Gramática inglesa, Antonio de la Fuente.

 

Gramática inglesa

 

Lo que más le sorprendió fue el orden, la limpieza, la meticulosidad del escenario. Parecía un decorado, me dijo Ruggiero al día siguiente sentado en el sofá de cuero de mi salón. Ruggiero había sido el peor estudiante de la clase, el que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de saltarse las normas, mascando chicle a todas horas o enseñándonos a fumar sus “Fortuna” en los baños mientras otros jugaban al fútbol. Ruggiero, el peor estudiante entonces y ahora Inspector destinado en la Brigada de Homicidios.
La meticulosidad, y ese orden, la limpieza, insistió tras su primer sorbo al whisky con hielo que le ofrecí después de la cena. Parecía un decorado, volvió a repetir entre trago y trago.
Yo seguía admirando a Ruggiero del mismo modo que entonces, cuando era el más valiente, el único capaz de enfrentarse a Don Miguel si injustamente nos dejaba sin recreo porque alguien, un cobarde que no daba la cara, soltaba una risilla o chismorreaba a sus espaldas mientras recitábamos la lista de los verbos irregulares (Drink, Drank, Drunk). Era él, Ruggiero, quien bajo su barba rala y canosa me contaba ahora lo que había visto la noche anterior en el sexto B de Alcalá 45. Y lo hacía como el que se limita a describir un paisaje, una escena cotidiana y casi costumbrista, sin inmutarse, como si de nuevo tuviera enfrente a Don Miguel y le dijera otra vez aquello de “si nos deja sin recreo se la armo”.
El orden. Una alfombra bajo la mesa del comedor que caía justo en el centro, tan bien alineada en sus cuatro lados como si alguien hubiera utilizado la escuadra y el cartabón para que no faltara ni sobrase un milímetro. Los botes de colores en la encimera de la cocina, de izquierda a derecha, del más alto al más pequeño, como matrioskas esperando su turno en fila india, y cada uno con su etiqueta escrita a mano con una caligrafía perfecta indicando el contenido, me contó Ruggiero. Y lo mismo en el baño de aquél apartamento. Ningún champú abierto por olvido, ningún frasco de colonia o de after shave colocado fuera de su sitio, y en el aplique junto al espejo, un secador con su cable enrollado en la empuñadura haciendo un zigzag casi de diseño.
En el salón la colección de libros, no muy amplia, remarcó Ruggiero, pero cada uno por orden alfabético, siguiendo al pie de la letra las reglas universales que les hacían estar perfectamente catalogados en esa estantería o en cualquier biblioteca del mundo.
Ruggiero seguía fumando pero ahora era un sibarita: el Fortuna había dado paso a unos cigarrillos ingleses que descubrió en un viaje a Londres, me contó, un simposio de criminólogos y de inspectores superiores de policía. “Royal Gate”, se leía en la cajetilla blanca y azul marino que asomaba desde el bolsillo de su americana de paño negra.
Observaba a Ruggiero atentamente y él disfrutaba, se gustaba escuchándose mientras me contaba lo que para él no era más que pura anécdota. Lo hacía con una media sonrisa en su rostro y los ojos entornados, la misma mueca que se le dibujaba cuando Don Miguel le sacaba al encerado para preguntarle cualquiera de aquellos verbos.
Don Miguel estaba convencido de su triunfo, pero si Ruggiero torcía la boca y entornaba los ojos significaba que él ganaría la partida, porque ese gesto delataba la seguridad de los que todo lo saben aunque solo sea aparentemente, esa mueca que por sí sola vence al rival y le desarma dejándole sin palabras aunque después la respuesta sea incorrecta. (Lose, Lost, Lost).
La limpieza. Ni una mota de polvo en la librería del salón, ni una miga en el suelo de la cocina. En el hall había un difusor que de forma intermitente expulsaba una fragancia de melocotón, inundando los cincuenta o sesenta metros que según Ruggiero tendría el apartamento. Se respiraba frescura en aquella casa, me dijo, como si entraras a una floristería, terminó de explicarme tras el primer sorbo a su segundo vaso de whisky.
Ruggiero se sentía cómodo en mi sofá. Se arrellanaba de vez en cuando después de cambiar de postura, colocando su tobillo izquierdo en la rodilla contraria o al revés, sujetando con fuerza su espinilla con la mano que le quedaba libre mientras con la otra sostenía el whisky o el cigarro.
Habían pasado casi treinta años, pensé por primera vez en toda la noche. Treinta años para mi y también para Ruggiero, al que perdí la pista después de matricularme en Ciencias de la Información y con el que coincidí de nuevo por casualidad en una conferencia de prensa en la Delegación del Gobierno.
Le reconocí casi al instante detrás de la mesa rodeada de micrófonos. Junto a él había otros altos cargos de las Fuerzas de Seguridad y del Ministerio del Interior. Los periodistas esperábamos una explicación a aquél suceso que había puesto en alerta a toda la provincia. Y ahí estaba Ruggiero, con la barba menos cana y con algo más de pelo, pero con la misma cara del mal estudiante que siempre tiene un as en la manga para encontrar la excusa más convincente.
La meticulosidad. El traje azul marino, la camisa blanca y una corbata a rayas rojas con ribetes a juego también azules. Recién planchado, impoluto, me dijo Ruggiero ofreciéndome uno de sus cigarrillos ingleses. Los zapatos de cordones eran color Burdeos y estaba seguro que habían sido estrenados ese mismo día, tal vez unos pocos minutos antes, siguió diciéndome.
La cama recién hecha, con el edredón beige remetido en las esquinas y el bulto de la almohada sin ninguna arruga a la vista.
Como un decorado, volvió a insistir Ruggiero a punto de apurar su whisky.
Y el reguero, el reguero que parecía dibujado saliendo de la sien, salpicando después el edredón con unas motitas como de purpurina. La mano derecha sosteniendo a duras penas la automática. Nueve milímetros, me explicó Ruggiero, de las que solo se consiguen en el mercado negro, ya sabes, me dijo, aunque yo no lo sabía y creo que él lo adivinaba observando mi cara de desconcierto.
Ninguna carta de despedida, y tampoco ningún mensaje oculto o cifrado en el espejo, eso es solo en las películas me contestó riendo Ruggiero. El despertador de la mesilla marcaba las 04:23 cuando encontraron el cadáver en el parqué del dormitorio. Y junto a aquel reloj digital un libro con la bandera de Gran Bretaña estampada en la cubierta. Gramática inglesa, sentenció Ruggiero estrujando su cigarro contra el cenicero mientras torcía la boca y sus ojos se hacían más pequeños. Parecía un decorado. (Bleed, Bled, Bled)

Antonio de la Fuente Figuero, nacido en Madrid en 1974, ha participado en distintos cursos y talleres de narrativa breve y escritura creativa en escuelas como Fuentetaja Literaria, Hotel Kafka, Escuela de Escritores o Casa Josephine, entre otras. Autor de la colección de cuentos “Reflejos desde un parque”, pendiente de publicación, al que pertenece el relato presentado. Es licenciado en Derecho y pianista.

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