Contra el elitismo, o el triunfo de los integrados

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnMIglesia

 

No hay duda de que las oposiciones conforman no sólo nuestro modus pensanti, sino también nuestro modo operandi: si se tiene fe ciega en A, inevitablemente se rechaza B, si frente a determinadas circunstancias se tiene un comportamiento X, la reacción Y queda descartada y si alfa  es objeto de nuestra elección estética omega será, en consonancia con esta lógica, objeto de nuestro rechazo. La lógica de los opuestos domina nuestro modus vivendi, interpretamos nuestra realidad a partir de oposiciones, votamos un partido en oposición a otro, compramos un periódico y no otro o disfrutamos de los éxitos de nuestro equipo de fútbol mientras nos alegramos de las desventuras del contrario. La cultura ha sido siempre territorio privilegiado para las oposiciones, desde la sucesión cronológica de distintos movimientos artísticos en contraposición –racionalismo y romanticismo; neoclasicismo y modernismo; etc.- hasta la neta separación entre el arte burgués y el arte por el arte en el siglo XIX y, en concomitancia, la radical oposición entre el arte y, más en particular, la literatura “industrial” –aquella que, hoy en día, conformarían los best-sellers y la literatura de “mercado”- y la literatura de campo restringido, es decir, aquella de ámbito intelectual más elitista.

umbertoEl siglo XX parecía traer consigo un cambio: la difusión en masa de la televisión y las propuestas artísticas de Andy Warhol y Roy Lichtenstein parecían romper con el esquema de opuestos que configuraba tanto la creación artística como su consumo. Sin embargo, la publicación en 1965 del ensayo de Umberto Eco Apocalípticos e Integrados hacia patente, desde el mismo título, que el ámbito cultural todavía permanecía atrapado en la contraposición entre los defensores de la Gran Cultura en constante amenaza y aquellos que consideraban las nuevas propuestas culturales, como podían ser los cómics, el cine o la música pop, no sólo como mercancías de consumo, sino como un posible objeto de estudio dentro de las facultades de humanidades.  Eco hizo posible que  Superman entrara en la facultad, aunque la acogida fue desigual, pues si bien Roland Barthes dedicara uno de sus ensayos –Mitologías– a los mitos contemporáneos, las élites universitarias y las élites intelectuales ancladas todavía en un modelos finisecular seguían denigrando la cultura de masas, esa cultura popular a la que Eco prestaba atención y que inevitablemente conformaba el imaginario de la mayor parte de la gente.  Rechazados por la Academia, autores como Flaubert o Baudelaire y artistas como Manet ahora conformaban el olimpo de ese canon occidental que Harold Bloom defendió contra todos aquellos “resentidos” que dedicaban cátedras universitarias a obras y autores menores, pero que, por diferentes razones, tenían resonancia social y/o política. El orinal de Duchamp, tirado en uno de los traslados al ser considerado una vieja pieza inservible, ese mismo orinal vapuleado por la crítica, ahora, institucionalizado como obra de arte contemporánea, descansa en museos, mientras la crítica le sigue dedicando ensayos. Ahora los rechazados son otros, pero el rechazo, lejos de reflejar el elitismo social de la Academia parisina, está teñido por aquel sentimiento apocalíptico al que, ya en 1965, hacía referencia Eco y que se esconde tras la máscara de un intelectualismo elitista muchas veces ignorante de la realidad social-económico-cultural a causa de la torre de marfil en la que prefiere aislarse.

Recientemente, me comentaba un periodista que quien no ve la televisión no sólo no conoce la realidad en la que está inmerso, sino que ignora la historia que a través de ella se ha ido inscribiendo a lo largo de los últimos sesenta años. Algunos de ustedes podrán considerar que las palabras de este periodista resultan sin duda excesivas; algunos seguro pensarán que es una forma de auto-engaño, al fin y al cabo, todos necesitamos justificar nuestras acciones. Sin embargo, más allá del carácter taxativo de aquellas palabras, no nos debemos dejar engañar: la televisión ha conformado y, todavía hoy, conforma, nuestro substrato cultural. Junto a la literatura, a la prensa, al cine o la radio, la televisión forma parte de nuestro relato cultura, del relato histórico-social de los tiempos más recientes. En sus inicios, la televisión se convirtió de inmediato en el mueble entorno al cual reunirse para ver el único canal de televisión disponible; los informativos y los concursos eran los programas que conseguían reunir a todos los miembros de la familia, mientras que el cine seguía siendo el feudo de las películas. La realidad actual es bien distinta: el número de canales se ha triplicado, los soportes audiovisuales para la televisión son diversos a tal punto que conceptos como el share pierden su valor inicial y las salas de cine, así como el propio aparato de la televisión, pierden aquella unicidad de sus inicios. Internet ha favorecido a ello, pues, más alla de las descargas y como afirma Jorge Carrión en Teleshakespeare (Errata Naturae) “en los años ’90, internet comenzó a aliarse con relatos de índole diversa (publicitariso, literarios, teleserailes) en lo que dio a llamarse la narrativa crossmedia”.  Son muchos los ejemplo que hubiera podido recurrir Carrión y, sin embargo, elige el caso de la serie Miénteme (Lie to me). Si bien dicha elección se justifica – y por tanto nada de sorprendente habría en ella- por el hecho de que Teleshakespeare es un ensayo dedicado a las ficciones, el movimiento discursivo de Carrión resulta interesante pues, pasando por alto los discursos publicitarios y literarios, se centra en la relación entre internet y los teleseriales, reforzando, una vez más a lo largo de las páginas iniciales, la relevancia de las ficciones, de estos nuevos relatos “literarios” del siglo XXI.

images“Las teleseries norteamericanas han ocupado, durante la primera década del siglo XXI, el espacio de representación que durante la segunda mitad del siglo XX fue monopolizado por el cine de Hollywood”. El cine pierde su feudo y las teleseries, liberadas de las ataduras del soporte televisión, se constituyen como los relatos folletinescos del siglo diecinueve: las publicaciones por entregas de los siglos XVIII y XIX han dado paso a ficciones semanales en las que es posible “rastrear la presencia de la historia contemporánea” con la misma inmediatez con la que los lectores de Balzac encontraban en su comedia humana las huellas de la sociedad parisina. De esta manera, las ficciones norteamericanas  irrumpen en escena no solamente como productos televisivos dirigidos a un público masificado, sino como construcciones narrativas cuyo valor no debe ser relativizado por el sólo hecho de su soporte. Carrión pone en tela de juicio la oposición de Umberto Eco, o, en otras palabras, se sitúa entre los integrados para deconstruir el prejuicio en torno a las ficciones, consideradas, como la televisión en general,  un produccto de baja cultura, un simple producto “comercial”. Ahora los medios, los soportes a través de los cuales la audiencia accede a estas ficciones son diferentes; lo mismo sucede en ámbito literario, ¿acaso el Don Quijote de la Mancha pierde valor al ser un e-book y no estar editado en papel? No es cuestión de abrazar con entusiasmo cualquier tipo de innovación tecnológica, quien les escribe sigue considerando el libro en papel como un objeto irremplazable, pues no sujeto a la vacuidad de la red. Sin embargo, tampoco se trata de aplaudir posiciones altaneras cuyo rechazo inmediato a ciertos productos es siempre fruto de injustificados prejuicios. En Teleshakespeare, Jorge Carrión realiza un interesante análisis de las ficciones norteamericanas contemporáneas, la mayoría de ellas de corte realista, en las que es posible rastrear la Guerra de Irak (Generation Kill), el caso Madoff (Good Wife y Damages) o el huracán Katrina (Treme). Relatos de la contemporaneidad que, sin la inmediadet de los informativos, se hacen eco de la actualidad, la incorporan tras el filtro de la ficción, es decir permitiendo al espectador un acercamiento más profundo, y no a base de titular, a los hechos.  “El liderazgo de Hillary Clinton y Barack Obama”, escribe Carrión en su libro, “no sólo había sido prefigurado por las teleseries (y antes de ellas por el cine y la literatura), sino que también había sido explicado televisivamente a la masa”, pues de lo que se trataba era que la masa, es decir, los espectadores comprendieran “que lo que en el ámbito de la Ficción era normal también podía serlo en el de lo Real”. Algunos considerarán que ésto no justifica un estudio sobre ficciones televisivas, el propio Bloom no dudaría seguramente en afirmar que toda la naturaleza humana ya se encuentra en Hamlet, y nadie podría rebatirle, pues el estudio de las ficciones televisivas no pone en tela de juicio en canon, ni siquiera cuestiona las obras –literarias, cinematográficas, teatrales-que siguen realizándose a pesar de los innumerables obstáculos.

El estudio propuesto por Carrión responde a la exigencia por parte de la crítica y, de manera particular, de la universidad de conocer la realidad, de conocer la cultura que impregna los diferentes relatos a partir de los cuales se lee, se interpreta, se interactúa en este mundo caótico llamado siglo XXI. Ser apocalíptico significa volver a recluirse en una torre de marfil, ajeno y desconocedor de aquello que sucede en las calles.

 

 

 

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