FINIS TERRAE

Por JUAN CARLOS VICENTE. Me llamaron de prisión porque era el único nombre que aparecía en el registro. En aquel edificio de voces y oídos un hombre se quitaba la vida sin que nadie se percatase de ello. El funcionario no utilizó la palabra purga, insinuó una limpieza, una necesidad de borrar las huellas y el rastro dejado hasta el momento. Me dijo que muchos llegaban para morir, solo así hallaban la paz. Sabían que no era posible la reinserción en un mundo en el que todo es registrado, siempre habría alguien que recordaría.

Abandoné el edificio y penetré en el organismo de la ciudad. No quería volver a la habitación, escuchar al hombre en silencio apaciguar los demonios del pensamiento. Un grupo de turistas pasó a mi lado fotografiando edificios y personas, contribuyendo a la formación del rostro de la urbe henchida y la multitud desplazándose hacia destinos de brevedad rutinaria, tras la experiencia del marchitamiento. Les observé unos minutos. Dos de ellos parecían fascinados por la suciedad y por como los servicios de limpieza se empeñaban en maquillarla tras las órdenes recibidas. Era un trabajo titánico, desplegados sobre las fachadas de las torres de cristal y acero, balanceados por las ráfagas de viento mientras renunciaban al vértigo y empapaban el borrego para luego pasar la raqueta. Avancé varias calles en dirección al centro buscando un pálpito que me sacase de mi abstracción. Una multitud invadía a otra, mezclándose, un amasijo de carne y ropa y tendones y hueso y teléfonos de última generación. El hombre moderno soñando con dominar la tecnología ahora que habíamos decidido que era el cuerpo de Dios. Una chica se acercó con el rostro quemado parcialmente. No eran quemaduras recientes. Vestía una camiseta de tirantes y unos pantalones casi inexistentes, quizá fuese aún menor. Me mostró la lengua partida por la mitad, un apéndice bífido, el hombre que estaba detrás de ella la cogió del pelo y tiró de su cabeza hacía atrás hasta que la chica cayó al suelo. Éramos los supervivientes, ya solo nos podía suceder la muerte. Me dirigí hasta el hombre y le golpeé en la garganta. Aguantó el golpe y la chica se lanzó contra mi cara. No la vi venir, noté sus uñas clavadas en mis mejillas, los labios desgarrándose. Entonces el hombre sacó una navaja y la gente nos rodeó aumentando el espacio a nuestro alrededor. Era miedo, era espectáculo. La reconstrucción de los temores básicos y anclados en la genética sucediendo fuera de nuestro cuerpo, a otra persona. Alguien sujetó al hombre por los hombros y dijo Aquí no. Me deshice de la chica de la lengua bífida de un empujón, la sangre resbalaba por mi barbilla. Era mi discurso, un pedazo de texto silencioso que se pronunciaba con los puños cerrados. La multitud me sacó a empujones y se replegó sobre la chica y el hombre. Nos absorbió, nos devolvió a nuestro anonimato original. A quién le iba a importar aquella acción entre el ruido sordo de la muchedumbre y el colapso de las calles del centro. Me restregué la sangre por la cara, enloquecido, y comencé a gritar, corriendo, empujando a hombres y mujeres, a niños. Me detuve cuando los pulmones me empezaron a arder y la sangre reseca era una máscara tirante sobre mi rostro. No podía pensar, las ideas eran imágenes y palabras sin orden concreto, una avalancha que me arrollaba desde dentro, pero intenté armar mi discurso, mi texto, reclamando la atención de los que allí se detenían.

Un niño arrojó una piedra y la carne se hizo herida. Castigamos y premiamos el acto, reforzando la dualidad, concentrando la germinación del Bien y del Mal. Nos contagian con esporas y ya resulta casi imposible discernir. Nos crean a imagen y semejanza, nos construyen y nos educan. Escuchadlo, es el murmullo aprendido de la muerte, el principio. Pero no hay origen, lo hubo, ahora solo descendemos, nos acercamos. Es el enemigo el que nos ofrece agua, es el enemigo el que nos provoca la sed. No queda ya tierra en la que empezar de cero, solo es una visión creada a nuestra medida, publicitada en las pantallas y en las hojas traseras de los periódicos, pero en esa tierra ocultaron los cadáveres de la Historia, esperaron que el medio de cultivo se llenase de nitrógeno y fósforo y luego cavaron y machacaron los huesos fosilizados con las palas y levantaron nuevos pilares con los que sostener nuestra mentira. Yo mismo sentí como me endurecía, sin apartar la vista de las imágenes: cuerpos partidos, miembros reducidos a jirones, tímpanos reventados. Y de nuevo abrí las ventanas y las puertas, esperando (qué otra cosa podía hacer) ser capaz de olvidar. Y me centré en los sueños y aparté lo escrito, confié en las cifras que aseguraban que la barbarie ya no era tal, ni rastro de ciudades arrasadas en occidente, solo muestras concretas de Terror masivo y manifestaciones fácilmente soportables. Pero la onda expansiva de esa primera piedra resonaba en mis oídos, atravesaba pueblos y ciudades, países, despachos con mesas de maderas nobles y secretarias, teletipos, faxes, correos electrónicos, burofaxes, secretos contados al oído en barras de bares oscuros con reservados en sótanos o primeras plantas que requieren de contraseña para entrar. El impacto me sacudió y cerré los ojos esperando la realización completa de la herida, la muerte, si así lo queréis, pero no llegó la fecha de caducidad a mi productivo organismo por lo que me vi obligado a permanecer despierto ante la pesadilla y la locura recurrente de bucles que se abren y se cierran, perpetuos y enfermos, constructivos en cierto modo masoquista. Volví a caminar, entre vosotros y ellos, sin hallar la calma necesaria para reconocer la dignidad, eligiendo un destino diferente cada pocos meses, entrando y saliendo de la oscuridad a la luz, y viceversa, empapado en sudor mientras avanzaba entre la gente y me abría paso hacia el siguiente espejismo, exento ya de comprensión, sucediéndose los cuerpos y las voces que eran transportados por el viento a través de las rendijas y los edificios, depositándose, cayendo en las habitaciones en las que fingía dormir intentando ser uno más. Y no funcionó. La vida no acaba, se quiebra.

 

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