Al Oeste de McCarthy

Por Mauricio López

Dos adolescentes contemplan y exploran un paisaje sin trazos en el mapa. Entre capas rocosas, se divisan las sombras de los posibles últimos representantes de la senda del vaquero. Una ráfaga se desprende del subsuelo y un niño atraviesa las inmediaciones de un territorio salvaje, digno de un Western. Parece llevar un mensaje del que depende la vida de alguien, pero solo huye de la tormenta. Sea en una taberna, en un sitio de caza, en una posada, en cualquier lugar, es perseguido por una lluvia torrencial. Un curandero con aires celestiales sana a los enfermos con solo posar sus manos sobre un objeto transmisor de mensajes balsámicos. Cientos de hombres y mujeres cuentan sus casos, obedecen las órdenes del curandero, y posan sus manos sobre las radios de sus respectivos hogares, a la espera de la sanación radiofónica. Resulta providencial en 1949. Existe una frontera. De un lado hay hombres que, cansados del mundo exterior, desde la prisión Castelar, cuestionan el orden del desorden. De otro costado, se dedican a esculpir epitafios que no corresponden con la infamia vivida. Pueden confundir a John Wayne Gacy con John Gracy Cole, sin consulta ni exploración postrera. Hay una confusión en el orden de lo real. Una frontera se impone. No es la México desdoblada de Guadalupe Nettel, ni la México en sentido aritmético de Mario Bellatin, y quizá tampoco la México con juegos meta literarios de Sergio Pitol. Tampoco se trata de la América edificada repentinamente por la escritura solitaria de Carson McCullers y Edgar Lee Masters. No obstante, la trilogía de la frontera que nos presenta Cormac McCarthy posee briznas de ceniza y aire que nos transportan a esa México y a esa América con múltiples rostros que se solapan incesantemente, sin encontrar una identidad.

 

Cormac McCarthy
Cormac McCarthy

 

Directa o indirectamente, han caído en el espacio mítico del Oeste: O’Henry, Sherwood Anderson, J. Fenimore Cooper, Knut Hamsun, Javier Tomeo, Katherine Anne Porter,  (sí, ella habla sobre todo del sur, pero en novelas cortas como Vino al mediodía y Pálido Caballo, Pálido jinete, hay un juego de transmigración de espacios donde el Oeste sobresale), Rod Serling, Quentin Tarantino, Clint Eastwood y su trilogía del dólar, mejor conocida como la trilogía de El hombre sin nombre,  y un largo etc. Que proliferen tantos nombres alrededor del Western (así como fructíferos subgéneros: W. Psicológico, W. Spaghetti, W. Crepuscular, W. Futurista), acompañados casi siempre de cierto éxito, gestos de sorpresa ante la novedad de lo antiquísimo por parte de entusiastas lectores y espectadores (efecto conseguido casi siempre con elementos repetidos, modificados levemente entre obra y obra), no hacen del viejo Oeste y sus caballos y forajidos, un tema fácil de retratar y plasmar. El Western es un género que aparece y desaparece del interés público, a partes iguales. Justo cuando tiene atrapado a un buen número de admiradores, el Oeste se escabulle y se pierde en mitad del camino, y cuando todos parecen estar saciados de las largas cabelleras y las barbas que sudan, el Western aparece y se regenera. Si se pensaba que ya se había llegado al punto más alto, que era imposible poner el listón más alto, el Oeste aparece con otro representante, acompañado de un manuscrito de proporciones monstruosas. Sosteniendo una mochila cargada de libros con títulos como Meridiano de Sangre, No es país para viejos, Todos los hermosos caballos, En la frontera, y Ciudades de la llanura, Cormac McCarthy es uno de los escritores norteamericanos que más ha cultivado el Western y posiblemente un devoto seguidor de la idea del Oeste como tema inacabado e inagotable. No es un trabajo menor el de captar las manifestaciones de la naturaleza en palabras. Así como tampoco lo es hacerse de un estilo que ondee al compas de un caballo que realiza su descenso en medio de montañas y llanuras ardientes.

 

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Ambientada en los años cuarenta del siglo veinte, Todos los hermosos caballos, primera parte de la trilogía de la frontera, es un viaje en torno al pasado. Antes de centrarse en la aventuras de John Grady Cole y Lacey Rawlins, McCarthy remarca la existencia de una casa habitada por un antepasado Cole en 1872. Al igual que el púber Soren Kierkegaard y el imberbe Baruch Spinoza, el abuelo Cole atravesó un momento en la historia donde esos familiares jóvenes y numerosos-tal vez no tan numerosos, si consideramos la época-, fueron derribados por la desgracia y por la muerte, antes de los veinticinco años. Lo que en los familiares de los antiguos pensadores se producía por medio de enfermedades, depresiones y maldiciones, en la familia Cole acontecía por incendios, disparos, y ahogos. Los antepasados Cole, el carpintero y el mensajero del pueblo, McCulloughs & Grape Creek, la historia de la poeta violada que nunca perdió las esperanzas de ver publicados sus poemas en una edición artesanal, el rancho del viejo Cole, la madre que hace años ha dejado de ver, nada de eso dice mucho para John Grady Cole. Ha partido en busca de una identidad. En un árbol, una roca, o la mirada de un gato a medianoche, puede hallar un fragmento de la constelación familiar. Junto a Lacey Rawlins, John Grady cabalga, come guisados y quesadillas debajo de una arboleda, escucha los sonidos de la noche, discute sobre la transparencia de Blevins, ingresa a México, conoce a Alejandra, atraviesa el camino del mártir alrededor de presidios y hospitales, vuelve y sale de San Angelo. No tiene la menor idea de dónde se esconde su hogar ni su país. Ha vivido en Estados Unidos y México, ha recorrido un camino en busca de una identidad, pero ¿Quién es su padre? ¿Realmente necesita sostener una conversación con su madre? ¿Importa el idioma, la luz o la sombra, las huellas, los signos, el origen de la sangre, los vivos o los muertos, la memoria, el pasado, el sentido del viaje? Son todas preguntas que McCarthy va diseminando a lo largo del libro, a la espera de que cada lector vaya armando la novela.

 

La segunda parte de la trilogía es ante todo un homenaje de Billy Parham al mundo de los animales. La historia tiene su epicentro en una familia campesina, sus preocupaciones y costumbres y el contraste de éstas con las de un mundo que se avecina. Los vástagos varones de la familia Parham, Boyd y Billy, acarician a los animales, beben agua de una cantimplora que comparten con gatos y perros vagabundos. Son dos adolescentes, pero viven como hombres de un siglo atrás. Para Billy y su hermano, las conversaciones que se sostienen con los animales suelen ser más relevantes que las que contraen con los hombres. El viaje de Billy Parham con la loba herida, es la senda que McCarthy traza para reflexionar: “El viejo siguió diciendo que los hombres tenían una idea equivocada de lo que es un cazador. Que los hombres creen que la sangre de la víctima no acarrea consecuencias, pero que el lobo no es tan ingenuo. Dijo que el lobo es un ser metódico y que sabe aquello que los hombres ignoran: que el único orden que existe en el mundo es el que la muerte ha puesto en él.” “En este mundo sopla el vendaval y los árboles se tuercen al viento y todos los animales que Dios ha hecho vienen y van y sin embargo los hombres no son capaces de ver este mundo. Ven lo que hacen con sus propias manos o aquello que nombran, y se llaman a voces unos a otros, pero el mundo intermedio les resulta invisible.” La segunda parte de la trilogía de la frontera es también, una larga reflexión sobre la muerte y sobre el atolladero que significa ver a Dios como el único narrador. McCarthy alza y contrapone argumentos en los labios de un cura y de un otrora integrante de una secta religiosa que ahora dedica su tiempo a estudiar los textos bíblicos como un libro, en parte literario; todo esto mientras Billy Parham escucha y piensa en otra manera de narrar el desastre, quizás más orgánica. Debía existir otro boceto del mapa, con años enterrados, números invisibles y vivencias alternas.

 

Ciudades de la llanura, última parte de la trilogía, puede ser leída como una diario en donde el progreso y la modernidad registran y enumeran las cosas fútiles, menores, despreciables y en algunos casos peligrosas para la salud de las nuevos, promisorios tiempos: Los trineos elaborados con ramas secas, los carromatos, las metáforas, el estilo de vida de los gitanos, los mitos y la identidad y cohesión que confieren a una sociedad, la creación de otros mitos que recuerden otros mitos, los bares a la vera del camino, los héroes trágicos, la reflexión y el cuestionamiento de la vida a través de la pregunta sobre la muerte, la memoria como forma de viaje, la tierra vista como un lugar compartido fugazmente por todos, los tipos duros que una vez contemplan los paisajes de infancia se convierten en seres frágiles y vulnerables, los integrantes de familias por el estilo de los Parham y los Cole, sin horizonte ni lugar en la nueva era.

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