CORRUPCIÓN

corrupcionPor JUAN CARLOS VICENTE. Estaba segura de haber escuchado un ruido a través del intercomunicador, un sonido ahogado, tenue, una inequívoca señal de aviso.

Subió las escaleras hasta el piso de arriba, con pasos cortos, pisando sigilosamente cada escalón, y se acercó a la puerta entornada de su habitación. Apoyó una mano en el marco de madera y con la otra empujó unos centímetros la puerta para aumentar la visibilidad.

Estaba despierto.

 

Desde el carrito observa los movimientos. No parece existir una comprensión más

allá de la visual, de la imagen ligada a la seguridad. Agita las manos, pequeños dedos motrizmente torpes, débiles y en continuo crecimiento. Gesticula con la boca, saca la lengua hasta notar la humedad viscosa resbalar por su mentón, y la toca, la manipula, aún sorprendido por la recién descubierta posibilidad de juego.

Ella no para de contarle cosas, cosas sin importancia, confesiones sobre la cotidianidad de la vida, acaso lecciones que podrán servirle en el futuro.

No te fíes de la gente. Cuidado con el fuego, dice al encender el quemador de gas. Luego se chupa el dedo pulgar mientras él sonríe y resopla.

No tengo ganas de volver a trabajar, no se lo digas a papá. Me quedaría así para siempre. Te dejaría así para siempre.

No crezcas nunca. Ayer vi a dos ancianos bailar.

 

Comprueba la temperatura del biberón en el dorso de la mano, un gesto más para protegerle. Le incorpora en su regazo y le acerca el biberón a la boca. Disfruta viéndole comer, la sensación de que todo va según lo previsto, sin alteraciones ni problemas que trastoquen su equilibrio. Se siente fuerte sosteniendo a alguien tan débil.

Le administra la leche, el sustento, se detiene en los rápidos movimientos de su garganta al tragar. Quiere conservar ese instante, todos los instantes extraídos de aquella sensación. Piensa que está un poco loca de amor, pero le agarra las manos y nota como aumenta su fuerza en cuestión de días, de horas y minutos. Esos instantes que duran lo que un parpadeo y que dentro de unos meses solo se repetirán en su memoria.

Acerca su oído al pecho.

Late.

 

Pasa la mayor parte del tiempo en casa pero no le importa, ocupa las horas en tareas domésticas, imaginando la vida que vive, confirmando la autenticidad del presente mientras dobla ropa y calcetines minúsculos.

No se aleja del intercomunicador, de los ruidos y sonidos que pasan de ser un

simple movimiento en la cuna a una terrible amenaza física de asfixia en pocos segundos. Entonces sube las escaleras corriendo y comprueba lo frágil de su felicidad. Pero se calma, se concentra en respirar, desvía su atención hacia una nueva tarea que realiza con eficacia, respira, encuentra la calma en la profundidad de su respiración.

 

Enciende la televisión con el volumen al mínimo para no despertarle y poder escuchar el intercomunicador, los sonidos del piso de arriba ahora que no conforman una voz definida. Ha descubierto algo similar a la compañía en las imágenes.

Se conforma con leer los titulares que aparecen en la parte inferior de la pantalla. La información en pequeñas dosis le resulta menos dañina. Afrontar el mundo es una empresa imposible.

Cuanto más sabes menos sabes, más te duele. Todo está lleno de preguntas inmensas de las que nadie quiere escuchar la respuesta, preguntas infinitas, incrustadas en la historia como una cicatriz. Cuanto más sabes más te duele, se lo repite a sí misma igual que se lo repetía su madre.

Ayer vio a dos ancianos bailar, no crezcas nunca.

En la pantalla aparece el rostro de un hombre de mediana edad y un titular bajo su nombre. No le conoce, o sí, tal vez no a ese hombre concreto, pero está segura de conocer a otros como él. Hay una multitud en la calle, bajo la lluvia, sosteniendo pancartas y empujando a la policía.

Hombres como ese, está segura.

Las pancartas contienen insultos, amenazas, cuentan breves historias ya acabadas, condenadas. La situación se vuelve violenta por momentos. La carga policial es contundente, algunas pancartas caen al suelo y con ellas sus historias.

Hombres como ese.

Se produce una pausa en la emisión, cuando vuelve la imagen hay rostros ensangrentados, cuerpos tendidos en el suelo que otros intentan levantar. El hombre es escoltado por dos policías con pasamontañas que le conducen al interior de un edificio.

Hombres como ese, con aspecto idéntico, protegiéndose la cara con las manos.

Sube hasta la habitación y abre la puerta despacio. La luz penetra por las rendijas de la persiana a medio bajar, puede distinguir las motas de polvo flotar por el aire del cuarto, posarse sobre los muebles a cámara lenta.

Sin quererlo, se detiene en el recuerdo del rostro del hombre. Hombres como ese, con una madre y un padre, con una mujer e hijos y una casa a la que volver después de hacer lo que hizo.

Le aterroriza pensar que pueda estar criando a alguien así, alimentándolo, asegurando la continuidad de la corrupción.

Se lleva las manos al vientre, a la cavidad de su matriz, y baja, tambaleándose, las escaleras. Pronto oscurecerá, primero en el salón, en la planta baja, luego será invadida el resto de la casa. Es un proceso inevitable.

No crezcas nunca.

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