Los pecados capitales de El Bosco y Spregelburd

Por Meritxell Álvarez Mongay

Imagino a Rafael Spregelburd de visita por el Museo del Prado, deteniéndose, maravillado, ante Los siete pecados capitales de Hyeronimus Bosch. Se exhibe en la sala 56A, aunque su autor no lo concibió para que colgara de una pared, entre las pinturas flamencas de Joachim Patinir y Pieter Bruegel: El Bosco lo concibió como tablero de mesa, y lo cierto es que, de exponerse sobre un mueble, ahora no sería necesario que imaginara a Rafael Spregelburd retorciendo la cabeza para contemplar la Pereza, porque el dramaturgo argentino estaría a su alrededor dando vueltas, examinando con detalle los principales vicios que la Iglesia Católica recomienda evitar a los que quieran reservar una primera fila en el Más Allá. Al actor y director le resulta imposible captar todas las escenas de la tabla de un vistazo. Ha tenido el mismo problema con El jardín de las delicias hace un rato. “Uno no puede decidir dónde posar los ojos porque teme que lo mejor ocurra siempre en otra parte del cuadro”, diría, consciente, él más que nadie, de su incapacidad para abarcar con una mirada toda la realidad.

La lujuria y la envidia. El Bosco

Dicen que a Felipe II le pirraba el pintor neerlandés, y que perseguía sus piezas por Europa como quien se iba de altanería por los campos de Castilla (eso, cuando no estaba ocupado con sus experimentos de alquimia). Como no  he tenido la oportunidad de preguntárselo, desconozco el grado de obsesión que tiene Rafael Spregelburd por Jerónimo, pero no quiero imaginarme al argentino gastándose sus ahorros en Christie’s ni en Sotheby’s. Quiero imaginármelo acariciándose una barba pulcramente descuidada y pensando cómo traducir el cuadro a su idioma. Es decir: cómo traducir el cuadro a una obra de teatro.

De entrada, la hazaña parecía más complicada que transcribir, para la edición argentina, a Steven Berkoff, Sarah Kane y Harold Pinter. Empezaría por procurarse de una “mala reproducción” de los Pecados (no se podía quedar mucho más rato allí plantado, en el Museo del Prado) y de un diccionario delestaliano (“se trata de un pequeño ensayo en lustrosas hojas de computadora, con algunos gráficos muy elocuentes y cinco o seis apartados geniales escritos por Eduardo del Estal”). Con el tiempo –12 años–, de allí saldría su Heptalogía de Hieronymus Bosch: siete piezas teatrales inspiradas en cada uno de los pecados capitales.

Su sueño era representarlas simultáneamente en siete salas distintas de una misma ciudad. Buenos Aires, por ser la suya, hubiera sido la capital ideal. Aunque también le atraía la idea de montar, cada día de la semana, una de las piezas. El lunes, por ejemplo, La inapetencia (1996); el martes La extravagancia(1997) y el miércoles La modestia (1999); los jueves La estupidez (2001); los viernes El pánico (2002); La paranoia, el sábado y La terquedad (2008), el domingo. Estos son, para Rafael Spregelburd, los nuevos vicios de la modernidad. Los dos primeros –que equivaldrían a la Lujuria y a la Envidia del tablero–se exponen en la Sala Azarte de Madrid hasta el 27 de enero.

La inapetencia-La extravagancia
Angélica Dufaux / Alberto Rivas

Si El Bosco ilustraba el apetito desordenado de los deleites carnales con dos parejas disfrutando (¿apasionadamente?) de una comida campestre, Spregelburd pinta a una madre de familia a quien le gustaría experimentar nuevas vivencias sexuales como sus amigas. Y si la envidia en el Prado es un burgués seduciendo a la mujer de otro, un mercader codicioso y dos perros celosos, en el teatro son tres hermanas –una filóloga, una escritora y un ama de casa, interpretadas por Lola Polo, todas– que apenas se hablan y tienen que descubrir cuál de ellas es adoptada. Ridículas estampas de la vida cotidiana que muestran a dos familias de estas que políticos y psicólogos llaman desestructuradas. Para que nos entendamos: un padre que se sodomiza en un circo, una madre que se ha olvidado de cuáles de sus trillizas eran las sanguíneas, otra que regala un bebé al primer gitano que ve, y una hija que se va de voluntaria a Yugoslavia, porque siente que ésa, y no su familia, es su patria.

Imagino a Hyeronimus Bosch sentado en la butaca del teatro. Está algo arrugado y desconcertado, porque siempre le habían dicho que para construir una familia tipo tenía que casarse y tener hijos. Pero, después de ver La inapetencia y La extravagancia, ya no sabe qué es mentira y qué es verdad.

Rafael Spregelburd se lo intenta aclarar:

La realidad es una construcción de lenguaje de los poderosos –le advertiría–. Los poderosos arman argumentos y los esgrimen como los únicos posibles; mientras que la ficción, lo que hacemos nosotros, debe poner a la realidad en absurdo y demostrar que los acontecimientos que nos rodean son apenas una versión posible de lo real, y no la única, y, fundamentalmente, no la más verdadera.

¿Significa entonces que no hay deseos perversos, que todo fue una farsa, una invención, de los teólogos del medievo? Le dejamos pensando en ello. Los actores se han despedido, están ya en el camerino; pero el pintor, acostumbrado a que le contaran historias de una forma tradicional –con un nudo, un planteamiento y un final–, permanece expectante a que algún personaje abra la puerta al repartidor de pizza. Pero el teatro está vacío, el público se ha ido, y El Bosco empieza a sospechar que ya no aparecerán más grabados sobre el escenario. La sala Azarte va a cerrar. Él, quizá, se dé una vuelta con Spregelburd por el Prado, para revisar juntos sus pecados.

 

La inapetencia/ La extravagancia

Autor: Rafael Spregelburd

Director: Diego Sabanés

Reparto: Manel Romeu, Patricia Almohalla, Lola Polo, Julia Fournier

Con la colaboración de: Gloria Muñoz, Fran Antón, Kike Guaza, Ángel Ramón Giménez, Mike James y Marisa Ruiz

Lugar: Sala Azarte

Fechas: Hasta el 24 de febrero

Horario: Sábados día 2, 9 y 16, a las 19.00h; sábado 23, a las 21.00h; domingo 24, a las 19.30h

Precio: 14 euros

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