El bibliobús

Por José Miguel López-Astilleros Martín-Pozuelo.

Para los que vivimos en ciudades o nos hemos criado en poblaciones con una biblioteca pública a nuestra disposición, y sobre todo para quienes nuestra afición lectora se ha forjado en ellas, nada hay más valioso que estas salas llenas de libros y de sueños. Con esta posibilidad a nuestro alcance, al menos durante la infancia y la adolescencia, la lectura se convertía así en un ejercicio de nuestra libre elección, cultivada con complacencia hasta que, tras una charla con un amigo o la lectura de un suplemento cultural, echabas en falta muchos libros deseados, y aquella biblioteca de Alejandría, de pronto, adoptaba dimensiones minúsculas. Nunca se nos hubiera pasado por la imaginación, ensimismados en nosotros mismos como solemos estar, que aquello, considerado tan elemental y necesario, pudiera faltarle a nadie. Hasta que un día, cuando el mundo comienza a ensancharse a la vez que nuestros huesos, nos encontramos en la sala de espera de un hospital o en la cola de una caja de ahorros, con gentes que proceden de poblaciones que jamás habíamos oído que existieran a unos cuantos kilómetros de nosotros, pequeños pueblos cuya única biblioteca atesora nombres y cantos de pájaros, nombres y frutos de árboles, nombres de setas, de peces, de hierbas, de todo lo que vive, de lo que muere. Incluso leyendas y romances escuchados decenas de veces junto al fuego, clasificados en la memoria en espera de ser transmitidos con la autoridad que el tiempo dota a sus víctimas. Pero ninguna biblioteca con palabras de otros mundos. Sólo los libros que ocasionalmente caían por allí por haberlos llevado alguien desconocido, salvo los escolares de obligado uso, cuando los había.

Superada la Edad Media, en el paisaje rural de hoy es muy común observar el ir y venir pausado de unas habitaciones rodantes que albergan en su interior unos cuantos miles de libros, son los bibliobuses. Autobuses sin ventanillas que las diputaciones de cada provincia, ignoro si todas, han puesto a merced de pueblos normalmente de menos de mil habitantes. Han ido creciendo lentamente en número, aumentando el servicio de unas decenas a miles de pueblos. Están compuestos por un conductor y un bibliotecario, que no sólo se dedica a proporcionar y registrar los libros en préstamo, sino que poco a poco se han convertido en pieza fundamental de los programas de animación a la lectura y su difusión, cual héroes en tierras vírgenes. Basta acercarse por las páginas web de algunas diputaciones para comprobar que las prestaciones que ofrecen han ido aumentado paulatinamente, para tratar de equipararse lo más posible a las de cualquier biblioteca de la red de la comunidad autónoma. Resulta gratificante que alrededor del sesenta por ciento de los ejemplares transportados suelen ser de literatura infantil y juvenil, apostando así por la creación de lectores futuros, más que por los indiferentes que ven pasar esta oportunidad como algo demasiado tardío en sus vidas.

La primera vez que vi un bibliobús, se disponía a estacionar en una de las pocas calles de un pueblo de Picos de Europa. Dos niñas y un niño de entre siete a diez años esperaban con varios libros entre sus manos a que se detuviera. Se agitaban nerviosos e ilusionados, porque hacía semanas que esperaban ese momento. La bibliotecaria, una chica joven, descendió, les puso una corona de reyes y princesas y les dio un beso a cada uno de ellos, al que correspondieron con un abrazo. Instantes después todos ascendieron por las escaleras y desaparecieron en aquel vientre mágico. Puse en marcha el automóvil y me alejé de allí temblando de emoción, porque me había visto entrar por primera vez a la biblioteca a la que debo mis primeras lecturas.

Ahora, cada vez que me cruzo con alguno de estos grandes cetáceos sabios de tierra adentro, me alegro de que mis impuestos sirvan, al menos, para que Sandra, Jimena o Héctor puedan leer durante esas interminables horas de soledad, a las que están abocados porque no siempre hay en sus pueblos niños de la misma edad para jugar a otras cosas que no sea con aquellas historias. En momentos en los que se imponen los recortes presupuestarios en todos los sectores, esperemos que no afecten a estos servicios, por ser pieza fundamental del principio de igualdad de oportunidades, según se recoge en el artículo 9.2 de nuestra Constitución, de modo que no ha de contemplarse como una dádiva del capitoste político de turno, sino la puesta en ejercicio de un derecho, sin el cual se estaría incurriendo en dejación de funciones respecto al ciudadano allá donde se encuentre.

En un panorama actual en el que las bibliotecas públicas están sufriendo la mengua no sólo en la adquisición de material bibliográfico, sino de personal o desarrollo de programas de lectura, hace unas semanas cuando Javier Marías rechazó el Premio Nacional de Narrativa, en unas declaraciones dijo, entre otras cosas, que se dedicara la cuantía a nutrir las bibliotecas públicas; pues bien, don Javier, una actitud encomiable por su parte, pero ¿no hubiera sido mejor acercarse a por el cheque de 20.000 €, prescindir de los discursos y salir pitando, por ejemplo, hacia un par de estas bibliotecas móviles y donarlo sin mediación alguna? Al fin y al cabo, con esta solución su ética personal tampoco se hubiera visto tan menoscabada, digo yo, y con ello se hubieran podido obtener alrededor de 2.000 libros o más, de los 3.000 que suelen ocupar los estantes de cada uno de estos bibliobuses. Muchos pequeños lectores se lo hubieran agradecido. 

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