La clase

Por Anna Maria Iglesia @AnnaMIglesia

«Saber ser y seguir siendo alumnos no es poca cosa, es como ser ya casi maestros»

Claudio Magris

Sus ojos rasgados me miran con atenta curiosidad; con extremo cuidado copia las anotaciones que había escrito en la pizarra pocos minutos antes. En silencio, con timidez incómoda, permanece a la espera de que yo diga algo tras haber preguntado si había cuestiones poco claras, si había alguna duda por resolver. Al fondo del aula, él, demasiado alto para unos bancos particularmente pequeños, trata de esconderse mientras daba un bocado a un descomunal bocadillo; al mirarle con ojos incriminatorios, «tengo hambre, profe», me dice con la boca llena, mientras vuelve a guardar dentro de su mochila el bocadillo que, como él mismo me explica después, «me prepara mi madre antes de salir de casa» y, abriendo, con cauta y forzada desenvoltura, las puertas de su intimidad, añade: «es que mis padres están separados, él se ha pirado con una más joven».

Escena de la película La Clase
Escena de la película La Clase

 Junto a él, se sienta un chico de tez morena, acababa de desembarcar en esta ciudad, a la que admiraba a la vez que rechazaba; apenas sabía castellano, el poco francés que había aprendido el pasado año le basta para describir con añoranza su pueblo, su gente, su cultura…ha dejado atrás su vida, «ma vide», dice, «mes amis», continua, pero cuando las lágrimas empiezan a brotar en sus ojos, se detiene en seco y se corre hacia sus otros compañeros. El fútbol del recreo los une, la incomprensión lingüística desaparece en el momento en el que el balón empieza a rodar por el cementado patio. Corre junto a sus compañeros, respirando un aire nuevo, aparentemente mejor, pero él sigue sin estar convencido. Su padre había llegado algunos años antes, luego llegó su madre y, ahora, le tocaba a él venir aquí, empujado por una promesa de futuro que se iba deshaciendo día tras día. Tras años de trabajo en la construcción, su padre esta en el paro, su madre trabaja de lunes a lunes como cuidadora de mujeres mayores y de niños, a la vez que, todas las mañanas, cuando todavía la ciudad parece no querer levantarse, limpia las escaleras de algunos edificios. «Somos afortunados, comida por el momento no nos falta», comentó en la última reunión de padres. El orgullo y la dignidad brillaban en el rostro de aquella mujer, mientras de tras de ella una pareja esperaba para confesar que tampoco este mes podrían pagar el comedor; la ayuda por desempleo servía para pagar la hipoteca, «lo más importante es tener un techo, evitar el desahucio». Los ahorros, confesaban, estaban terminando y no había perspectivas para el futuro; mirando al suelo, el padre contaba que habían empezado a acudir a bancos de alimentos, «los libros del chico has sido demasiado caros», comentaban, «hay apenas ayudas», concluía. En sus palabras ya no había la indignación de antes, sino un inconsolable sentimiento de desamparo. Su hijo corre campo a través persiguiendo una pelota que se le escapa; a pocos metros, una compañera de clase le observa con la mirada de los primeros e inocentes enamoramientos. Absorta, no presta atención a las compañeras que la rodeaban; una de ellas llevaba un retrovisor en la mano que le servía para retocar su exagerado maquillaje. «Lo he encontrado en la calle», me dice con la certeza de que toda posible explicación era completamente inverosímil; «lo ha robado de un viejo coche», me confiesa luego en secreto una de sus compañeras, «pero no digas que te lo he dicho, sino luego que acusa de ser una chivata».

Escena de la película Notte prima degli esami
Escena de la película Notte prima degli esami

 

Así, en silencio, pienso que no estaría mal hablar del robo y de la picaresca, al fin y al cabo el Lazarillo es lectura obligatoria.  Será difícil escoger un fragmento que vaya bien a toda la clase, la chica de ojos rasgados de la primera fila está aprendiendo con gran rapidez el castellano, pero todavía tiene grandes dificultades; para el chico recién llegado el castellano es una melodía todavía sin sentido. Ellos son sólo dos, en el aula hay otros cinco alumnos cuya comprensión es más bien precaria; los profesores de refuerzo son demasiado escasos y las clases extras para el aprendizaje de la lengua es un lujo que el sistema -dice- no poder permitirse. Decido coger un breve fragmento, haré fotocopias; habrá que buscar una opción para hacer que el libro llegue a todos los alumnos; no puedo pedir que lo compren, pero tampoco puedo hacer demasiadas fotocopias, cada vez el número es más limitado. Busco alternativas, hablar de la honestidad y la honradez social es imprescindible, aunque no me sorprenderá que algunos de ellos, con mirada escéptica, me pregunten el porque de tanta ética cuando «los que mandan son unos mangantes». No será fácil contestar, ser profesor no es fácil, sobre todo cuando enseñar significa indicar un camino que desde lo alto tratan de desdibujar. «Robar es pecado», dirá seguramente el profesor de religión a un aula donde hay alumnos de distintas confesiones y más de uno se confiesa abiertamente ateo. «Yo no he sido bautizada», comenta una de las mejores alumnas, «pero hago religión que así me será más fácil obtener beca para ir a la universidad», claro, digo sin saber si ésta es la respuesta, «es que religión es fácil, basta con escuchar y no decir barbaridades». La religión vuelve a unas aulas cuyas problemáticas van mucho más allá de la falta de fe. Ya no hay espacio para la filosofía ni las humanidades, ahora la fe y los números parecen ser la respuesta, pero ¿la respuesta a qué?

Los conflictos y las problemáticas que palpitan en aquella aula son la más realista imagen de cuanto sucede en las calles; en esa estrecha aula, donde la calefacción ha dejado de funcionar, el paro, la falta de esperanza, el desahucio, la conflictividad entre culturas, la picaresca de la sobrevivencia conviven con la misma intensidad con la que los políticos tratan de negarla a través de vacuos discursos, incomprensibles numerologías y vayas que impiden toda libre expresión de protesta. Ser profesor no es fácil en estos días; es fácil decidir desde un cómodo y aclimatado despacho; es fácil hablar de mejoras desde una subvencionada cafetería. Es fácil imponer asignaturas, recortar ayudas y hablar de mejoras educativas sin enfrentarse, día tras día, a los rostros de los protagonistas. La ignorancia es la virtud de quienes deciden, «olvidarse de ser uno mismo en el diálogo que se instaura con el otro» es, como dijo Claudio Magris, la virtud de nuestros profesores.

 

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