31 noches, periodista como epíteto

Por Anna Maria Iglesia. @AnnaMIglesia

portada-31-noches_medHay nombres que nunca van solos, a lo largo de la historia, los epítetos han trazado el más breve y, a la vez, preciso de los retratos: la sabiduría caracterizó a Alfoso X, “el sabio”, mientras que la locura condenó a  Juana, “la loca”, años antes de que el deseo de su regreso convirtiera a Fernando VII en “el deseado”. La historia está llena de epítetos, como también lo está la literatura: “el divino” Ulises, el Cid que “en buena hora ciñó espada” y el siempre memorable Don Quijote, “el caballero de la triste figura”. Lejos quedaron aquellos nombres, los epítetos parecen haber abandonado las páginas que anteriormente escribieron, ahora ya no se recurre a ellos y, sin embargo, su precisión y concisión siguen haciendo de este recurso retórico el trazo más imperceptible y, a la vez, certero para realizar el mejor de los retratos.

Su nombre está ineludiblemente vinculado al periodismo y precisamente desde el periodismo, desde la perspectiva atenta de quien observa y analiza la actualidad, Ignacio Escolar se convierte en novelista. Con la novela negra 31 noches, Escolar se afirma como novelista, como un escritor de ficción que, sin embargo, nunca deja de ser periodista. Si bien en la Semana Negra de Barcelona, se presentaba a Escolar como un periodista de día y un novelista de noche, el director del diario.es, como el Ulises de Homero, no abandona nunca su epíteto. Como muchos otros, Escolar da el salto a la literatura, sin embargo, su camino se aleja de aquel que años atrás habían trazado los principales representantes del New Journalism. En la narración y la ficcionalización, autores como Rodolfo Walsh, Guy Talese o Tome Wolfe encontraron la forma para realizar un nuevo periodismo y romper así con las estrictas normas impuestas en la redacción periodística. Estos autores como, posteriormente, Hunter S. Thompson o Richard Price encontraron en la narración el medio expresivo para reconstruir aquellos hechos y aquellas noticias cuya complejidad permanecía al margen de la obligatoria brevedad de la redacción diaria. Con A sangre fría, Truman Capote ofreció un modelo narrativo-periodístico donde la información y la investigación de los hechos se mezclaba con la recreación y, por tanto, la ficcionalización por parte del escritor-periodista; sin embargo, lejos de seguir los pasos de Capote, Escolar no recurre a la narración para reconstruir una noticia: 31 noches no es un reportaje, no es una novela periodística, 31 noches es una novela negra, una obra de ficción en la que el mundo del periodismo  y de la redacción de un periódico aparece representado a través de su protagonista. Alejándose de los modelos que le precedieron, Ignacio Escolar no permanece tampoco anclado al género cuyos orígenes nominalísticos se encuentran en la Série Noire de Gallimard: 31 noches no es sólo una novela negra, no es sólo el oscuro relato de un crimen, sino es una denuncia de los límites constantemente cruzados, de las fronteras desvanecidas que, lejos de separar mundos necesariamente distantes, los reúne entorno a intereses comunes. No hay compasión en la escritura de Escolar, no hay redención posible para sus personajes, la acción y la omisión condenan a cada uno de ellos: el asesino, el contrabandista, el policía corrupto y el periodista que no denuncia. La discoteca Premium es el marco elegido por el autor para construir una trama que, tras una aparente simplicidad, esconde una estructura compleja, donde las fronteras entre el bien y el mal de desdibujan y, como en la narrativa de Dashiell Hammett, el policía Velasco, cruza la frontera compartiendo escenario y empresas con los criminales. A través de los personajes, Alek, el portero de la discoteca, el periodista, y Velasco, el policía corrupto, las páginas de Escolar se convierten en el reflejo antitético y, sin embargo, demasiado común fuera del ámbito de la ficción, de una realidad deformada, donde lo que debería ser no es: a pesar de su constante crítica al mundo al que pertenece, el periodista no ejerce de periodista; el policía participa del crimen y el portero olvida el sentido de su trabajo.

Con su novela, Ignacio Escolar sigue la senda trazada por la tradición narrativa inaugurada por Hammett y seguida por autores de referencia como Raymond Chandler o, más recientemente, James Ellroy; a su vez, mientras la discoteca se presenta como un escenario conocido, propio de las noches de Madrid, la oscura proveniencia del portero y las ilícitas relaciones del policía Velasco evocan las obras maestras de la cinematografía americana de los años cuarenta y cincuenta,  como la inigualable Sed de Mal de Orson Welles, donde el investigador Hank Quilan cruza, como también Velasco, el límite que separa la legalidad del crimen. La trama es solamente el punto de partida para una narración que, lejos de la extensión de la cada vez más presente novela nórdica, no se deleita en la innumerable sucesión de acontecimientos; a lo largo de las 31 noches, son pocos los acontecimientos narrados, las descripciones, propias de alguien proveniente del periodismo –basta con recordar el estilo de Truman Capote- son de escasa adjetivación, la neutralidad y, a la vez, la frialdad de los escenarios, termina impregnando también el estilo de Escolar. A lo largo de la novela, el periodista es el responsable de narrar los hechos, es él quien, desde la distancia temporal y geográfica, relata cuanto ha acontencido a lo largo de esas 31 noches. La perspectiva subjetiva y, a la vez, poco fiable del narrador, que participó en los hechos, es contrarrestada por la mirada periodística del mismo, quien retrata con amargura y cinismo aquel oficio definido, en palabras de su primer jefe, por las tres D de “dispsómanos, depresivos y divorciados”. “Somos un oficio de gente que se muere calva, sola y de cirrosis”, le decía el jefe a un todavía joven periodista; palabras, la de su superior, que recuperan el tópico –del periodista maldito-  a las que películas como Ciudadano Kane o Primera Plana habían puesto imágenes. Poco queda de aquel periodismo, el cinismo del protagonista impregna sus comentarios acerca de una redacción “que paga mejor al informático que engaña a Google que al redactor que trae las noticias, que achatarra a los periodistas de los que aprendí y los sustituye por becarios que nunca tendrán a nadie que les pueda enseñar”. El protagonista se muestra inflexible hacia la realidad actual del periodismo; los tiempos en los que “hice dimitir al concejal de Urbanismo porque publiqué que un constructor le había regalado un chalet” han quedado atrás y el descrédito presente lo terminan arrastrando a la peor de las inercias. Testigo y protagonista de excepción a lo largo de 31 noches transcurridas en la discoteca Premium, el periodista creado por Ignacio Escolar abandona su oficio, se deja arrastrar por los acontecimientos; mientras Velasco cruza los límites en busca de dinero y de ascenso laboral, el periodista, empujado por la ceguera de quien ya no cree en el propio oficio, cruza los límites sin perder, paradójicamente, aquella parcial lucidez que le permite todavía observar con descrétido el mundo que deja atrás, el mundo de la redacción, y advertir la creciente desconfianza por parte de los lectores hacia los periódicos

No hay salida en la novela; a través de su relato, Ignacio Escolar escenifica la decadencia de un tiempo presente en el que los valores se pierden, se disuelven y el cinismo se impone. Víctima y verdugo desaparecen de la narración, todos se convierten en víctimas y, a la vez, en verdugos, todos son culpables, sea Alek y Velasco en cada una de sus actuaciones, sea  el periodista por omisión. Al contrario de su protagonista, Ignacio Escolar no imite, no hay omisión en sus palabras: con 31 noches, así como con sus artículos, Ignacio Escolar conquista su epíteto. Ni de día ni de noche, el novelista es siempre y ante todo periodista. 

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