Comprometida lucidez en los Goya

 

Por ANNA MARÍA IGLESIA (@AnnaMIglesia)

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Han pasado muchos años desde aquella primera vez que, siendo todavía una niña que soñaba con largos trajes de noche e interminables e impolutas alfombras rojas,  vi a través del televisor una ceremonia de los Premios Goya. Corría el año 1999 y Penélope Cruz ganaba el Goya como mejor actriz por La niña de tus ojos. No recuerdo mucho de esa ceremonia, la memoria tiende siempre a ser olvidadiza; recuerdo tan solo la fascinación que sentí al ver la entrada de toda aquella gente, muchos rostros desconocidos para una chiquilla de trece años que empezaba a fascinarse con el cine. Desde aquel ya lejano 1999 no he dejado de ver los Goya y en una extraña relación paralelística, los premios y yo hemos ido dejando atrás los años adolescentes para cumplir los –si se me permite la osadía- todavía pocos, escasos, 27 años.

Al echar la vista hacia atrás, todo resulta diferente y lejos del tópico según el cual todo pasado fue mejor –en este país ensalzar el pasado nunca es síntoma de salud-, los Goya han alcanzado una equilibrada y brillante madurez. Hablar de la XXVII Ceremonia de los Goya es hablar de varias cosas, pues si bien contenido y continente siempre van de la mano, los contenidos de una gala, programa o celebración –los Goya son todo esto y más- convierten en reductivo todo adjetivo. Para los miembros de la comunidad cinematográfica, los premios son una celebración de su arte; para los espectadores, es, aunque no siempre ha sido así, un programa de entretenimiento, un espectáculo televisivo y, para la sociedad en su conjunto, espectadores y no, es la manifestación pública de reivindicaciones sociales, culturales, políticas por parte de rostros cuyo eco mediático, para bien y para mal, nunca es indiferente.

Ayer, afortunadamente, todo fue para bien. Enmarcándose este artículo en la sección de televisión, no es lugar para adentrarse en determinar cuán merecidos son los galardones otorgados; los críticos expresarán su opinión, así como los espectadores tenía ayer sus quinielas de favoritos que sólo en algunos caso habrán sido acertadas. En este espacio, sólo cabe congratularse con los ganadores, felicitar a los nominados y lamentar la no obtención del premio por parte de algunos que, al menos en la humilde opinión de quien ahora escribe, era más que merecido. Dicho esto, sólo se puede aplaudir la ceremonia retransmitida por una Televisión Española en decadencia a causa de los controles políticos, los filtros ideológicos y los recortes económicos que, como indicó el presidente de la Academia, González Macho, en su contundente y certero discurso, afectan, entre otros, a la colaboración que hasta ahora había mantenido la TVE con la industria cinematográfica.

A pesar de los pesares, contra los comentarios que alentaban a no convertir los Premios Goya en un mitin político, los premios fueron, ante todo, una inteligente, dinámica y entretenida ceremonia. Una ceremonia larga, como lo son todas, pero brillantemente conducida por la nunca decepcionante Eva Hache. Ya no cabe pensar a la cómica y presentadora española como en una versión hispánica de la delirante Ellen Degeneres; las dos son dos grandes presentadoras, cuya comicidad reside principalmente en el dinamismo de su discurso, en la perfilada, inteligente y mordaz ironía de cada una de sus afirmaciones y  en su mirada lúcida, objetiva, próxima a la realidad cotidiana, a la realidad de todos aquellos espectadores a los que, parafraseando a la propia Eva Hache, «no debe darse la espalda».

Los premios Goya no fueron un mitin político y, a diferencia de otros años, no fueron tampoco el escenario de un melodrama acerca de las penurias que sufre el mundo del cine. No hubo excesos lacrimógenos, no era el caso; si bien la reivindicación por un control y una condena de la piratería estuvo presente en el discurso del González Macho, en esta ocasión -cosa que es de agradecer- el espectador común -para quien la entrada de cine se ha convertido en un lujo para contadas ocasiones- no se ha sentido atacado, culpado, casi obligado a pedir perdón no sólo por no condenar la piratería, sino por no acudir a las salas a ver cine español. La recaudación de este año más que positiva para la industria hacía necesario aplaudir al espectador y las tramas de corrupción y malversación de fondos que han golpeado la SGAE –en ciertos momentos el purismo hay que dejarlo de lado- dibujaban un escenario nuevo.

En este nuevo escenario, los monólogos de Eva Hache se convirtieron en una brillante sátira de todo y de todos; nadie salió indemne, desde amigables bromas sobre la comunidad del cine –“por una vez que está justificado que Mario Casas se quite la camiseta, va y los visten”- hasta las diversas instituciones. Hache dibujó con trazos contundentes, pero sin caer en propaganda, la película que se está viviendo, una película protagonizada por maestros en amnistías fiscales, por pérdidas económicas de dimensiones Bankia –pronto se convirtiera en metro de medida-, por recortes a tout plein, por subidas de IVA que hacen de la cultura un producto de lujo, una película, en definitiva, en la que un Gerard Depardieu está más que invitado a participar. No hubo tiempos muertos, momentos de vacío; Eva Hache y los presentadores, especial la actuación de Concha Velasco, así como confusión inexplicable de sobres –es más que necesaria una explicación por la duplicidad de los sobres- dieron dinamismo a la ceremonia.

El otro día Beatriz Talegón puso la pregunta sobre la mesa: ¿es posible un compromiso social desde un hotel de 5 estrellas? La misma pregunta sobrevolaba todo el teatro. ¿Había sólo que hablar de cine? Muchos así lo consideraban, pero ¿qué esperaba el espectador? Al fin y al cabo, no hay que olvidar que desde el momento en que se retransmite la ceremonia, ésta deja de ser una simple entrega de premios para convertirse en un programa televisivo. Las opiniones son muchas y las expectativas de la audiencia son difíciles de prever, simplemente porque nunca son unánimes y así lo confirman las redes sociales. Sin embargo, trasladando la pregunta de Talegón a los premios Goya, hay una cosa segura: ayer quienes hablaron –actores, directores, maquilladores, guionistas, técnicos, productores… – son ante todo ciudadanos y como tales en pleno derecho de afirmar públicamente aquello que crean conveniente, independientemente de la repecusión que puedan tener sus palabras. No son días para fiestas y ayer gente como Candela Peña, Maribel Verdú, Javier Bardem o José Corbacho lo demostraron; lo demostraron como gente vinculada al arte, al cine, gente que se dedica al mundo de la cultura, pero sobre todo como ciudadanos que no cierran los ojos ante lo que sucede. Tras los espléndidos e inasequibles vestidos, tras las irreales joyas, bolsos y accesorios varios, Candela Peña nos recordó que ellos mismos forman parte de esta sociedad tan golpeada, ellos mismos son personajes –protagonistas o no- de una película donde los hospitales carecen de mantas, donde la gente permanece sin trabajo durante años y donde los niños que nacen no pueden confiar en una educación pública de calidad como las anteriores generaciones. Candela Peña trajo el realismo, como también Maribel Verdú, recordando las víctimas de un sistema injusto en el que “se roba a los pobres para darlo a los ricos”. Palabras comprometidas las de Maribel Verdú, como aquellas de Javier Bardem quien al recordar la injusticia que padece el Sahara, recuerda como aquí se cierran colegios, hospitales y se echa la gente de sus casas.

En esta ocasión, la ceremonia de los Goya nada tuvo que ver con aquella celebrada en el 2003 marcada por el “no a la guerra” –dicho sea de paso, totalmente justificada y justificable-; este año los premios Goya se acercaron a la audiencia, convirtieron la ceremonia en un programa de televisión con mayúsculas en el sentido en que acercó los protagonistas de la pantalla a los espectadores que vieron como el escenario no es más que una pieza más de este puzzle de país que está perdiendo sus más valiosas piezas. La gente de cine fue, antes que nada, ciudadanos, electores, miembros de una comunidad social y el cine, a través de las tres horas y poco más que duró la retransmisión, se alzó como lo que verdaderamente es: una expresión artística que, más allá de los géneros, vehicula discursos, ideas; expresión cultual y, por tanto, ventana hacia la libertad.

One thought on “Comprometida lucidez en los Goya

  • el 18 febrero, 2013 a las 9:58 pm
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    De vergüenza ajena.

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