El bar que hay debajo de mi casa

Por Víctor F. Correas. En alguna que otra ocasión ya me he referido a ello en diversos escritos que salen de esta cabeza que me ha dado el Señor. De esos días aburridos en que, un chispazo, prende un cierto interés por algo. Y de he reconocer que mis musas particulares son parroquianas del bar que tengo debajo de mi casa. Hoy han vuelto a echar un rato allí.

Juro que he visto de todo en ese bar en que, salvo una ocasión y por circunstancias obligadas que no vienen al caso, nunca he entrado a consumir nada. Está ubicado debajo de mi casa, que da a una calle de una ciudad-dormitorio de la periferia de Madrid. Y la cosa va por días. Unos, la verdad, son realmente apasionantes, con conversaciones de altura dignas de los mejores parlamentos –he dicho mejores. No hagan comparaciones insultantes con los de aquí-, que incluyen razonamientos y conclusiones que ponen la piel de gallina, con un lenguaje concluyente, liso. Tanto, que asusta por su dureza y credibilidad. Como si fuera un parlamento de los de verdad; otros, la cosa deriva por la cuestión deportiva –mayoritariamente, fútbol-, y aquello parece más el fondo de un estadio ocupado por individuos de tal calaña que ríanse de las barras bravas. Y luego está lo de hoy.

Lo de hoy, créanme, ha sido de ovación y vuelta al ruedo. Desde las ocho y media de la mañana. Sólo para paladares exquisitos de verdad; una opípara selección musical a cargo de la dueña –vuelvo a jurar que es la primera vez que ocurre-, con un variado repertorio que incluía los grandes éxitos de la tuna –repetidos hasta la saciedad, pues he escuchado no menos de tres veces Clavelitos y demás veleidades musicales tuneras-, composiciones variadas de Pablo Alborán y algunas más de una tal Minerva –cuyo éxito Estoy llorando por ti he conocido gracias a que lo ha jaleado a voz en cuello uno de los parroquianos, bastante jovenzuelo comparado con sus conmilitones-. A las dos horas, la puerta del bar era toda una verbena. Un espectáculo digno de mención, oigan.

Pero las cosas, implacable como es la Ley de Murphy, siempre pueden empeorar. Y lo hicieron. Al rato, una melodía. Un teclado inconfundible. Y una voz desgarrada y con escaso sentido del ritmo musical. Sí, el acabose. Lo que se están imaginando. En una esquina de la calle, emplazado estratégicamente para que la música llegara a todos su rincones. Ese teclado. El apocalipsis en su versión más extrema. Y los parroquianos del bar, más excitados que un verraco a la puerta de una cochinera, pegando requiebros e inclasificables pasos de baile. Desgarrador el espectáculo, se lo puedo asegurar.

Finalmente, un compromiso me ha librado de asistir al fin de fiesta. Que debe haber sido morrocotudo, pues al regresar de la cita he pasado por delante de la puerta del bar y extrañamente –nunca ocurre al mediodía- estaba cerrado. ¿Estarán sus dueños y moradores descansando para proseguir el jolgorio esta tarde? Pues eso, la Ley de Murphy transmutada en bar. El que hay debajo de mi casa.

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