La sonrisa triste

 

Por Luis Borrás

amisa narrativa contem.

 

José María Conget. “La mujer que vigila los Vermeer”.

147 páginas. Editorial Pre-textos. Valencia, 2013.

Veo lógico y normal que un escritor recurra a sus experiencias y recuerdos para encontrar los argumentos con los que nutrir su narrativa. Al fin y al cabo cada uno somos lo que hemos vivido y cuanto más lo hayamos hecho menos tendremos que recurrir al alcohol, las drogas o a la bipolaridad para encontrar un argumento original con el que llenar folios en blanco. Con esto me refiero a que los temas de los cuentos de Conget son siempre los mismos: el cine, los tebeos, la literatura, el paso del tempo, el amor, la enseñanza y las ciudades en las que ha vivido. Conget ha pasado un tercio de su vida en Zaragoza y el resto –desde Cádiz hasta llegar a Sevilla- en el extranjero: Escocia, Perú, Inglaterra, Estados Unidos y Francia. Por eso los escenarios de sus cuentos transcurren siempre desde la infancia en Aragón al “exotismo” de streets, squares y chansonner et poésie. Y si además a ese peregrinaje le sumamos cierta edad nos encontraremos con que su mirada suele ser retrospectiva y evocadora; el lógico mirar atrás del que ya ha cumplido los sesenta y contempla la desaparición de su mundo.

Porque lo mejor de Conget es que repitiendo los mismos temas de siempre no llega a aburrir o cansar. Tan sólo a mí me resultan cargantes sus referencias generacionales, aunque no le culpo por eso, cada uno es, inevitablemente, hijo de su época. Cuando el dictador murió yo tenía siete años y cuando desperté al mundo lo único que me interesaba entonces eran las chicas y la cerveza. Entiendo que sus lectores más fieles sean sus compañeros de generación, esos a los que les gusta presumir –sea verdad o no- de haber corrido delante de los grises. En mi época la policía iba de marrón y en la Universidad las únicas reuniones o asambleas que me interesaban eran las fiestas –chicas y cerveza- del Campus. Por decirlo de otra manera, Conget es de Georges Brassens y yo de Nacha Pop. A mí esas historias de luchadores antifranquistas de los setenta me suenan viejas como las pesetas. Aunque con alivio he encontrado en Conget cierto desencanto:“la revolucionaria incombustible que hoy es sociata de toda la vida y ocupa un cargo importante en no sé que institución oficial” que los escépticos -y alérgicos a partidos políticos y sindicatos- como yo agradecemos sinceramente.

Pero no quiero que esto parezca una crítica negativa. Los cuentos de Conget me parecen todos excelentes a excepción de dos: “La venganza del Capitán Trueno” que es ¡otra manida historia de un colegio de curas! y “Conspiración” que no siendo malo me parece que no está al nivel de los demás. No, no quiero que mis diferencias generacionales con Conget hagan entender que su libro me parece una colección de tópicos ideológicos de carrozas; “La mujer que vigila los Vermeer” es sin duda un libro que puedo recomendarle a cualquiera de mi generación que le guste el cine, los tebeos y la literatura. Sí, es verdad que es la memoria de un tiempo que agoniza, que los niños de hoy en día ya no leen tebeos y que los cómics son un entretenimiento para adultos frikis, que el cine parece destinado a verse en el salón de casa por Smart Tv y que el futuro de la literatura es digital, frío y sin cuerpo; un mero archivo de Word; que siendo veinte años más joven que Conget yo soy de los que guarda en una caja sus viejos “Tío Vivo” y siente la lenta agonía del cine y la literatura como el desguace de una reconversión industrial.

Sí, hay en sus cuentos un exotismo cosmopolita; el extranjero pone los escenarios, pero lo suyo no es esa pedantería y soberbia de profesor honoris causa en Oxford o La Sorbonne; los personajes de Conget son catedráticos o escritores que se creen apóstoles y no son más que tipos patéticos o mediocres. Sí, en los cuentos de Conget la experiencia propia es la base, pero a excepción de “Mi vida en los cines”: “toda mi biografía podría girar en torno a los cines”, este no es un libro de memorias. Sí, es su experiencia de un mundo que él conoce bien: la literatura -su trastienda y sus personajes- y esa es la argamasa en tres de sus relatos: una investigadora y su vida estéril; un profesor envenenado de literatura incapaz de pasar de la teoría a la práctica y un novelista que en su momento era moderno y escribía “rayuelescas y masturbatorias patafísicas” y que el paso del tiempo ha dejado en un vulgar gris. En los tres la literatura es el argumento pero “Suaves laderas” es un juego narrativo muy cinematográfico en el que nos muestra a dos personajes y sus historias contrapuestas –y a la vez relacionadas en sus deseos y frustraciones- la eterna y contradicción humana de envidiar y creer perfecta la vida del otro. En “No calls, no letters, no messages” es la sonrisa triste que nos provoca un patético catedrático “enfermo de petrarquismo” que se marcha a Nueva York a impartir un master en el que lo original está en quién y de qué manera cuenta la historia y en cómo acaba. Y el relato homónimo que da título al libro es una historia de amor y celos en la que lo destacable está en el tono y estilo de confidencia alcohólica –otro gin-tonic, por favor- que desata la lengua y mezcla lirismo con tragicomedia. De estos tres cuentos, a parte de una feroz crítica contra la pedantería y la vanidad tan habituales en este parque temático llamado literatura, la (posible) moraleja que podemos extraer de ellos es lo tristes y dignos de lástima que pueden llegar a resultar algunos de sus actores que venden su alma para acabar no siendo más que secundarios, locos entreverados o tramoyistas. La literatura puede ser algo muy importante en la vida, pero Conget nos enseña que vivir es algo más que sólo literatura.

Y aunque estos tres bastarían para justificar la lectura del libro, Conget nos regala otros registros en cuatro excelentes relatos breves. En “Hoy es lunes” la prosa poética para hablar de la jubilación y sus consecuencias: “A partir de cierto momento toda vida es vida póstuma, una excrecencia innecesaria de tiempo”. En “La carta” las dos versiones de lo que significan el olvido y el perdón. En “¿Lo mío tiene remedio, doctor?” un monólogo sincero y sin freno en el diván de un psiquiatra sobre la mentira y lo que oculta. Y en “Dos habitaciones” una reflexión doble a cerca de la muerte y los espacios vacíos que deja y le sobreviven.

Sí, quizás “hay menos humor que en libros anteriores”, aunque eso no importe. Lo que me gusta de Conget es su sonrisa triste, agridulce; su mirada melancólica, su forma de entender la vida; su fidelidad a los temas de siempre, heridos de muerte y de los que nunca me canso.  

 

 

 

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