La dignidad, la lección pendiente de la clase política

Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Tras las noticas que ocupan las primeras páginas de los periódicos y que configuran el espúreo debate político, existe una realidad, una desoladora realidad en la que reina la dignidad de los anónimos ciudadanos.

Nada más entrar por la puerta supimos que traía consigo una buena noticia: “por fin llego a los 1000€”; tras años trabajando, antes para pagarse los estudios y después en un intento continuo y, en demasiadas ocasiones, poco satisfactorio, de dar sentido a los años de formación a través de un empleo, en su rostro se dibujaba la satisfacción de alcanzar finalmente aquellas cuatro cifras. “Con mis tres mal-pagados trabajos llego, y ya era hora, a los 1000.”, comentó entre felicitaciones, “se acabó la eterna precariedad” y con esta frase el brindis por alcanzar un estatus social, que, unos pocos años atrás, nos parecía a todos una meta inalcanzable.

Mientras, entre la sombra de los fraudes económicos, de las escuchas, los regalos y las concesiones al margen, no sólo, de toda legalidad, sino de todo valor ético, la discusión acerca de la escasa remuneración económica de los políticos se convierte en tema de debate en las cámaras y en los diferentes medios, en un bar cualquiera, de una ciudad cualquiera, unos jóvenes celebran el éxito de uno de ellos. Entre cervezas a un euro cincuenta –en momentos como estos uno abandona el bar de siempre, aquel donde una mediana vale un euro, para ir a un sitio más cómodo- aquellos jóvenes a las puertas de los treinta celebran haber conseguido un sueldo que, tan sólo algunos años atrás, aparecía como una realidad a la que no tenían acceso. Se necesitaban tres trabajos, pero todavía hoy era posible ser mileurista; entre brindis, nadie se quejaba, muchos no alcanzaban ese estatus al que, a finales de los años ’90, parecían abocados todos los jóvenes. Los límites están para ser superados, y los mil ya no son un mínimo, sino un Dorado que cuesta alcanzar. Los brindis seguían entorno a  esa mesa, la precariedad, largamente asumida, no impedía a aquellos jóvenes saber que eran unos privilegiados; sus sueldos y la inestabilidad laboral a la que todavía estaban sometidos no les había dejado firmar ninguna hipoteca, sin hijos –la maternidad y la paternidad ni siquiera se planteaba- y sin gente a su cargo, el alquiler y las facturas eran la única piedra en el camino, una piedra que, a diferencia de muchos otros, conseguían sortear mes tras mes.

No se discutía acerca de la “dignidad” del sueldo en esa mesa, como tampoco se discute en muchas otras; en las aulas de la universidad que, todavía hoy recorro con la tranquilidad que me da la beca hace poco obtenida, nadie se plantea qué sueldo merece tener, nadie se pregunta sobre si un sueldo bajo conlleva inevitablemente la corrupción. En esas aulas universitarias, así como en las calles, en las colas del Inem o mientras se tramitan ayudas para los estudios, la esperanza de obtener un trabajo, de poder trazar un recorrido profesional como el que habían conseguido trazar muchos otros, en aquellos años de aparente abundancia.

No son pocos los amigos que se fueron, Inglaterra, Suecia, Francia… son solo algunos de los destinos elegidos, pero no todos tuvieron el mismo éxito. Otros optaron por quedarse al arbitrio de una fortuna desigual: algunos, con dificultades, consiguieron dedicarse a aquello para lo que se habían formado, otros dedican sus jornadas a trabajos nunca imaginados y, sin embargo, al que se aferran como al mayor de los tesosros, “al menos tengo trabajo”, afirman, mientras esperan que llegue ese día en el que el médico pueda ser médico, el abogado, abogado; el proferor, profesor o el periodista, periodista. Son muchos los que esperan una llamada, los que recorren la ciudad ofreciendo sus curriculums, los que continúan formándose con la ilusión de que una mayor formación abrirá unas puertas actualmente selladas.

No hay tiempo para discusiones estériles, no hay tiempo para plantearse la “dignidad” de un sueldo; la dignidad no reside en los números, reside en la supervivencia diaria, reside en la inamovible certeza de todo aquel que sabe que en el delito no está la solución. En las cámaras, donde se silencian a quienes, como Ada Colau, dan voz a una desgarradora realidad,   aquella que se vive en las calles, que protagonizan los ciudadanos, esa realidad a la que se da la espalda, los espurios debates acerca de las ganancias, de los patrimonios y las declaraciones de renta ocupan el tiempo de quienes desde hace mucho dejaron de representarnos. Proclamaciones de transparencia y acusaciones mutuas se dirigen ambivalentemente entre las distintas filas del parlamento: ganancias publicadas, sueldos subidos y pretendida honradez son la escenificación de una obra mal escrita, una obra en la que los contrincantes, como en la más falsa de las batallas, no tardan en bajarse del caballo y reunirse, tras el telón, en un eterno pacto, el del silencio por y para la conveniencia.

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Las novelas, como toda ficción, empiezan y terminan, pero la ficción política parece no tener fin, parece haber olvidado que el parlamento no es teatro y que los periodistas que aguardan en busca de una respuesta, de una explicación, no son espectadores dispuestos a ofrecer un aplauso no merecido. Tras la pregunta de cada periodista, tras cada uno de esos micrófonos, no está simplemente una cadena, un periódico o un programa, tras aquellos micrófonos están los ciudadanos, quienes, únicos conocedores de una realidad que ha superado todo drama, esperan cada vez con más desengaño una explicación sobre cuanto acontece. No hay explicaciones, sino excusas; no hay soluciones, sino camufladas artimañas que no conducen a nada; la ficción no puede mezclarse con la realidad, y en esa ficción, ni siquiera heredera del mejor de realismo español, la clase política se refugia, se protege de todo aquel que pueda correr el telón para mostrarle que su obra no es más que una mala novela sobre una realidad inexistente.

Beatriz Talegón desmontó el escenario sobre el cual los “grandes nombres” del partido socialista habían construido su propio relato; Talegón desmontó el escenario para mostrar aquello que había más allá; como sucedía en los años shakesperianos, más allá del balcón presidencial de The Globe desde el cual la reina Elisabeth disfrutaba de las obras de teatro, subsistía una población excesivamente maltratada. No sirven las buenas, pero vacías palabras, como tampoco servían las brioches de Maria Antonieta; no sirve mirar hacia otro lado y acusar injustamente a Beatriz Talegón por el éxito en su carrera; le ha ido bien, es indudable, pero ¿acaso los jóvenes no tienen derecho a forjar un camino de éxito personal y profesional? Frente al paro juvenil, los pocos jóvenes que han forjado una carrera, que han conseguido, independientemente del cargo y del estatus social obtenido, construir un propio camino profesionalmente son un éxito no sólo individual, sino social. El trabajo juvenil es el éxito de una sociedad cuya inversión en educación y formación es compensada con creces a través de  nuevos puestos de trabajo.

En aquella mesa, los jóvenes festejaban la entrada al mileurismo de su amiga; brindaban por su éxito y, sobre todo, brindaban porque, en medio de la desolación, llegada la noche podían apagar la luz con la serenidad de la que tantos otros carecen. Sus carreras no han terminado, todavía son muchas las aspiraciones, sin embargo, a diferencia de aquellos que pierden su tiempo en disquisiciones acerca de la falsa dignidad de sus sueldos –ya de por sí altos- como remedio contra la corrupción, ellos saben que la dignidad no reside en una cuenta bancaria, sino en la honestidad y, sobre todo, en la fuerza que permite a muchos –jóvenes, mayores, jubilados, padres con niños pequeños- seguir adelante, sobrevivir a pesar de todo. La corrupción no es cuestión de sueldos, sino de ética: las críticas provenientes por partes de algunos no son críticas, sino elogios.

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