Abre los ojos y despierta, Albert Salvadó.

 

—QUÉ ES LA ROSA DE JADE? —pregunta el hombre joven que permanece en pie y que le mira fijamente, aunque sin agobiarlo, con sus ojos de color castaño que, según les da la luz, muestran un tinte verde. —Una leyenda —responde Václav Hus, el dueño de la casa. —Contádmela, os lo ruego. Václav lo observa despacio. Si solo se fija en sus movimientos ágiles y en su rostro de piel tersa, diría que se trata de alguien muy joven, pero en su mirada puede leer que ha vivido intensamente, que ha sufrido, ha andado por muchos caminos y se ha propuesto alcanzar una meta, y eso le concede la gracia de una edad indefinida. Sus zapatos están cubiertos de polvo y la ropa, aunque limpia, acusa ya el paso del tiempo. Lleva al hombro una capa gruesa de color marrón oscuro que debe servirle de manta cuando duer- me al raso y de protección cuando llueve, y acarrea un zurrón que parece todo su equipaje. Es la segunda vez que Václav oye pronunciar las mismas palabras. La primera ha tenido lugar en la puerta, cuando Václav ha acudido a la llamada de su criado Edvard, que mantenía a aquel joven fuera del zaguán. —Pregunta por una rosa que parece haber perdido —ha dicho Edvard en checo y en voz baja, receloso. Luego ha retomado el alemán y ha alzado el tono para añadir—: Señor, debo salir a cumplir el encargo que me habéis hecho, pero si lo deseáis me quedo. —No es necesario —ha contestado Václav, también en alemán—. Alguien que pronuncia las palabras Rosa de Jade merece, cuando menos, que se le escuche. —Regresaré enseguida —ha replicado Ed- vard y ha abandonado la casa deprisa. Tras desaparecer Edvard, el dueño de la casa ha invitado al recién llegado a acompañarle y lo ha conducido hasta una sala grande, de unos treinta codos de largo por veinte de ancho, dividida en dos partes por medio de una arcada y decorada con madera oscura. La mirada del visitante se ha detenido en la librería que ocupa más de un tercio de las paredes y está repleta de libros, rollos, carpetas y documentos. No es habitual encontrar algo así en una casa particular. Las bibliotecas de parecidas dimensiones pertenecen a los monasterios, a los conventos, a las universidades o a personas de muy alto rango, como nobles, príncipes y monarcas. No se le ha escapado que el resto de las paredes aparece cubierto por dibujos a lápiz y pequeños cuadros representando flores. Pero le ha sorprendido que todos los dibujos sean de rostros, mientras que todos los cuadros son flo- rales, y que los colores son para las flores, mientras que el blanco y el negro están reservados para los rostros. Sin excepción alguna. Sin embargo, no ha preguntado nada. Finalmente sus ojos se han posado en la gruesa alfombra que cubre el suelo de la mitad de la sala, en la que ha contado cinco butacas dispuestas en semicírculo. Václav, alto, grueso, ya mayor, calvo, con una barba rojiza y ojos claros, lo observaba. El visitante ha concluido su inspección ocu- lar y se ha vuelto hacia él, quien le ha indicado con un gesto de la mano que tomara asiento. El hombre ha depositado el zurrón en el suelo y la capa sobre una de las butacas; ha escogido la de la izquierda, la más cercana. El dueño se ha dirigido a la del centro. La iluminación procede de un ventanal de pequeños cristales de colores que recuerdan los vitrales de una iglesia y que inundan de paz la sala. Un lugar ideal para la lectura, la meditación, la búsqueda de la armonía, el descanso… El refugio perfecto. El visitante se ha dejado caer en la butaca. Se le ve cansado, casi agotado. Lleva días y días viajando por caminos y veredas hasta alcanzar las puertas de Praga y le pesan los párpados, aunque sus pupilas se mantienen inquietas y despiertas. Václav respira hondo, exhala todo el aire de sus pulmones y cierra los ojos. Continúa respirando despacio y profundamente hasta que los abre de nuevo y mira al joven. —¿Preferís el latín al alemán? Casi ha sido más una afirmación que una pregunta. —Os lo agradecería infinitamente —responde el visitante—. Conozco algo de alemán, pero no lo hablo con soltura, mientras que el latín es mi segunda lengua. Lo estudié en la universidad. Además, estoy tan agotado que me cuesta Dios y ayuda llevar a cabo el menor esfuerzo. —De acuerdo —asiente Václav levemente y de nuevo respira con intensidad. Cuando vuelve a hablar ya lo hace en latín—: Hay dos tipos de jade, la jadeíta y la nefrita. La jadeíta procede del este de Asia, de zonas como China o Birmania o aquel curioso lugar al que llaman Tíbet, citado por Marco Polo y que nos es absolutamente descono- cido. Mientras que la nefrita se encuentra mucho más repartida: desde Siberia hasta el norte del continente americano, pasando por México. Es un mineral compuesto por calcio, magnesio y hierro, que cristaliza en el sistema monoclínico… —¿Todo esto forma parte de la leyenda? —pregunta el visitante, desconcertado ante el aluvión de datos científicos. —No, pero sirve para comprender la importancia y la singularidad del objeto que vos, mi inquieto investigador, perseguís. —Disculpad la interrupción. —Podéis interrumpirme cuanto queráis —contesta Václav con una sonrisa, y prosigue—:

Como ya os he dicho, la nefrita cristaliza en el sistema monoclínico, pero no es nada frecuente encontrarla en cristales aislados, sino que habitualmente aparece en forma de agregados com- pactos, que se pueden tallar y esculpir. Por esta razón un único cristal, si además es de buen tamaño, posee un gran valor. Hay que añadir que se trata de un material duro y muy sólido, por lo que resiste bien los golpes y el paso de los años. Hace una pausa. Su interlocutor permanece en silencio. —Disculpad mi poca hospitalidad. No suelo recibir a mucha gente. ¿Puedo ofreceros algo de beber? —pregunta. —Os quedaré profundamente agradecido si me proporcionáis un vaso de agua. El viaje ha sido largo y tengo la boca seca. —¿Solo agua? ¿No preferís un vaso de vino? —Con agua bastará, pues si he de saciar mi sed con vino, puedo aseguraros que luego no encontraría el camino de regreso —bromea el visitante. —Yo prefiero el vino, aunque tenéis razón al pensar que para vos es más apropiado algo puro y cristalino —dice Václav mientras se levanta despacio—. ¿Sabéis que el jade siempre se ha asociado con el agua? —pregunta, y el visitante niega con la cabeza—. En México, los antiguos pobladores enterraban a su gente con un pequeño jade en la boca. Creían que, de esta manera, el muerto no padecería sed en su largo camino hacia el mundo oscuro, detalle que os conviene tener muy en cuenta. —¿Insinuáis algo? —se pone en guardia el visitante—. ¿Quizá que quien persigue la Rosa de Jade corre peligro de muerte? —Todos moriremos, tarde o temprano. La aventura de la vida siempre tiene idéntico final. Simplemente os estoy advirtiendo que podéis entrar en el mundo oscuro, que no tiene por qué ser la muerte del cuerpo, ya que hay otros tipos de muerte. Y uno de ellos, el más deseable, puede conducirnos a otra vida, que siempre se inicia con un nuevo nacimiento al que algunos llaman despertar —responde Václav, muy serio, y abandona la sala en busca de las bebidas. El visitante deja caer los párpados, respira despacio, intenta relajar sus músculos y procura ordenar sus pensamientos, declinando todo tipo de sentimiento. De pronto descubre que se está bien ahí y se deja llevar por una extraña aunque cómoda sensación de modorra.

 

Albert Salvadó (Andorra la Vella, 1951) escribe ensayo, relato y novela, modalidad en la que ha cultivado distintos géneros.

Publica: editorial Meteora. 

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