Defensa de Don Quijote

Don QuijotePor MIGUEL BARRERO. El viernes pasado, un conocido columnista de la prensa asturiana publicó un artículo en el que, de rondón, daba a entender que El Quijote está sobrevalorado. No se fundamentaba su opinión en un somero análisis literario de la novela de Cervantes ni se perdía en evocar posibles reminiscencias negativas de su experiencia lectora. No. Su juicio venía justificado por una argumentación que transcribo íntegra:

La verdad es que la leyenda negra es de autopromoción. El gran altavoz fue Cervantes y su «Quijote»: pinta al arquetipo español como un tonto del bote, un inútil, clasista hasta el ridículo, enlodado en mil tonterías y transitando por un país nación de vagos, pícaros, sucios y babayos. Por aquel entonces España era la gran superpotencia mundial; así que el «Quijote», que la denostaba cruelmente, tuvo un éxito enorme. A mi juicio, muy por encima de sus valores literarios.

Confieso que su reflexión me provocó un cierto estupor. No ya por la osadía de juzgar el valor de una obra literaria no por sus virtudes en tanto que artefacto creativo, sino por la actitud que muestra ante una determinada coyuntura (es como si se criticara a Joyce el que adoptara una actitud beligerante contra determinadas capas de la sociedad irlandesa de su tiempo), sino por el modo en que simplifica el argumento, el propósito y las motivaciones de El Quijote. Y también por su aseveración de que «por aquel entonces [en referencia a los años en que vieron la luz las dos partes de la obra cervantina, entre 1605 y 1615] España era la gran superpotencia mundial», cuando precisamente una de las cosas que definen al siglo XVII es su condición de principio del fin del fastuoso imperio español.

En fin. No traigo a colación artículo no para polemizar con nadie, sino porque creo que en el texto en cuestión se encuentra la clave de que, en uno de esos arrebatos de infección sentimental que me invaden de cuando en cuando, me diera por buscar ayer un poema de León Felipe que siempre ha sabido emocionarme y que dice cosas como éstas:

Por la manchega llanura 
se vuelve a ver la figura 
de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura, 
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar, 
va cargado de amargura, 
que allá encontró sepultura 
su amoroso batallar. 
Va cargado de amargura, 
que allá «quedó su ventura» 
en la playa de Barcino, frente al mar.

Por la manchega llanura 
se vuelve a ver la figura 
de Don Quijote pasar. 
Va cargado de amargura, 
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura, 
en horas de desaliento así te miro pasar! 
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura 
y llévame a tu lugar; 
hazme un sitio en tu montura, 
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura 
que yo también voy cargado 
de amargura 
y no puedo batallar!

Y pensé que León Felipe escribió estos versos, en medio de la amargura del exilio, porque la peripecia de Don Quijote le venía como un guante para metaforizar la recurrente frustración de una España encerrada a perpetuidad en la rancia dialéctica establecida entre el trono y el altar, pero que, leídos hoy, no dejan de constituir una muy bien traída metáfora de la España de ahora mismo, encerrada -esperemos que provisionalmente- entre los mandatos de Bruselas y la obediente displicencia de un Gobierno sin ideas propias ni proyecto definido. Es imposible leer el poema de León Felipe -y, en consecuencia, recordar el tristísimo final de El Quijote: la cruel derrota sufrida por don Alonso Quijano en  Barcelona, la imposibilidad de perseverar en su locura en medio de unos tiempos infames, el humillante regreso a casa y su posterior postración en el lecho, a la espera de la muerte- sin acordarse de nosotros mismos, sin vernos encaramados a la grupa de un Rocinante famélico y maltrecho que nos lleva de regreso a ninguna parte una vez que ha concluido el macroeconómico cuento de hadas con el que consiguieron dormirnos. Sin concluir que si El Quijote, por mucho que algunos no quieran entenderlo o prefieran mirar para otro lado, es la mayor novela de todos los tiempos se debe a que en ella se describen, con total exactitud, las luces y las sombras de la condición humana. Y que, lejos de menospreciarla, acaso convenga releerla para constatar que la ínsula Barataria ha quedado devastada por el tsunami, y que no queda más remedio que desandar nuestros pasos por las maltrechas llanuras de la Historia para volver a casa. Si es que aún sigue en pie.

 

 

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