protestas estudiantiles y la libertad de la ideas

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Releyendo muchas de las declaraciones institucionales que han ocupado las primeras páginas de los principales periódicos y repasando los comentarios realizados en los debates e informativos televisivos, parece ser que todo es resultado de una gran imprudencia. Puede que las escenas de las protestas estudiantiles que han ocupado los informativos y que han fomentado una cadena de declaraciones y de comentarios descalificativos frente a tales tipos de protesta se hubiera podido evitar, el origen, como señala Terry Eagleton, parece residir en la imprudencia de la sociedad burguesa que, tiempo atrás,  permitió la creación de instituciones de educación superior, como las universidades, donde “personas jóvenes, inteligentes y con conciencia moral no tenían otra cosa que hacer durante tres o cuatro años que leer libros y darles vueltas a la cabeza”. La ironía mal entendida pasa muchas veces por verdad y las palabras de Eagleton pueden ser para algunos un perfecto resumen de los motivos que han llevado los estudiantes a exigir, osados ellos, el derecho a la educación pública. Siglos atrás, incluso hasta los inicios del XX, la instrucción era considerada “peligrosa” para las mujeres, la formación superior y el acceso a la cultura desequilibraba una sociedad cuyo temor a la independencia, no solamente económica sino y sobre todo ideológica, de la mujer le cerraba las puertas de la instrucción. Ahora, resulta inconcebible una discriminación de este tipo, las “mujeres que leen” han dejado de ser peligrosas y, sin embargo, la sociedad parece seguir temiendo a los estudiantes, a la independencia ideológica que se conforma a través de la educación. Eagleton, esta vez con menor grado de ironía, no está del todo desencaminado cuando afirma que “siempre existe el riesgo de que la educación pueda enfrentarle a uno con quienes carecen de gusto, con los ignorantes incompetentes que dirigen el mundo y cuyo vocabulario se reduce a palabras como ‘petróleo’, ‘golf’, ‘poder’y ‘hamburguesa’”.

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Un repaso a lo largo del siglo XX bastará para mostrar como los estudiantes, en especial, los universitarios han sido siempre claves en los distintos movimientos que, en ocasiones tan dispares y en situaciones geográficas tan lejanas, se han opuesto al poder oficial. Las manifestaciones del ’68, las de París pero también las de Roma y las de las universidades norte-americanas, las protestas estudiantiles en la Argentina del 1976 -¿cómo olvidar el grito de aquellos jóvenes por el boleto estudiantil?- o la masacre de Tian’anmen de 1989 son sólo algunos de los casos más recientes, sin olvidar evidentemente las últimas protestas en Chile, y más notorios. ¿Por qué los estudiantes? Se preguntarán algunos; jóvenes rebeldes, violentos e, incluso, auténticos delincuentes son los adjetivos que más se han repetido desde entonces y que, ahora, como si la historia nada hubiera enseñado, siguen utilizándose para comentar, descalificar acríticamente, aquello de lo que las calles de todo nuestro territorio han sido testigo. Sin embargo, los adjetivos no son solo injustos, sino reductivos, tras ellos los motivos que han llevado a la calle a miles de jóvenes siguen sin aparecer, los auténticos motivos que llevan a la defensa de la educación pública pasan en un segundo plano a favor de imágenes impactantes con las que dar inicio a todo informativo. Los recortes, evidentemente, están a la base de dichas protestas: la reducción del 21% la aportación estatal, el incremento de casi el 60% en las tarifas universitarias, la reducción en el número de becas, la reducción del profesorado y, por tanto, la destrucción de puestos de trabajo, la precariedad entre el profesorado asociado y la incorporación de la empresa privada son de por sí motivos suficientes que justifican las protestas. A ésto, debe añadirse la cada vez más precaria situación de los centros escolares, desde la reducción de los profesores a pesar del creciente número de estudiantes hasta la precarización de las infraestructuras, llegando a apagar la calefacción a pesar de las bajas temperaturas. Lejos de separar  todos estos motivos han unido los universitarios con estudiantes de secundaria, han promovido que en las calles los profesores caminasen junto a estudiantes, a padres de alumnos y a sindicatos, todos ellos, y más allá de las particulares reclamaciones, tienen un objetivo común, la defensa de la educación pública, la exigencia de un sistema educativo de calidad y público.

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En 1956, el historiador argentino José Luis Romero defendía la necesidad de una “universidad profundamente renovada y socialmente eficaz”, afirmaba Romero en uno de sus artículos publicado en La Nación: “Si uno de sus objetivos fundamentales “debe ser alcanzar el más alto nivel científico, no menos importante debe ser dotarla de la sensibilidad suficiente como para que sirva al desarrollo social del país”. La universidad y, más en general la educación, es un pilar fundamental para el desarrollo social de un país, un desarrollo que, antes incluso de los resultados en el campo científico y de la investigación o en el crecimiento de puestos de trabajo, es visible en la consolidación de la democracia. No es posible defender la democracia obstaculizando el acceso a la información, un acceso que es posible principalmente gracias a la formación, al conocimiento y a la obtención de las herramientas intelectuales –sean estas del ámbito científico o de las humanidades-. Ha pasado la época de tener que esconderse para poder acceder a un libro, a una noticia, a la cultura y a la información: en un momento en que términos como “europeísmo”, “movilidad” o “intercambio” forman parte de todo programa político, resulta anacrónico debilitar el acceso a la formación que da sentido y realidad a dichas palabras. Evidentemente, la educación, y de aquí el peligro del que alertaba Eagleton, no sólo permite el intercambio tan abanderado como falaz, por la actual situación económica, sino que la educación es la base para la conformación de una opinión pública, es decir, para la consolidación de una opinión crítica con respecto del Estado y de las distintas instituciones que lo gobiernan.

images (1)La oposición siempre resulta molesta a los gobiernos y, sin embargo, es esencial para el mantenimiento del sistema democrático; la opinión pública, una opinión crítica e independiente, es el primer síntoma de la buena salud de la democracia; dificultar la formación es tratar de mantener a la ciudadanía en la ignorancia, convertir la educación en el privilegio de una élite que, agradecida por dicho privilegio, no responderá sino con aplausos y votos. La educación no es, no debe ser, un privilegio; la elitización de la educación tiene como principal consecuencia el debilitamiento del pensamiento en todas sus vertientes. Algunos de los medios de comunicación que hoy condenan apriorísticamente las protestas estudiantiles son deudores de aquella libertad de información que en estos días los futuros profesionales, tanto de los medios como de cualquier otro campo laboral, defienden. Condenar los movimientos estudiantiles, limitarse a informar solamente sobre los contados altercados, omitir las pacificas reclamaciones y los ideales todavía presentes entre la juventud, tarde o temprano, tendrá consecuencias también en la libertad de expresión. En una estructura piramidal, todavía no superada, acallar a los estudiantes es solo el primer paso para acallar la opinión pública, para silenciar las críticas. Aquellos que hoy condenan sin analizar los motivos, sin preguntarse el porqué se están condenando a sí mismos, están condenando la libertad de la que hoy todavía gozan.

En 1973, el rector de la Universidad de Buenos Aires, Rodolfo Puiggrós proclamaba que la universidad a través de la docencia debía guiar hacia “nuestros objetivos de emancipación nacional y conquista de una sociedad más justa”. Sus objetivos fueron truncados por la restauración peronista, ahora sus palabras son más validas que nunca, la historia debería ser una maestra y enseñar que lo que Puiggrós defendía debería ser hoy una realidad, un derecho irrenunciable que no requiriese todavía ser exigido. La historia, sin embargo, a veces no enseña y, por ello, todavía es necesario seguir reclamando. La defensa de la educación pública es la defensa de la libertad de expresión, de la libertad crítica y, en última instancia, de una democracia sólida; desconfiar de las imágenes y de los adjetivos es obligación de todos, sobre todo de aquellos que, apoyándose en ellos, no hacen más que dinamitar lenta pero continuadamente la libertad crítica de la que hoy gozan.

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