Las campanadas de la torre (3era. y última entrega!)

NOTA: viene de Post http://blogs.culturamas.es/albertodifrancisco/2013/09/15/las-campanadas-de-la-torre-2da-entrega/

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Las campanadas de la torre (3era. parte)

«Pero bueno -continuó Doña Negrita, mientras movía su cabeza de una lado a otro, en gesto de resignación- imagínese, joven, cuando ella tenía apenas 15 pequeños años solamente, y en la Europa corrían los rumores de la guerra, las pestes y el hambre y vaya uno a saber cuántas cosas más, recibieron de una de sus tías, que ya vivía en Argentina hacía un tiempo, el ofrecimiento de enviarla para aquí… y pobre, venir solita, en un viaje que por entonces, en barco duraba mucho tiempo…¡ meses! Supongo sería difícil para los padres explicarle a una niña esas cosas, hacerle entender que hay amor en una decisión así, al desprenderla de sus tierras, de su família, de su mundo (aunque pobre) seguro de caminatas y juegos por la Vía Roma, del contacto de la mano de su padre, camino a la Piazza del Risorgimento, de los arbolitos de copa redonda, de los aromas del valle…era. parte)

Cosa difícil, joven… hacerle entender a una niña de 15 años que dejar todo eso era amor, amor incondicional, de Padres, con el sólo fin de darle a esa niña un destino mejor y próspero, en una tierra que, aunque lejana, suponía la promesa de futuras realizaciones y de crecimiento. En fin, el intento de darle un destino siquiera, que la Europa no podía darles entonces…

¡Y habrá quienes dudan de Dios y de las almas! ¿Y dónde van a ir esas renuncias que hacemos los seres por amor? ¿Quién es capaz de medir aquello que se esconde tras una renuncia, y de guardarlo en su memoria, sino en la historia de un alma? Así es, pobre «Tana» -retomó luego de unos segundos de silencio- llegó a este país con 15 años, con su valija con algunas mudas de ropa, desconociendo el idioma, y un manojo de incertidumbres en la mirada. Siempre contaba su primera imagen del puerto del Buenos Aires de entonces, asomada en la cubierta del barco. Todo un país en ciernes, una enorme tierra joven y llena de promesas, que habría sus brazos a gran cantidad de inmigrantes que si bien bajaban de los barcos con una congoja entretejida en le pecho, lo hacían llevados por la ilusión de una vida mejor.»

 

Desde que Doña Negrita había iniciado su relato, yo aún tenía en la punta de la lengua una pregunta que me palpitaba, pero no me permitía (ni me perdonaría) cortarle el hilo del relato que había emprendido con tanta pasión. Sólo me atreví a acotar una nimiedad, que la alentara a seguir hablando.

-Sí, me imagino… sé, porque me han contado, que en ésa época muchos vinieron no sólo al país, sino a estas tierras, cuando La Pampa era solo médanos y caldenes.

«Claro, y así era -continuó ella- Y mire, mucho a Yacumina la sostuvo eso, que era tan grande el aluvión al país de los inmigrantes, que al cabo de poco tiempo, en que se fueron asentando, empezaron a juntarse las comunidades; los «tanos» se empezaron a reunir para… no se… bueno, estar entre los suyos, y festejaban sus patronos, reavivaban sus costumbres, sus fiestas, y era digno de verlos, eva, porque tras la risa, la juerga, las comilonas que armaban todo ese espíritu italiano del reunirse, atrás de todo eso era también una manera de llorar hombro con hombro con sus pares, era encontrar en el otro la fuerza para seguir adelante y soportar el destierro…. Bah, yo les digo Tanos, pero ellos se llamaban «paisanos».

Ahí aproveché para acercarle un espumoso mate que mi amigo cebaba con toda destreza.

«Y fue en esos grupos -continuó- donde conoció a Félix, que era hijo de Don Cayetano, y que también habían venido, pero ellos con toda su familia. Era un chico gauchito, un tano espigado, muy buen mozo; y así se conocieron y luego de un tiempo se casaron. ¡Y vea cómo es la vida! Al cabo de unos años, Dios los bendijo con dos hijos hermosos y sanos. Uno de ellos, el que luego sería su… abuelo, sí, su abuelo, Antonio, que no sé si Ud llegó a conocer, pero le aseguro que valía la pena conocerlo. Es más, me parece, aunque Yacumina nunca me lo dijo, que el nombre le vino por el recuerdo de aquella torre de Sant´Antonio por el que ella pasaba caminando rumbo a su casa, y cuyos repiques de campana le era tan significativos…

Bueno, joven, la demás historia Ud la debe conocer mejor que yo… Pero bueno, ella al final tuvo la oportunidad de formar una familia hermosa, que prosperó con esos hijos sanos, inteligentes y buenos. Así, lejos de los azotes que recibía la vieja Europa, puedo formarse un destino mejor, pudo escribir su historia en una tierra que la recibió como hija propia. La vida fue agraciada con ella, le trajo muchos años de trabajo y de paz, le dio techo y comida, amor y esperanzas… Eso sí – y Doña Negrita esbozó una sonrisa pícara- yo siempre fui muy católica, y ella había traído unas ideas de Italia que hablaban ya entonces de que el alma no muere, y vuelve a nacer y  vive muchas vidas para progresar… y entonces no era raro hablar de estos temas para que soltara su latiguillo: «eh, ma´cada cuale con su religione!» …jaja -y Doña Negrita rió muy divertida, a lo cual nos hizo reír a mi amigo y a mí también, para luego agregar- «Y sabe, a veces hasta no estábamos hablando de religión, o uno pasaba y la saludaba y ella lo volvía a repetir: «eh, ma´cada cuale con su religione!»

Sorbió en dos o tres veces el mate, hasta que, ya vacío, éste cantó; mi amigo se levantó a recogerlo de su mano, y ella retomó el relato.

«Eso sí, joven, mire que pasaron años, ¿eh? pero la tana, uno pasaba por su casita, y ella ya viejita, siempre con su cabello peinado para atrás y rematado recogido en rodete, en su silla, la mirada perdida en el atardecer sobre el llano… que por aquella época no es lo que ahora; eso era campo virgen nomás, no había más que monte y llanura por todos lados… Sabe Dios solamente lo que esos ojos veían… Yo siempre he creído que cerraba los ojos y el campo desaparecía para ella, y se le presentaba la imagen de su pueblito, Borrello, del empedrado de la Vía Roma, del aire fresco de la montaña que le daba en la cara juvenil, de las flores del Valle Di Pescara, de sus hermanos. No era raro encontrarla, siempre que ella no se diera cuento de la presencia de uno,  tarareando por lo bajo una canción italiana.. Pero con todo esto iba a decirle que si bien de tantos años acá y que nunca pudo olvidarse de cuánto había dejado atrás, Dios quiso darle vida plena, y sabe Dios también que ella la vivió con agradecimiento enorme, a pesar del dolor de que jamás volvió a ver a su família… -Y se quedó en silencio, y miró a un costado, casi como fuese a perder el hilo de la historia-

«¿Sabe, joven? Hace unos pocos días, es más, me la encontré a la Yacumina… jaja.. hacía rato no la veía, pero me la encontré de nuevo, sentada en su silla, y la saludé -¡Cómo anda Yacumina! y la tana, que siempre fue dura para aprender el castellano, me dijo: » eh, ma´acá andamo…» Pero le digo, está re bien, ¿eh?»

 

Si a estas alturas yo aún tenía mi pregunta desde el inicio del relato, con esa confesión directamente no me atreví a decirle, a agregar, que Giacomina había fallecido hacía ya muchos años. El atardecer vino como vienen las sutiles cosas, casi como una caricia, donde el jolgorio del día se adormece y todo, el silencio del ambiente, la paz que adquieren las cosas, nos llama a la reflexión y a la mirada interior. Me despedí de Doña Negrita (a quien confieso jamás volví a ver, hasta la noticia de su retorno hacia el mundo espiritual), y desandé el camino hasta mi casa, tomando su relato como un testimonio, y aún en los labios con la pregunta, o el dato curioso, que quise hacerle en todo momento: jamás le había comentado yo a mi amigo de mi bisabuela Giacomina, ni mucho menos de nuestro parentesco…

 

Esa tarde entré en casa con una anécdota a flor de labios, y una sensación, que no podría clasificar, en el alma.  De algún modo, el relato me había mostrado que aquello iniciado tan lejos, que se había gestado envuelto en manto de desarraigo y nostalgias, aquella renuncia que signaba toda una vida… que todo eso hubiese convergido hasta mí, me sobrecogió profundamente. No sabemos -pensé- qué momento de nuestras vidas, qué humilde instante, qué pequeño acto, es el punto de partida de algo sagrado.

La tarde en que rememoro y escribo éstas cosas, quizás no importa dónde estoy; quizás -pienso, siento- una extraña herencia palpite en mí, quizás las palabras me hayan llevado a recorrer el paisaje de Borrello… Quizás solo Dios sabe, estando yo lejos de muchas cosas también, qué cosas contemplo desde mi silla; quizás sólo Dios sabe si las distancias están dadas por kilómetros, o no, y realmente para el espíritu que ama, no hay más distancias que su capacidad de sentir al unísono…

Sí puedo decir, casi sin miedo a equivocarme, que en algún momento, preso de quién sabe qué añoranza, he creído percibir en el ambiente, cual una voz desde atrás de mi hombro, como un rumor de brisa, como una emoción fugaz… como un perfume a aromáticas, que acaso me anunciara su tierna visita.

Alberto Di Francisco

FIN

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