Al otro lado de la noche, Jan van Mersbergen.

 

Por Carnaval no vas disfrazado de otra persona; por Carnaval al fin eres tú mismo. Esto es lo que acaba de decirme un tipo al que no conozco y al que en este momento rodeo con el brazo. Un tipo con una peluca gris y una larga sotana negra, de esas que lucen una infinita hilera de pequeños botones oscuros. Es- pero que mi brazo pueda seguir descansando un buen rato sobre sus hombros. Al fin yo mismo. Los hombros del Cura son anchos y fuertes. Me sostie- nen del mismo modo que los gruesos muros de la iglesia lo hacen con la gente que se apoya en ellos, o como las colum- nas de los soportales sostienen a aquel solitario tamborilero fatigado, allí a la derecha. Llevo por lo menos tres cuartos de hora aquí, en la Gasthuisstraat, hecho un paquete en mi traje sin forro de Barquero, junto a la banda de música que no para de trompetear melodías a la fría atmósfera. Según mi tío, no puedo decir que estoy hecho un pa- quete en mi traje, porque los trajes los visten los oficinistas y los paquetes están llenos de café. Los paquetes de café respiran cuando se les mete la tijera. Resoplan, como hacen buena parte de los empleados de oficina. Lo nuestro no es un traje, es un disfraz en toda regla. Estamos como mínimo a quince grados bajo cero, pero no siento frío. Sólo siento el peso de una enorme piedra en el fondo del estómago. Pienso en Sara. Mi querida Sara. Y en los niños. Me hallo de nuevo ante la estación y veo cómo el Fiat de Carry la Canguro se aleja con los neumáticos des- lizándose por la crujiente nieve. Fue ella la que nos llevó al tren: Alvin, ataviado como Spiderman, y mis dos princesi- tas en la banqueta de atrás, junto a mi tío, y yo en el asiento delantero, al lado de Carry la Canguro. A Maybelle también le hubiera gustado acompañarnos, pero no quedaba sitio. Es la mayor y la más alta. No nos dijo adiós con la mano. —A la estación. Vamos a celebrar Vastelaovend —dijo mi tío. No es Carnaval; en Venlo se llama Vastelaovend. Nos apeamos. En cuanto el Fiat desapareció en una curva, tío Lau y yo nos dirigimos al tren y pusimos rumbo al sur del país. Disfrazados los dos. Ambos con el mismo atuendo, con una bolsa de Barquero para las monedas. En el bolsillo, un billete de ida y uno de vuelta sin sellar, y un papelito con la dirección de la casa donde nos alojaríamos. Tras cinco años sin pasar una noche fuera yo solo, por fin me animé. Una vez en destino, caminamos de la estación al centro de la ciudad. Tomamos una cerveza en ese bar y en aquel y en aquel otro y en un puestecillo callejero, hasta que perdí de vista a mi tío y, en medio de la repentina soledad, quise oír la voz de Sara. Preguntar si todo estaba controlado. Oír que todo iba bien. Marqué el número, dejé sonar el teléfono diez veces, nada. Volví a marcar. Ni rastro de Sara, tan sólo el vacío del pitido y el pensamiento de que algo iba mal, de que algo les había ocurrido a los niños y de que Sara no era capaz de darles lo que pedían: atención, tranquilidad, pan con crema de cacao, zumo de manzana. Yo me encontraba tan solo y abandonado como ellos, con ganas de regresar a casa. Justo cuando empecé a abrirme paso entre la multitud en dirección a la Parade, la calle principal, me topé con la banda de música, o charanga, como prefiere llamarla mi tío. De verdad quise volver, pero algo me decía que en casa todo estaba bien y que la noche era larga. Aunque el tren me estaba esperando pensé: después hay otro, ya tomaré el siguiente. Me detuve frente a los músicos y me quedé a escuchar las melodías que todavía resuenan ahora. La gente entona las canciones populares que mi tío me ha ido poniendo en su reproductor de CD a lo largo de las últimas semanas para que me fuera familiarizando con ellas. A divertirse toca, Au revoir, adieu, chérie o Cuando las estrellas brillan en el cielo. De pronto, se produjo un trom- petazo, un sonido que penetró dentro de mí con despiada- da crudeza, como si alguien atravesase la chaqueta de mi traje de Barquero con un punzón y le diese unas cuantas vueltas. Vi sobresalir unas falanges de unos guantes entre verdes y amarillos, unos dedos danzando sobre pistones, en aquel frío glacial. Fue muy conmovedor. El músico no se cansaba, ni cuando los demás instrumentos se callaron. Sólo aquella trompeta. Ta-ta-tarararararará.

 

Al otro lado de la noche, de Jan van Mersbergen ha sido publicado por Rayo Verde Editorial. Su autor ha obtenido el premio BNG de Literatura en 2011 gracias a esta novela.

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