La niña muerta

Helena Cosano
tratando de retratar al espectro tras la flor

Por Helena Cosano. LA NIÑA MUERTA

 

– ¿Hoy me dejas que te habite?
– No, niña, no.
– Pues yo hoy te veo peor que ayer.
– Sí, peor. Será lo que Dios quiera.
– ¿Dios?
– Dios custodia el orden de sus mundos. Los vivos con los vivos. Los muertos con los muertos.
– Llevo mucho tiempo muerta. Te juro que no hay ningún Dios.

El domingo pasado, dos de junio, día del Señor, falleció la tía Milagros, a la edad de ciento un años, en su casa, mientras la muchacha que la cuidaba le preparaba un potaje, las campanadas de la iglesia llamaban a la oración y ella charlaba apaciblemente en francés con un ser invisible. “Nati, no hace falta que prepares cena”, cuenta la muchacha que le dijo pocos minutos antes de expirar, “yo ya me voy.”

La tía Milagros era entonces una viuda sobre la que circulaban los más extraños rumores. Había sido muy piadosa en su juventud. Era la hermana del cura del pueblo, iba todos los días a misa, con ropa austera, con la mirada humilde. Ella también había sentido la llamada de Dios. Pero por su camino se cruzó primero un albañil de ojos verdes y brazos poderosos. Luego conoció a una niña pálida de trenzas rubias. Y nada volvió a ser igual. Pactó.

Yo nunca me había permitido creer en nada sobrenatural. No creía en dioses ni diablos, ni en paraísos ni infiernos, pero sí era consciente del trágico poder del tiempo. Imaginaba la muerte como un sueño sin sueños que sepultaba a los seres vivos por toda la eternidad y la vida me parecía una absurda tragedia que sólo se podía sobrellevar con inmensas dosis de humor. No era infeliz pero, a veces, añoraba ese “algo” trascendente que ilumina la vida de sentido.

Yo tenía dieciocho años cuando fui a verla por primera vez, acompañando a mi mejor amiga. No tenía miedo. Porque era escéptica, acababa de empezar estudios de filosofía pura y amaba la razón por encima de todas las cosas.

Cuando la conocí, la tía Milagros era una mujer vestida de negro por lutos innumerables, cabello blanco, mirada de niña, sonrisa de ángel. Su casa, decían, estaba encantada. Pero a ella no le molestaban los muertos. Ella había pactado.

En esa época, mi amiga consultaba con la anciana cada cuestión de su vida, por nimia que pareciese, y jamás tomaba decisión alguna sin el visto bueno de la tía Milagros. “Es una bruja de verdad”, afirmaba con veneración. “Lo sabe todo, se lo dicen los espíritus”. Pero, aquella vez que fuimos juntas, apenas le prestó atención. Inesperadamente se giró hacia mí, como si sintiese mi escepticismo, me miró con serena dulzura, me cogió la mano y me sonrió.

— ¿Usted lee la mano? —le pregunté.
—No. Yo leo el alma.

No dije nada. Yo no creía en el alma. Me volvió a sonreír, y el brillo de sus ojos me asustó, me dio la impresión de que oía mis pensamientos.

— ¿Y qué es lo que se lee en un alma? ¿Dónde se mira?
Soltó una carcajada. Mis preguntas debían de parecerle profundamente estúpidas.
— ¿Qué quieres saber? ¿Qué te interesa de tu futuro? —me preguntó.
—No me interesa mi futuro. Quiero saber cómo lo hace. Cómo ve el alma.

Mi amiga suspiró. Ella pagaba la consulta para que la tía Milagros le contara lo que le iba a suceder, si aprobaría los exámenes, si conocería pronto el amor y si el chico que estudiaba arquitectura sería su novio. Milagros notó su impaciencia y le pidió que saliese a tomar un café y regresara una hora más tarde. Y nos quedamos las dos solas.

Continuó:
—El alma se ve con el alma. No puedes verla con los ojos del cuerpo, con los de la mente.
— ¿Y en la mía qué ve usted?
— Lo veo todo, querida mía.
— ¿Todo?
— Todo lo que quiera ver.
— Mi amiga dice que usted es infalible. Que es vidente. Médium.
— ¿Y bien?
— No lo creo.
— No es cierto. Si de veras no lo creyeses, no estarías aquí.
— ¿Usted tima a la gente?

Soltó otra carcajada. Sin acritud. Y me hizo esa propuesta que cambió de rumbo mi vida:

— Podría pasarte mi don. Si tú quieres. En algo más de cinco años. Si tú me permites habitarte, te haré ver.
— ¿Cómo?
— Aún es pronto. El día de mi muerte. Será el dos de junio dentro de cinco años. Hasta entonces, sigue como hasta ahora. Termina tu carrera, trabaja, enamórate y haz algún viaje. Y luego, en cinco años, cambiará tu vida. Viviremos juntas. Te guiaré.
—El dos de junio es mi cumpleaños.
—Claro. Por eso lo elijo para renacer en ti. Para que empieces tu nueva vida.
—No tiene mucho sentido. Sólo querría saber cómo lo hace.
— ¿Aceptas el pacto?
—No creo en él.
—Pero… ¿Aceptas?
—Sí.
—Entonces tengo tu palabra. Para siempre.

Volvió mi amiga, antes de tiempo. No sabía estar sola, se exasperaba. Cambió el tono de la conversación. Hablaron de chicos, de exámenes, de lo que debía decir o hacer. Yo callaba. Me sentía aturdida. Intuía que había ocurrido algo “trascendente”, algo que mi razón se negaba a aceptar. Decidí olvidarlo.

Y seguí viviendo como hasta entonces. Estudiando, jugando con ideas y sentimientos, viajando mucho con la mente y en el mundo. Consciente del paso del tiempo, del dolor de la existencia, del sinsentido de la vida. Con cierto cinismo. Con grandes dosis de humor.

La tía Milagros había sido muy piadosa en su juventud. De niña abrazaba a los árboles, hablaba con los pájaros, amaba a todas las criaturas y veía en la belleza del mundo la firma del Creador. El universo era un cosmos ordenado de inconmensurable perfección. La vida tenía sentido. No temía al tiempo ni a la muerte. Dios cuidaba de ella y ella deseaba dedicar su existencia terrena a servirle. Era feliz. Si le hubieran preguntado entonces a Milagros si creía en los espíritus, no lo habría dudado: rotundamente NO. Pues, ¿qué sería un fantasma? Un “algo” perdido entre dos mundos. En otro espacio, en otro tiempo. En la más inconmensurable soledad. Un ser que no está ni vivo, ni muerto. Un monstruo. Dios no permitiría algo así. Dios no abandona a sus hijos. Pero por su camino se cruzó primero un albañil de ojos verdes y brazos poderosos. Luego conoció a una niña pálida de trenzas rubias. Y nada volvió a ser igual. Se alejó de Dios. Pactó.

Se casó con el albañil de ojos verdes. Se fueron a vivir a un pisito luminoso que llenaron de flores. Lo llamaban “la casa de los franceses”, porque allí vivieron “en pecado” dos jóvenes, hasta que su hija de ocho años falleció en extrañas circunstancias y decidieron regresar a París. Milagros dejó los estudios, era feliz con su marido, aunque fuera fregando escaleras. Pero al poco tiempo, la enfermedad la eligió. Tuvo que guardar cama. La fiebre era alta. A veces deliraba. Los días, los meses pasaban.

Cumplió los veinticinco años enferma. Un día vio a una niña pálida, pecosa, de lacias trenzas doradas, a la vera de su cama. Supuso que deliraba y pensaba ignorar la aparición, pero la niña se puso hablar. Con una voz meliflua y alegre, en un idioma extranjero.

— On m’appelle Mimi — dijo.

La tía Milagros no sabía francés. Y sin embargo comprendía…. Sin comprender cómo ni por qué.

— ¿Quieres que te cure? —Le preguntó con una pícara mirada.
— Mimí, ¿acaso tú tienes ese poder?
— Sí, yo puedo eso y mucho más. Porque quiero vivir.
— Yo no te puedo ayudar.
— Sí puedes. Fue muy injusto. Un día te lo contaré. Muy injusto.
— ¿Estás muerta?
— Claro. ¿No lo ves?
— Los muertos van al Cielo. O al Infierno. No se quedan rondando por el mundo de los vivos.
— Quiero volver a tener un cuerpo, aunque solo sea de vez en cuando. ¡Ayúdame!
— No sé cómo.
— Muy fácil. Sólo necesito tu permiso. Yo sólo quiero habitarte.
— ¿Eso lo permite el Señor?
— El Señor no está en casa. De hecho, yo diría que no existe.

Pasaron las semanas, y Milagros no sólo no mejoraba, sino que parecía empeorar. Cada día tenía menos fuerzas, cada día eran más negras sus ojeras, más amarillenta y ajada su piel, más débil su voz, más apagada su mirada.

Su marido empezó alejarse de ella. Las flores del pisito se secaron, y ya no entraba como antes la luz a raudales. Las cortinas siempre estaban corridas, se hicieron constantes el desorden y la suciedad. Ya nadie cocinaba ni hacía la compra, el frigorífico estaba prácticamente vacío y por la casa flotaba un agrio olor a descomposición. Las dudas empezaron a corroer su fe. ¿Y si fuera la enfermedad un castigo de Dios, por no haber acudido a Su llamada? ¿Tan joven, iba a morir? ¿Y si no hubiera dios alguno, nada más que un ciego y cruel azar? Rezaba mucho aún, por hábito, pero sin el amor y la gratitud de antaño. Su marido la estaba abandonando. Ella estaba abandonando a Dios. Pero otros seres, los más abandonados, acudían a ella: los fantasmas. Los veía a su alrededor. Seres perdidos en laberintos de soledad y dolor, cuya existencia ningún Dios hubiera debido tolerar. Monstruos.

Solo la niña muerta la visitaba a diario. Le prometía la salud y una intuición más allá del tiempo y del espacio, a cambio de “habitarla”. Hablaban… El albañil de ojos verdes estaba cada vez menos en casa. Pero a veces escuchaba a su mujer, charlando con un ser invisible. Y pensaba que se había vuelto loca.

La soledad se hizo insoportable. Milagros se consumía de desesperanza. Un buen día, su marido idolatrado, por quien había renunciado a servir a Dios, volvió con otra mujer. Una joven cubana de curvas sensuales y amplia sonrisa. “Te cuidará”, le dijo. Pero no era enfermera. Era una chica descerebrada que ponía la música a todo volumen y gritaba sin miramientos cuando hacían el amor. Milagros ya no soportaba su vida. Decidió pactar.

— Sólo los demonios poseen cuerpos ajenos.
— Qué tontería. Yo soy Mimí.
— ¿Me darás la salud?
— Te la daré. Al instante.
— ¿Y echarás a esa mujer?
— ¿Qué quieres que le haga?
— Quiero que desaparezca. Y que le castigues a él por haberme traicionado.
— ¿Entonces sí puedo habitarte?
— Sí.

A la mañana siguiente, Milagros sintió un torrente de lava por sus venas. Respiraba de otra manera. El aire entraba sin dificultad, y respirar conllevaba un placer que antes nunca había sentido. Abrió los ojos, y vio un mundo nuevo. Un mundo pequeño, transparente, dominable. Sentía dentro de sí una energía límpida y burbujeante, la cándida alegría y la vitalidad de la infancia. ¡Estaba viva! Por primera vez intuyó la voluptuosidad de vivir y la invadió un jubilo salvaje. Buscó con la mirada a la niña, y no la vio. “¡Estoy dentro de ti!”, dijo en su mente la vocecilla meliflua de Mimí, y soltó una carcajada de triunfo. “Vamos a ser muy, muy felices.”

Milagros se levantó, se bañó disfrutando del contacto del agua sobre su piel, de la sensualidad de la espuma perfumada, de la perfección de su cuerpo joven y de nuevo sano. Desayunó saboreando cada bocado como si comiera por primera vez… Se vistió con esmero, se maquilló, y se puso a mirar el mundo por la ventana con curiosidad infantil, canturreando canciones de niños en una lengua que nunca había estudiado. Sí, qué incomparable felicidad el habitar un cuerpo de carne y hueso.

Sonó el timbre. Milagros abrió. Era la cubana. No esperaba que le abriera la puerta la esposa moribunda. Y vio algo, algo atroz, algo que sólo saben los espíritus. Al verla, dio un grito de espanto, se dio media vuelta y salió corriendo despavorida escaleras abajo, con tan mala suerte que resbaló, cayó de espaldas contra los peldaños y se desnucó.

El marido de Milagros fue con su cuerpo a urgencias, lloró desconsolado en el hospital. Pasó la noche solo en la cama vacía de su amante. Milagros le oyó murmurar algo. Alguna pesadilla, alguna premonición de muerte. No amaneció vivo.

A partir del día siguiente, empezaba para Milagros y Mimí una vida nueva. Volvió a entrar la luz y llenaron la casa de flores, Milagros cocinaba, Mimí cantaba, eran dos almas amigas en un cuerpo dócil. Recibía la pensión de viudedad de su difunto marido pero, sobre todo, empezó a trabajar con Mimí: se convirtió en “la bruja del pueblo”.

Todos los que han pasado por su salón de colores alegres, lleno de flores, recuerdan su mirada de niña, su risa de niña, su cuerpo sin edad, sus palabras sabias, sus premoniciones infalibles, sus visiones que ningún espacio ni tiempo lejano pueden limitar. Dicen que la casa está embrujada, habitada por seres que no están ni vivos ni muertos, desamparados de soledad. Pero ella no teme a esos monstruos. Es un de ellos.

Ahora la comprendo. El pasado domingo dos de junio, día del Señor, día también de mi veinticinco cumpleaños, falleció la legendaria tía Milagros. Comienza una nueva vida. Ya nunca más temeré a los fantasmas. Yo también he pactado.

 

One thought on “La niña muerta

  • el 10 octubre, 2016 a las 12:05 am
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    Impresionante, muy buen relato. Te felicito.

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