Sucedió en Berlín

Por Miguel Abollado. Algunas veces me acuerdo de ella.
Sucedió en Berlín, en el verano del año 2010. Las vacaciones estaban resultando un desastre. No quiero aburriros con detalles, pero digamos que no estaba siendo el verano de mi vida. Me quedaban aún otras dos semanas, y las previsiones no eran demasiado buenas. No sabía qué hacer, ni adónde ir, ni con quién. Así que me encerré una mañana en mi cuarto, y dos horas y varios clicks de ratón después, había montado un tinglado bastante interesante. Me largué a hacer el camino de Santiago en bici, y reservé billetes para irme a Berlin a ver a mi amiga Carmen, que acababa de tener su primera hija. No había vuelta atrás. Planifiqué las etapas, reservé los hostales, hablé con mi amiga y compré el billete de avión. También llamé a mi jefe para decirle que me esperara sentado, que me cogía una semana más (este uno de los privilegios que siempre echaré de menos de trabajar en Bankinter). Ya está. Verano resuelto. Salí al día siguiente de Baiona con mi bici, y cinco días después me planté en Finisterre medio muerto, pero feliz por haberlo logrado.
Dos días después estaba en Berlin.
Tiempo veraniego, gente por las calles, terrazas por doquier, bosques, parques, trenes elevados, algunas ruinas, pocas ya, resquicios de antiguos muros, agujeros de balas en las paredes, más bosques. La historia y la tragedia que se pueden palpar en cada esquina. Ninguna ciudad es capaz de aunar tanta grandeza y tanta infamia al mismo tiempo.

La primera vez que fui a Berlín fue en el año 94, con mi hermana Silvia. Me quedé completamente fascinado. El muro acababa de caer, y la ciudad oriental presentaba un aspecto muy distinto al actual. Era como saltar cuarenta años en el tiempo. Esta vez lo que me sorprendió fue precisamente eso, que donde antes había ruinas y silencio, ahora había una ciudad nueva. Como buen turista, lo primero que hice fue darme un paseo por la isla de los museos, y volver a entrar en uno de los museos más fascinantes que recuerdo: el museo de Pérgamo. Tras la visita de rigor, terminé en la enorme sala que contiene el majestuoso altar. A pesar de estar encerrado entre cuatro paredes, el monumento es impresionante, y la parte que se salvó, o más bien que se robó (más o menos la mitad del altar original) está muy bien conservada. Me senté a descansar en las escalinatas del altar, mientras observaba a los turistas, siempre con ese aire tan despistado, y repasaba en mi guía Lonely Planet el siguiente objetivo. Entonces, casi sin darme cuenta, me vi rodeado de uno de esos grupos organizados. Algunos permanecían de pie, mientras otros se sentaban en las escalinatas, muy cerca de donde yo estaba. Siempre que pasa esto, siento la necesidad de pegar mi oreja al guía de turno a ver si cazo alguna información interesante por la cara. Me gusta sentir que estoy infringiendo esa ley no escrita que dice «No escucharás a un guía que no hayas pagado». Sin embargo, amigos, estábamos en Alemania, y yo estaba sentado allí antes que ellos, así que nadie me podría decir nada por escuchar atentamente las explicaciones del guía. De la guía, en este caso. Una chica alta, morena, algo más joven que yo, bastante atractiva, y con pinta de ser española. Cuando se puso a hablar, comprobé que mi infalible olfato había vuelto a acertar. Además tenía acento de Bilbao. Además… tenía una sonrisa arrebatadora. Protegido por el anonimato me dediqué a escuchar sin mucho disimulo las explicaciones de mi amiga sobre el friso del altar de Pérgamo.

 
…Saturno, hijo de Gea, castró a Urano, su padre, con la guadaña que le había proporcionado su madre. De la sangre que manó de la herida, fue fecundando la tierra, y de ella nacieron las erinias, los gigantes, y las ninfas….

 
Joder, ¡está contando la leyenda de las erinias! Saturno, o Chronos en la mitología griega, es el Dios del tiempo. Se casa con su hermana Rea, y al saber que uno de sus hijos está predestinado a sucederle decide devorarlos a todos, hasta que el último de sus hijos, Zeus, salvado in extremis del macabro banquete por su madre, finalmente logra vencerlo. Todo eso lo describe Hesiodo en su poema La Teogonía, y todo eso se lo cuenta Sara a Peter en mi novela «La Danza de los Malditos», cuando están en el museo del Prado, y ella le describe el cuadro «Saturno devorando a un hijo», que fue pintado por Goya con una oscuridad y un expresionismo brutales.

saturnoPrecisamente esos días estaba terminando la última corrección, que sería luego definitiva para que me publicaran la novela. Así que tenía todo muy reciente. Sentado en las escalinatas, estaba asistiendo a la misma escena, contada con la misma intensidad, por una mujer igual de enigmática que Sara. Solo que ésta era real, o al menos eso pensé en un principio. Porque después me lanzó un par de miradas bastante misteriosas. La primera la interpreté como «Ya sé que eres español, y que no estás en el grupo. ¿Te crees que soy tonta?», ante lo que me avergoncé un poco. Había hecho una gracia y yo, sin poder evitarlo, me había reído. Y ella también al darse cuenta. Pero la segunda mirada fue bien distinta. Mientras relataba la leyenda de las erinias, imprimiendo el mismo dramatismo que yo había imaginado en Sara a la hora de escribir la escena de la novela, noté que un par de veces fijaba su mirada en mí, ahora mucho más seria. Mientras la gente asentía, silenciosa, probablemente sin entender nada -quién, en su sano juicio, podría entender una historia como aquella, o como tantas otras que nos relataron los clásicos, apasionantes sin duda, pero que a veces parecen ideadas por mentes seriamente perjudicadas por cantidades importantes de sustancias psicotrópicas-, yo asistía atónito a la escena. Ahora parecía estar diciéndome «Sí, ya lo sé, ya sé que todo esto lo has contado en tu novela». Pero ella no había leído mi novela. Es más, nadie la había leído todavía.
Tras la breve charla, el grupo se movió, y yo me quedé sentado sin saber muy bien qué hacer. Decidí salir del museo, pero cinco minutos después de salir a la calle, pensé que no podía perder la oportunidad de conocer a esa chica. Así que, decidido, me di la vuelta, y volví a entrar. Ya en la sala del altar de pérgamo (es lo primero que te encuentras al entrar al museo) me di de bruces con el grupo. Se dirigían rápidamente a la salida. Para disimular un poco, decidí seguir hasta la siguiente sala, pero antes de cruzar la puerta, me di la vuelta. Ella también se había girado, y me miraba. No recuerdo si sonriendo, o en su pose más misteriosa, pero sé que me miró. No había duda. Me quedé en la otra sala haciendo el idiota durante unos segundos, y volví a su encuentro. Pero ya no estaba. Ni ella, ni el grupo. Salí otra vez del museo, volví a entrar. Nada.

Me alejé de allí pensando en Sara, en Goya, en mi novela, en las erinias, en las ninfas. En ella. Abrí mi guía Lonely Planet, y me dirigí al siguiente objetivo. El estadio olímpico, seguramente. Puede que la puerta de Brandenburgo, o la torre de comunicaciones. No me acuerdo. En realidad ya me daba igual.
Al día siguiente volví y pregunté por ella. Pero nadie sabía nada. No había ninguna guía española trabajando allí. Es posible que hubiera venido con el grupo. No lo sé. Ellos tampoco. A decir verdad se mostraron un poco fríos. Me contestó en inglés, pero luego soltó una parrafada en alemán. Creo que dijo «Qué coño nos importa, tío, lo de tu guía española», o algo así. En realidad no sé alemán, pero su mirada decía eso. Seguro. No sé si supo interpretar la mía. Espero que no.

pergamon-altar
Más o menos un año después, publiqué la novela. Desde entonces son muchos los que me han preguntado si es autobiográfica. En realidad no lo es, y así he respondido siempre a todo el que me pregunta. Nada de lo que escribí me pasó, nada de lo que sienten o dicen sus protagonistas está basado en experiencias personales previas. Pero, dos años después, tengo la extraña sensación de que muchas de las cosas que cuento en esa novela sí que han sucedido. Pero después de escribirla.

Algunas veces me vuelvo a acordar de ella.
Puede que algún día, por arte de magia, mi libro caiga en sus manos, y al leer esa escena, me recuerde, y sonría. Puede que también piense que ella fue mi fuente de inspiración para esa escena en el museo del Prado.
Pero creo que me quedaré con las ganas de saberlo. Como me quedé con las ganas de preguntarle su nombre, de pedirle el teléfono, de añadirla al facebook, de tomarme una weissbier con ella.
Mejor así. Porque si, por alguna casualidad de la vida, descubro que se llama Sara, es posible que mi historia hubiera dado un giro completo, que la novela nunca hubiera visto la luz, y que yo no estuviera aquí en este momento.
Perdí esa oportunidad, si, pero no perdí la oportunidad de decidir estar allí, ese día, en ese mismo instante, y vivir, gracias a esa decisión, aquel momento tan intenso y tan extraño. Si no me hubiera encerrado en mi habitación aquel fatídico día, dos semanas antes, es posible que nada de todo eso hubiera ocurrido. O sí, quién sabe.

 

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