Los duros comienzos (y II)

Por  Ignacio Gómez-Cornejo.

marcelEs sabido que a Marcel Proust le dieron calabazas cuando envió en 1912 a la NRF el manuscrito de En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swan. El muy perspicaz lector que lo rechazó se dice que zanjó el asunto con un «C’est plein de duchesses, ce n’est pas pour nous», era ni más ni menos que André Gide, el cual, cuando ya más tarde se enmendara el incatalogable error de haber ninguneado una obra maestra por estar llena de duquesas —y lo que aún no sabía o quizá nunca avizoró ni de muy lejos es que se trata de una de las más grandes obras de la literatura universal— se disculparía con un lacónico «lo siento». Quizá en los errores más enormes —debió de comprender— las peroratas de disculpa sobren por ridículas.

Por otro lado tenemos a Nietszche, quizá cincuenta, no sé si sesenta ejemplares fueron publicados en vida del autor de su obra Así habló Zaratustra, en autoedición, cosa frecuente ya entonces. Ni remotamente pudo soñar el gran pensador y aforista que su obra no sólo le iría a sobrevivir sino que sería leída durante las siguientes décadas y generaciones como una de las más importantes obras de la modernidad, marcando una escuela y una serie de seguidores y epígonos algunos determinantes para la historia universal del pensamiento; obra que tan sólo quedaría ensombrecida por el auge del nacionalsocialismo, el cual quiso usurpar y hacer como propias algunas de aquellas ideas pseudoteosóficas del ubermensch y la muerte de dios. Conocido es el caso también de John K. Toole, cuya celebérrima novela La conjura de los necios forma parte del canon de la literatura norteamericana del siglo XX. Como se sabe, el escritor se dio muerte antes de que la novela fuese publicada. Quizá J. K. Toole tenía un par de problemas, uno de seguridad y confianza en sí mismo (amalgamados e intensificados con la depresión y problemas de índole oscura que se llevase a la tumba) pero también un problema en cuanto a falta de habilidad y recursos en ese arte de saber encontrar editor y no deprimirse demasiado si a uno le devuelven engoladas misivas de agradecimiento rechazando el plúmbeo e ilegible manuscrito (esa es la sensación que debió embargarle a Proust, seguramente también a J.K. Toole, la de haber asestado un mamotreto a la posteridad). La literatura quizá, haya que entenderse, es una cosa, escribir, otra muy hermanada con aquella pero no exactamente la misma, y una tercera más allá del bien y del mal: que es publicar; y no me refiero a la autoedición —esa forma sofisticada de mirarse en el espejo— sino a la publicación legítima porque cierto editor decide apostar por tal autor y además la calidad queda refrendada por un público (ese demiurgo informe también conocido como mercado, ese gran censor que somos todos) que responde con la compra del producto.

Se sabe de casos casi contrarios, por extraños: conocido es el de Aliocha Coll, el cual, por cierto, se suicidaría en Paris también muy joven, abismado en una depresión sobrevenida por una grave enfermedad. Autor patrocinado y amparado por la insigne agente literaria Carmen Balcells, el año pasado de nuevo fue recordado por la provecta agente, prometiendo próximas publicaciones de la obra inédita de aquél, que es ingente. Pero Aliocha no salió apenas del difícil terreno —un tremedal— de novelas experimentales casi ilegibles y abstrusas en algunos casos, como rompecabezas sintácticos para iniciados. El mismo Javier Marías, con quien mantuvo amistad, ha declarado alguna vez que el excéntrico autor se negaba no ya sólo a entrar en el campo comercial sino siquiera en la elaboración de una novela que permitiera su lectura de principio a fin, aunque habría podido sobradamente. Quizá Aliocha Coll comprendió pronto que una cosa es la literatura, otra que a uno le lean y por último escribir lo que uno desee otra muy distinta, no obstante el lenguaje escrito guarda la rara cualidad de poder ser también leído, quizá haya que reparar en este pequeño detalle de vez en cuando.

En los tiempos que corren, se han multiplicado las obras que reciben las editoriales trabajando a pulso de churrero, pero también es cierto que veedores y ojeadores de manuscritos se han multiplicado precisamente por ser mucho mayor el trabajo —y optimizan su labor leyendo extractos, reseñas, etc…— y haber incursionado la novela en el terreno de una superestructura de tipo voraz-bulímico-industrial (la tríada medios de producción-medios de producción de consumidor o publicidad-medios de consumo), es por ello, y dado los antecedentes comentados, que no hay que dejarse vencer por las muchas negativas y rechazos, hay que continuar y como hace poco Dolores Redondo —autora tan debutante como exitosa— nos recomendaba: «Hay que tener una decisión firme de no dejar que te roben tu sueño y el juramento de continuar».

Eso, por supuesto, si uno anhela ver su obra publicada. Quizá a veces sólo se desee escribir a solas y luego quemar lo escrito lentamente, con punzante fruición. Incluso obras maestras, por qué no.

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