoz Molina. Javier Cercas. Justo Serna. Fundación José Manuel Lara.

 

 

laimaginacionhistoricaUn manuscrito borroso

 

Queremos que nos cuenten historias y queremos contarlas. Por verbosidad o por necesidad. Ordenamos los hechos pasados dándoles algún sentido. alguna coherencia. Aventuramos las circunstancias venideras, anticipándonos a lo que pueda sucedernos. ¿Con qué fin? Con el propósito de acelerar lo deseable y con el objetivo de evitar lo que nos daña. Mostramos lo que ahora, justamente ahora, nos ocurre con el ánimo de fijarlo y de entenderlo, ese presente continuo que se nos consume conforme lo vivimos: conforme malvivimos o sobrevivimos. Permítaseme decir una cosa archisabida: el relato es una necesidad universal. «La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han bebido todos los narradores», dice Walter Benjamin. «Y entre aquellos que escribieron historias, son los grandes quienes en su escritura menos se apartan del discurso de los muchos narradores anónimos», añade Benjamin en su ensayo El narrador (1936). ¿Por qué razón? Porque esos relatores expresan esperanzas y temores colectivos, porque ordenan precisamente los hechos, dándoles un significado común.   

En las sociedades tradicionales, hay dos tipos de narrador, prosigue Benjamin. El primero es aquel que habiendo realizado un viaje regresa transmitiendo su experiencia. Ha completado un periplo más o menos accidentado, un desplazamiento que es arriesgado, excitante, aleccionador. Con esfuerzo ha alcanzado dominios lejanísimos. A su vuelta cuanta cosas que sus convecinos jamás han visto, cosas que no creerían. Él debería administrar la información de manera convincente, de modo que los hechos extraños tengan su asiento y su sentido, sirviendo además de enseñanza a la comunidad. El segundo narrador es el de tipo sedentario, aclara Benjamin. ¿De inferior calidad o de menor crédito que el anterior? «No es con menor agrado que se escucha al que habiéndose ganado honestamente su sustento, permaneció en el pago y conoce sus tradiciones e historias». El viaje que emprende este narrador estático es hacia el pasado: de los antecesores recibe una lección, una moral de comportamiento. Entretiene referir historias de los antepasados, historias más o menos fundadas o reales o, por el contrario, anécdotas fabulosas que habrían vivido como pesadillas o sueños que ahora vuelven. El narrador fundamenta todo ello y toma lo pretérito como un tiempo al que aspirar o como un tiempo del que escapar.

 

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Eduardo Mendoza

La ironía de la tradición

 

Fuera de lugar

 

Cataluña tiene fama de ser un país serio, un país en el que sus gentes suelen adoptar posas circunspectas, graves, las propias de personas atrafegades, apremiadas por obligaciones impostergables y por el trabajo. Es un tópico sempiterno que a los propios nativos les gusta cultivar. Tal vez porque tradicionalmente les ha dado un aire de modernidad en la España de la siesta y la indolencia, de los toros y el primitivismo, una imagen también estereotipada. Dice Javier Marías que cuando Eduardo Mendoza y él mismo fueron invitados a Apostrophes, el programa televisivo que dirigía Bernard Pivot, tuvieron la ocurrencia de acudir al plató con aspecto de españoles decimonónicos: con patillas de hacha y con una faca, arma dispuesta para ser ensartada en la mesa del estudio: ¿Con qué fin? El propósito era el de reforzar la España del tópico, confundir a nuestros vecinos con imágenes redundantes y previsibles sobre nuestra violencia salvaje. Hablamos de 1992, fecha de emisión del programa televisivo. Finalmente se comportaron: evitaron la sobreactuación histriónica presentándose como un catalán y un madrileño sensatos y modernos.

¿Podemos tomar a Eduardo Mendoza como guía o introductor de la Cataluña real en la España presente? Su literatura es exagerada y caricaturesca, con resabios expresamente anacrónicos: es un riesgo, pues, servirnos de una escritura extremadamente y deliberadamente arcaizante para hacernos una idea cabal de la sociedad de hoy. Sin embargo, en ocasiones, los disparates literarios más elaborados podemos verlos como documentos muy fieles del mundo material. En el Diccionario de autoridades de 1732, sin ir más lejos, la voz documento se defendía del siguiente modo «doctrina o enseñanza con que se procura instruir a alguno en cualquiera materia, y principalmente se toma por el aviso u consejo que se le da, para que no incurra en algún yerro o defecto». La literatura podría tomarse, sí, como doctrina y enseñanza con que el autor procura instruirnos para que no incurramos en algunos yerros o defectos. Eduardo Mendoza es un letraherido. Tanto en el sentido del que tiene mucha afición a la literatura, como en el que de quien usa la literatura para dolerse. Pero Mendoza se duele satirizando. 

Eso lo ha sabido ver muy bien Llàtzer Moix en el libro que le dedica. Se titula Mundo Mendoza (2006). Su autor es el redactor jefe de Cultura de La Vanguardia y, por lo que parece, se ha especializado en escritores excéntricos. Hay que estar atento: si vemos en los expositores de novedades un volumen de Moix, no hay que perdérselo. Es garantía de una exquisita elaboración: por su prosa ajustada, precisa, y por el cariño con el que aborda su objeto. Trate de lo que trate, Moix siempre confirma lo que es, un riguroso periodista cultural que sabe de qué modo hay que presentar las cosas sin impostarlas: con cuidado, con algo de guasa y con erudición contenida. Hace un tiempo, por ejemplo, leí su Wilt soy yo. Conversaciones con Tom Sharpe (2002). No era fácil convencer a los lectores, sobre todo para quienes habían sido seguidores fieles de Sharpe, cuyo humor está algo decaído. Pues bien, Moix conseguía persuadir reanimando al autor de Wilt, vitaminizándolo con preguntas inteligentes, con acotaciones exactas, expresadas con todo el respeto. Años después, al leer Mundo Mendoza, volvemos a disfrutar. La Cataluña de Eduardo Mendoza que compendia Moix parece más auténtica que la que nos transmiten los medios de comunicación: en un mundo plural, menos homogéneo y menos envarado de lo que los políticos locales nos presentan.

 

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