Los espíritus de Verines

por Iban Zaldua

 

Entre los días dieciocho y veinte de septiembre se celebraron, casi treinta años después de que iniciaran su andadura, los renovados Encuentros de Verines, tradicional foro que reúne a escritores y críticos de cuatro de las lenguas de España, en este caso el castellano, el catalán, el euskera y el gallego –porque, como nos avisó Xuan Bello, hay otras como el asturiano, el aragonés, el árabe, el tamazig…–. En ellos se habló mucho del “espíritu de Verines”, de aquellas primeras reuniones –y de aquellas primeras francachelas– que, bajo el impulso de Víctor García de la Concha, reunieron en pie de igualdad a muchos autores, la mayoría –entonces– jóvenes, y fueron el vivero de algunas de las firmas que han dominado la literatura peninsular en las últimas décadas. Como se recordó, fue en aquella plaza donde Bernardo Atxaga se empezó a hacer notar fuera del País Vasco, aun antes de que ganara el Premio Nacional de Narrativa por Obabakoak.

         Sobre la reunión de este año ya han escrito, en tono ciertamente crítico, Jon Juaristi (ABC, 22-9-2013);  sin pelos en la lengua, pero aún con esperanza, Suso de Toro (eldiario.es, 21-9-2013); más ilusionado, Xuan Bello (El Comercio, 22-9-2013); tergiversando sin ningún escrúpulo Arcadi Espada (en su blog, 8-X-2013), que, por cierto, no estuvo invitado en Verines. Paradójicamente, Juaristi, de Toro y Bello tienen, creo yo, algo de razón. Porque me temo que en la casona de Pendueles nos visitaron no uno, sino varios espíritus de Verines, a la manera de la Sombra o el Fantasma que frecuenta a Hamlet –Enter Ghost…– en la tragedia de Shakespeare.

         Nos visitó, desde luego, el espíritu de la fraternidad literaria, esa fruta extraña que florece a veces en encuentros de este tipo, sobre todo cuando se realizan entre escritores que no son competidores directos entre sí. Yo, que no había estado nunca en Verines, tuve la suerte de conocer a autores de novelas que leí en mi juventud y para mí eran casi míticas, como El Jardín de los Siete Crepúsculos –Miquel de Palol– y El bandido doblemente armado –Soledad Puértolas–; de reencontrarme con cuentistas excelentes como José María Merino, Miguel-Anxo Murado y Karlos Linazasoro; de codearme con escritores de la talla de Luis Mateo Díez, Luisa Castro o Carme Riera; de disfrutar de la sabiduría de Jordi Amat…Sin ánimo de mencionar a todos los presentes. Se compartieron anécdotas más o menos apócrifas, se discutió sobre Philip Roth, Alice Munro, John Fante y la narrativa norteamericana –pero también acerca de los niveles de absurdo a los que está llegando la alta cocina…–, alguien recitó –en perfecto italiano– la Divina Comedia… Entiendo que con este tipo de pasatiempos no llegamos ni de lejos a las fabulosas cotas de orgías y desenfreno de los primigenios encuentros –algunas, sin duda, también apócrifas–, pero a mí las jornadas se me hicieron francamente amenas.

         Nos visitó también, como han señalado los otros artículos, el espíritu del nacionalismo –de los nacionalismos– y de la confrontación: no podía ser de otra manera, estando en el momento en el que estamos. El poeta y director adjunto del Institut Ramon Llull, Álex Susanna, lo dejó claro desde el principio: la reactivación de los encuentros podría entenderse, en parte, como un intento para volver a acercar dos mundos, el de la literatura española y la catalana, que, según él, llevaban unos cuantos años alejándose –como sus respectivas naciones–, después de los fructíferos y primeros años de Verines. Desde luego, el espíritu conciliador de García de la Concha y otros presentes contribuyó en la tarea de tender puentes, y se recordó que el marco cultural español  de estas últimas décadas no había sido precisamente el peor para el desarrollo de las literaturas no castellanas; la comparación con Francia, en este sentido, es más que reveladora. Lo que no obsta para que se pusieran sobre la mesa casos como el del cuentista y dramaturgo Francesc Serés, escritor –en catalán– de la Franja de Aragón, al que le han arrebatado hasta el nombre de la lengua en la que escribe, que ahora se llama LAPAO; un caso de desamparo que me recordó, ciertamente, al de los escritores navarros en euskera con respecto a su administración foral, tantas veces amonestada en ese sentido –sin resultado– por la Comisión Europea de Lenguas Minoritarias. Desamparo siempre relativo, porque también es cierto que estos escritores reciben, indirectamente, algo de protección de las instituciones de Cataluña o la Comunidad Autónoma Vasca, respectivamente; si en algo se ha avanzado en estos últimos años –esta es una de las grandes diferencias con los primeros años de Verines– es en el ámbito de la institucionalización cultural. Por cierto, creo que los escritores de las literaturas “pequeñas” presentes en Verines conjuramos con acierto los malos espíritus de la “periferización” o la “minorización” a los que suelen querer someternos en ocasiones: porque, como afirmó Miguel-Anxo Murado, la literatura es, a fin de cuentas, una sola. Y porque, en lo que respecta a la literatura, periféricos somos ya todos, seguramente, excepto los escritores de best sellers.

         Yo, de todas formas, no sé si el campo literario es el que mejor se presta, estos días, al debate identitario. Antes, cuando la literatura gozaba de más prestigio y, de hecho, era una de las columnas sobre la que se asentaba la construcción nacional –el programa de literatura española que nos impartieron en segundo de BUP era una buena muestra de ello–, es posible que fuera así; hoy día, no lo tengo tan claro. Desde luego, si hubiera que confiar la construcción nacional vasca a la historia de nuestra pobre literatura clásica, la llevábamos clara. Y no creo que un mayor conocimiento de lo que escriben nuestros vecinos tenga por qué contribuir a unirnos más –o, al contrario, a separarnos– políticamente. Dicho de otra manera: aunque el País Vasco llegara a independizarse –que no es mi preocupación central en la coyuntura actual, como tampoco lo es el mantenimiento de la unidad España– y me volvieran a invitar, gustosamente seguiría acudiendo a los encuentros de Verines. Entre otras cosas, porque mi formación letraherida y el mundo en el que he crecido está  relacionado con lo que se coció en Verines y, en general, con el sistema literario ibérico: no solo, desde luego, pero sí en buena parte.

         (No quiero que mi falta de interés por la cuestión de la independencia o la no independencia se confunda con despreocupación o indiferencia: claro que me preocupa. Pero reconozco que lo hace menos que la depresión económica y social en que nos tiene sumidos el turbocapitalismo realmente existente, contra la que, sinceramente, dudo mucho que nos ayude ni permanecer unidos ni continuar el camino por separado; por cierto, el espíritu de la responsabilidad social de la literatura también se nos apareció en algunos momentos, de la mano de Luís García Montero o Xuan Bello…).

         De hecho, otro de los fantasmas que se nos reveló fue –por decirlo de alguna manera– el de las Navidades pasadas. Y no solo en la frecuente evocación a los viejos tiempos de Verines, sino también por la constatación de que para esta edición de refundación se había acudido a los excombatientes y que allí había más bien pocos escritores jóvenes: creo que el ambiente hubiera sido algo diferente si se hubiera invitado a escritores de otra edad como Yolanda Castaño, Ángel Erro o Elvira Navarro, por mencionar a algunos. Una de las pocas conclusiones en las que todo el mundo pareció estar de acuerdo fue la conveniencia de abrir las posteriores ediciones a autores de las generaciones siguientes. Y ahí está el quid de la cuestión: no sé si el mundo de Verines, que yo considero –ya lo he dicho– como propio, puede ser ya el de las generaciones siguientes. Y no sólo porque el desarrollo de nuestros respectivos nacionalismos –incluido el español– haya podido alejarnos en estos últimos años, o porque el tal espíritu de las Navidades pasadas pudiera resultar ser, a fin de cuentas, el de esa Cultura de la Transición (CT) que, a lo que parece, se está desmoronando en estos momentos –cuando le hice mi pequeña crónica de los encuentros a un colega bastante más joven que yo, me contestó: «Eso de Verines es un poco CT, ¿no te parece?»–. Que, probablemente, también.

         No, es posible que ir a Verines no pueda ya significar, para los más jóvenes, lo que ha podido ser para mí o para muchos que me han precedido, porque –como sugirió Jon Juaristi– el mundo literario globalizado ha cambiado de manera radical en estos años: la posición de la literatura dentro de las culturas –y lo digo sin ningún ánimo apocalíptico– se ha reducido considerablemente, y los escritores ya no encuentran sus referentes en sus tradiciones literarias más o menos inmediatas, sino más allá: en la imperial norteamericana, desde luego, pero también en otras, más o menos alejadas geográficamente o en el tiempo, o que ni siquiera tienen que ver con lo que seguimos entendiendo, por convención, como literatura; una entrevista que hicieron hace poco a Jesús Carrasco me pareció muy significativa en ese sentido (El País, 5-8-2013). Sobre todo porque creo que si preguntáramos a muchos escritores jóvenes vascos –o gallegos, o catalanes, o asturianos, o eslovenos, o filipinos…– las respuestas sobre el peso de sus respectivas tradiciones serían bastante similares. Puede que incluso la forma de acceder a la República Mundial de las Letras esté cambiando: que pasar por el mercado editorial español –el de Madrid y Barcelona– no sea ya tan imprescindible como antes para las literaturas “periféricas”. Aunque sobre esto último tengo mis dudas, por lo menos en lo que respecta a la literatura vasca; el caso de la catalana, con –por ejemplo– el éxito internacional de Jaume Cabré, no tan conocido en España, es posible que sea ya el de una literatura que no necesita tanto de la mediación estatal para progresar adecuadamente.

         Pero acabo ya, no vaya empezar a parecerse esto a aquel hito de la primera literatura globalizada que fue La casa de los espíritus, y tampoco es cuestión. Por lo tanto, Exit, Ghost. O, mejor dicho, Exit, Ghosts.

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Iban Zaldua es escritor. Su último libro, el ensayo

literario Ese idioma raro y poderoso, Lengua de Trapo 2012.

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