LAS MUSAS ASESINAS

nocturno-300x300Por ALFONSO VILA. Oscar Wilde decía que formar parte de la sociedad es un fastidio, pero estar excluido de ella es una tragedia. Él sabía bien de que hablaba. En el apogeo de su fama, con una de sus obras más famosas (La importancia de llamarse Ernesto) triunfando en los teatros ingleses, no tuvo mejor idea que demandar al padre de su amante por difamación. Resultado: Oscar Wilde fue condenado a dos años en la cárcel de Reading y totalmente excluido de la sociedad. Su caída no fue dura: fue fulminante. Oscar Wilde se exilió de Inglaterra y murió en París, con otro nombre, solo y arruinado. Él pensaba que su inteligencia, su talento y su exquisita clase y educación le bastaban para triunfar en sociedad y para librarse de sus enemigos, pero en la lóbrega soledad de su celda tuvo tiempo de sobra para reflexionar sobre su error. De allí salieron sus últimas obras, las más lúcidas, las más descarnadas. Pero ya era tarde. Como él mismo dijo:

 

Escribí cuando no conocía la vida. Ahora que entiendo su significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede escribirse; sólo puede vivirse.

 

La relación de los artistas con la vida puede ser en algunos casos tan conflictiva como puede ser su relación con el éxito. Cezanne, por ejemplo, desconfiaba furibundamente de la fama. En cierta ocasión, unos amigos quisieron hacerle un homenaje sorpresa. Cezanne les miró horrorizados y echó a correr, literalmente, salió de la casa donde vivía y dejó un cuadro inacabado. Huyó con lo puesto. ¿Sus amigos? Otros pintores. Grandes pintores impresionistas, artistas con los que había compartido varias exposiciones, personas  que realmente lo apreciaban y lo valoraban. Pero él los tachó de la lista, inmediatamente pensó que le estaban tomando el pelo, que le gastaban una broma pesada. Les puso una cruz y ya no quiso saber nada más de ellos. Les retiró la palabra. También huyó de París. Volvió a su ciudad natal, a una pequeña ciudad de provincias donde fue ignorado y después, cuando la fama de su éxito llegó, fue atacado, fue rechazado, pues sus habitantes desconfiaban de su éxito tanto como él mismo. Cezanne y sus vecinos de  Aix en Provence sólo se ponían de acuerdo en una cosa: en la desconfianza.

 

Es muy interesante el caso de Cezanne, que se volvía cada vez más huraño y antisocial cuando más éxito obtenía (hasta el punto de desviar la mirada y acelerar el paso cada vez que se tropezaba por la calle con un viejo amigo). Para Cezanne no se puede decir que el éxito le trajera problemas, sino más bien que el éxito era el problema en sí mismo. Pero también es curiosa la actitud de sus vecinos de Aix en Provence, que se libraban de sus cuadros o los escondían y negaban tener un cuadro suyo justo cuando el pintor de su ciudad empezó a triunfar en Paris. ¿No debería haber sido al revés? ¿No es cuándo más orgullosos de su pintor y contentos de tener un cuadro suyo deberían haber estado?

 

A otros el éxito les sentó bastante mejor (al menos aparentemente). Andy Warhol cuenta en sus diarios como Basquiat podía llegar a uno de esos restaurantes carísimos de Nueva York y pedir directamente la botella de vino más cara que tuvieran, sin molestarse en mirar ni el precio. Y aunque no lo diga Andy Warhol, podemos suponer cómo le gustaba comprobar el efecto que causaba en los camareros, que no sabían cómo actuar frente a ese “negro alto y de pelo en erupción” que, en palabras de Antonio Muñoz Molina,  “viste con una mezcla inaceptable de elegancia y abandono”. Basquiat pasó en muy poco tiempo de mendigar en el metro a tener montones de billetes en los bolsillos y eso siempre tiene un precio. Un precio que se pacta a la ligera, con el entusiasmo desbordante del momento, y que luego nunca se puede revisar a la baja y ya te condena de por vida.

 

¿Y el amor, qué decir del desastre del amor? El amor y el arte nunca se han llevado bien. Modigliani no pintó al principio los ojos de su amante. Para cuando los pintó, sus vidas ya estaban fatalmente perdidas. Sí. Hay mucho mito en ello, mucha literatura dolorosa, mucha voluntad de rebeldía y de malditismo. Pero también hay una terrible verdad que subyace a toda la fachada, a todas esas capas de pintura, alcohol y lágrimas que los propios artistas crean para ocultarse a sí mismos la propia verdad. Esa verdad es muy simple, el arte, cuando se vive como un sacerdocio, como una consagración absoluta hacia su desarrollo artístico (podríamos decir carrera, pero no es necesario: un artista puede desarrollar toda su obra en solitario, sin ningún reconocimiento, y pese a todo vivir sólo para su arte: el caso de Van Gogh, por poner un ejemplo muy conocido), el arte, decíamos, cuando se vive como algo absoluto y excluyente, no casa muy bien con el amor. Y así tenemos la inmensa lista de grandes artistas que han sido malos maridos, malos amantes y malos padres. Y algunos lo llevan mejor que otros. Algunos lo llevan aparentemente bien, como Picasso, que lo solucionaba todo comprando una casa a la amante o la mujer abandonada, y otro lo llevan francamente mal, como Pollock que perdió a la mujer de su vida por su incapacidad de aceptar la posibilidad de la paternidad, y que se hundió irreversiblemente en la depresión, el alcoholismo y la muerte cuando perdió, de ese modo, el único asidero firme con la vida, con la vida cotidiana, con la vida en sociedad. Y ahí llegamos a la triste paradoja, al “te necesito pero no puedo vivir contigo, me alimento de ti pero no puedo darte a cambio nada de lo que me pides”.  Porque lo intentan. Todos casi todos lo intentan. Modigliani, por ejemplo, trató de ser un buen padre. Se dijo que no iba a beber más. Que no iba a salir de juerga, que iba a quedarse en casa con su mujer y su hijo recién nacido. ¿Y cuánto aguantó? Tres días. Tres días y volvió a las andadas, a las viejas costumbres, a los “vicios trascendentales”, a esa vida de artista bohemio que se oponía radicalmente a la vida ordenada y burguesa que le exigía la sociedad (y que, en el fondo de su ser, se exigía él también a sí mismo). Ante el terrible dilema de elegir entre una vida y otra, Modigliani se quedó bloqueado, sin saber bien qué hacer. Y su respuesta fue la huida, la huida suicida, la huida que arrastró a los que amaba con él. ¿Es pues culpable? ¿Es lícito hablar de culpa en este caso, en todos los casos semejantes?

 

El escritor tiene una vida paralela. Una segunda patria en la literatura. Es una vida que no siempre encaja con la vida real. Al contrario. La relación entre vida y literatura es conflictiva. No hay idilio, sino casi una guerra oculta entre ambas.

 

La cita es de el escritor albanés Ismail Karadé. Aquí hemos hablado de pintores y de escritores. Podríamos hablar de escultores, músicos, bailarines, diseñadores, etc. Todos los oficios creativos se ven sometidos a la tiranía del talento (o al pavor de su ausencia). Entre los artistas en general y los finales trágicos hay una relación tan estrecha que es muy fácil caer en los tópicos. Tenemos, por citar algunos, los casos de la fotógrafa Francesca Woodman (cuyo documental sobre su vida y la de su familia, The Woodmans, dirigido por C. Scott Willis y estrenado muy recientemente, resulta muy revelador) o de los músicos Adrian Borland y, por supuesto, Ian Curtis.  En todos estos casos el mismo talento que les llevó o les pudo llevar al éxito y la fama, fue también la piedra que les acabó hundiendo. Porque, como ya avisó Truman Capote, cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo. Y el látigo (nunca lo olvidemos) “es únicamente para autoflagelarse”

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