Las cartas a la destinataria inexistente, Bernardo Kucinski.

 

 

De vez en cuando, el correo entrega en mi antigua dirección una carta del banco destinada a ella; siempre la oferta seductora de un producto o servicio financiero. La más reciente presentaba una nueva tarjeta de crédito, válida en todos los continentes, ideal para reservar hoteles y billetes de avión; todo lo que ella hoy merecería, si su vida no hubiera sido interrumpida. Basta firmar y devolver en el sobre ya timbrado, decía esta última carta. Siempre me emociono cuando veo su nombre en el sobre. Y me pregunto: ¿cómo es posible que envíen cartas a quien no existe desde hace más de tres décadas? Sé que no hay mala fe. El correo y el banco ignoran que la destinataria ya no existe; el remitente no se esconde, al contrario, se revela orgulloso en vistoso logotipo. Es la síntesis del sistema, el banco, de la solidez fingida en mármol; el banco que no trata con rostros y personas, sino con listas informatizadas. La destinataria jamás aceptará la propuesta, incluso aunque no le cobren la anualidad, incluso pudiendo acumular puntos o millas y usar salas VIP en los aeropuertos, todo eso que tendría y no tendrá, todo eso que casi no existía cuando existía ella y que le ofrecen ahora que ya no existe; inventario de pérdidas de la pérdida de una vida. Es como si las cartas tuvieran la intención oculta de impedir que su memoria descanse en nuestra memoria; como si, además de habernos negado la terapia del luto, al suprimir su cuerpo muerto, el cartero fuera un dybbuk,su alma en desasosiego apuntándonos culpas y omisiones. Como si más allá de la muerte innecesaria quisieran estropear la vida necesaria, esa que no cesa y que nos demandan los hijos y los nietos. ¿Por qué mi antigua dirección? Imagino que en uno de aquellos momentos inciertos de fugas y disimulos, de esquinas dobladas corriendo, le dio al banco mi dirección para no tener que dar otras direcciones, verdaderas pero prohibidas; me he imaginado en qué etapa de la tragedia en gestación sucedió eso, qué otra dirección poseía ella entonces, o qué otras direcciones en plural, pues, como descubrí después, eran muchas, pensando que con eso engañaría al destino. De hecho, no eran hogares, lugares donde criar a los hijos y recibir a los amigos; eran antimoradas, catacumbas donde ocul tarse durante meses, como los cristianos en Roma, o sólo semanas o días, hasta que alguien caía y comenzaban de nuevo las escapadas, la búsqueda frenética de un nuevo escondrijo. Por eso ella habría proporcionado no la dirección de su catacumba del momento, sino la de la casa donde yo, mi mujer y mis hijos hemos vivido durante treinta y tres años; donde hoy vive mi hijo mayor y mi nieto, donde tengo mi despacho, mi mujer tiene su huerto y su taller y mi nieto tiene sus dos perros y sus juguetes. Sólo entonces me di cuenta de que si hubiera vendido esta casa, como tantas veces pensé hacer, habría perdido las referencias de la mitad de mi vida. Sólo entonces comprendí al hijo mayor que dijo no, esta casa no se puede vender nunca. Para él, esta casa es el sitio de la totalidad de sus recuerdos. Pero no fue eso lo que pasó. Esta casa ella no la conoció nunca. Conté el tiempo y descubrí que ya habían transcurrido seis años desde su desaparición, cuando compramos la destartalada casa de viejos inmigrantes portugueses. No, ella nunca conoció nuestra casa. Nunca subió los escalones empinados. Nunca conoció a mis hijos. Nunca pudo ser la tía de sus sobrinos. Siempre he lamentado especialmente esa consecuencia de todo lo que pasó. Si ella no tenía esta dirección, ¿quién se la dio al sistema? Misterio. ¿Cómo se habría pegado su nombre a mi dirección, en esa nebulosa de internet, en la que nada se olvida? Lo más probable es que yo mismo haya asociado nombre y dirección; ¿Habrá sido cuando pedí la declaración de ausencia? ¿Habrá sido cuando le pedí al abogado que tramitara la herencia? ¿Habrá sido cuando le exigí a la universidad la revocación del acto innoble de su expulsión por abandono de funciones? Nunca sabré cuándo sucedió. Sé que las cartas a la destinataria ausente continuarán llegando. El cartero nunca sabrá que la destinataria no existe; que ha sido secuestrada, torturada y asesinada por la dictadura militar. Así como lo ignorarán, antes que él, el separador de las cartas y todos los de su entorno. El nombre en el sobre sellado y timbra- do, como para atestiguar autenticidad, será el registro tipográ- fico no de un lapsus o fallo en el ordenador, sino de un mal de Alzheimer nacional. Sí, la permanencia de su nombre en la lista de los vivos será, paradójicamente, producto del olvido colectivo de la lista de los muertos.
São Paulo, 31 de diciembre de 2010.

Este relato pertenece al libro Las tres muertes de K. de Bernardo Kucinski, publicado por Rayo Verde Editorial.

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