Diario de una estudiante en París: Brassaï y los paraguas

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

El día se despertó nublado, la lluvia era inminente. La noche anterior, en el telediario de France2 habían avisado: el buen tiempo de la última semana, los cielos despejados y, sobre todo, las inusuales temperaturas para una París del mes de febrero, llegarían a su fin al día siguiente. No eran todavía las ocho de la mañana cuando abrí la ventana de la residencia y la gélida atmósfera, enmarcada entre oscuras nubes y paralizada por la ausencia de viento, invadió mi pequeña habitación sobrecalentada por el incansable radiador. Fue después del desayuno, mientras me debatía sobre la posibilidad de salir e ir, como lo había hecho los días pasados, a la biblioteca de la Sorbonne Nouvelle en Rue Censier, cuando empezaron a caer algunas gotas que, con ritmo in crescendo, pronto se convirtieron en un fina cortina de agua. En mi mesa, frente a la ventana, las Mémoires del Barón Haussmann esperaban una lectura que había postergado, al estar inmersa en el París de fin de siecle gracias al ensayo del profesor Christophe Charle. Lo mejor era quedarme en la residencia y, por fin, adentrarme en las inabarcables páginas de memoria del urbanista que, de la mano de Napoleón III, hizo de la capital francesa la ciudad de las grandes avenidas y bulevares, museificando y aburguesando el centro, convertido en emblema naciona,l y derivando hacia los márgenes periféricos a las clases obreras así como aquellas realidades que, como denunció Auguste Lemasson, en nombre del Partido comunista, a final de la Segunda Guerra, “consideradas indeseables para las otras zonas” de la ciudad.

Brassaï pour l'amour de ParisTranscurrí la mañana frente a la ventana, que observaba con asiduidad, distrayendo la mirada del libro, en busca de un claro que parecía no llegar. La lluvia era incesante, contradiciendo aquella regla no escrita de que en París las lluvias suelen ser breves, “nunca llueve durante todo el día”, me dijeron pocos días después de llegar, ante mi desesperación al ver como mi paraguas se rompía en medio de Rue des écoles por un impiadoso golpe de viento. Era la una cuando salí de la residencia en busca de algo para comer y, a la vez, con la intención de comprobar personalmente la fuerza de la lluvia. Al salir al boulevard Jourdain, apenas vi personas con paraguas, la gente caminaba a lo largo del boulevard indiferente a la llovizna que caía. Sin paraguas, decidí mimetizarme y dirigirme hacia FranPrix sin tan siquiera cubrirme la cabeza con la capucha de mi abrigo. Desde hacía días, junto a mi ordenador, había un recorte de prensa en el que se anunciaba la exposición fotográfica gratuita -¡sí, gratuita!- en Hôtel de Ville: Brassaï. Pour l’amour de Paris. Bajo este título, se reunían una serie de fotografía realizadas por el fotógrafo húngaro, cuyas carrera se desarrollo en París, de quien fue su principal ilustrador. Eran casi las cuatro de la tarde y la lluvia no quería dar tregua; el díptico con la imagen del beso entre dos jóvenes en una brasserie parisina me hizo levantar y, bufanda al cuello, chaqueta forrada de lana y con la cabeza media escondida entre la capucha del abrigo, salí directa hacia la parada Cité Universitaire del RER

Place du Châtelet
Place du Châtelet

A la entrada de la estación, algunos cuantos paraguas se cerraban o se abrían dependiendo del recorrido de sus dueños, sin embargo seguían siendo muy pocos. Los gorros y las capuchas substituían al incómodo y, en otra época, signo de distinción, paraguas. Fuera de la estación, el joven que, desde primera hora mañana, vendía fruta en una caja de cartón reconvertida en mesa, seguía allí de pie, mientras la lluvia caía sobre los racimos de uva que tenía expuestos. El RER me dejó en Châtelet-Les Halles, una ciudad subterránea, en la que confluyen dos estaciones: Les Halles y Châtelet. Diez minutos de camino, cruzando carrefours de pasillos y líneas distintos, bajando por resbaladizas escaleras, subiendo por escaleras mecánicas y dejándome arrastrar por cintas mecánicas de velocidad inusitada, fueron necesarios para llegar a la salida apropiada. Frente al Théatre de la Ville, en la que un gran cartel anunciaba el próximo estreno de Oncle Vania, adaptado por Éric Lacascade, traté orientarme; no estaba lejos, pero ningún cartel anunciaba la cercanía de Brassaï y eran muchas las posibles direcciones a tomar. Me dirigí hacia el Sena, con la esperanza de que el Quai me siriviera de guía, pero el cielo nublado había adelantado la noche y el paisaje, que días atrás había recorrido, parecía otro. Me acerqué a un hombre que salía, maletín en mano, de su oficina y con un inseguro francés le pedí, por favor, si me podía indicar la dirección que debía tomar para llegar a mi destino. Contrariamente al tópico acerca del agreste carácter francés, el señor me acompaño hasta dejarme casi en frente de la exposición, en cuya entrada una larga fila de personas esperaban, bajo la lluvia, poder entrar. Ésta era París, una ciudad que, a pesar del frío y la lluvia, consigue congregar a sus conciudadanos en una exposición en la que se rinde homenaje a su ciudad, a través de fotografías que ilustran los lados más amables de una ciudad efervescente, culturalmente intensa, pero también el lado más oscuro, menos agradable e, incluso, contradictorio del espacio urbano de los burdeles y de la miseria, del duro trabajo de quienes, a primera hora de la mañana, descargan en el mercado de Les Halles los productos alimentarios que, luego, lucirán en los escaparates de las tiendas del centro o que configurarán los menús de los restaurantes más prestigiosos.

Môme Bijou
Môme Bijou

Brassaï retrató, como un flâneur sin anteojeras una ciudad dispar, una ciudad de opuestos; de día y de noche, el fotógrafo recorrió sus calles y sus locales: desde las elegantes fiestas en Maxim’s hasta el prostíbulo chez Suzy, donde aquella misma burguesía que brindaba con caro Champaign en el emblemático restaurante de Rue Royale, sucumbía a la tentación de jóvenes que buscaban una oportunidad en el mundo del espectáculo. Los escenarios del Moulin Rouge o del Folie Berger significaban, para aquellas jóvenes, un triunfo pasajero, tan volátil como una juventud que no podía ser desaprovechada. A la vez, Môme bijou, fotografiada en Bar de la lune, en Montmatre, es reflejo de la juventud perdida, testigo de un Montmatre donde se entremezclan el pasado y el presente, y donde los ateliers de los artistas se yerguen sobre un barrio en el que, al caer la noche, todo está permitido. Las convenciones sociales desaparecen entre los cabarets y los prostíbulos, entre los bailes donde dos hombres se abrazan al compás de la música y la efervescente juventud ve, en la mirada de Môme bijou, su propio futuro. Allí, en esas mismas calles, pintores y poetas deambulan en noctámbulas horas, mientras que por el día regresan al barrio Latino, sede intelectual de artistas y escritores que, a pesar de la fama y el reconocimiento institucional conquistado por algunos, siguen frecuentando el Boulevard Saint Germain, en oposición a la homogeneizante y políticamente correcta cultura burguesa del Arroissandement 2, de la Rue Rivoli, de l‘Opera o de la Comèdie Française en Place Colette. En la braseria Lipp, Brassaï fotografía a Picasso junto a Matisse y, pocos metros más allá, en el Café de Flore, en 1944, retrata a Simone de Beauvoire, que acababa de publicar su ensayo ¿Para qué la acción? y que, apenas un año más tarde, publicaría su novela La sangre de los otros, a través de la cual cuestionaría los límites de la libertad, la violencia que parece impregnar la relación con los otros así como reivindicaría la responsabilidad de cada uno de nosotros y la importancia de nuestra acción. La exposición en el Hôtel la Ville, concluye con las imágenes de la París anónima y cotidiana, de los enamorados que se abrazan en un banco del Jardin Luxembourg, mientras un pequeño juega con su velero en el lago; es la París de los pasajes, de los vendedores de periódico, la París anónima de los graffities que tanto entusiasmo suscitaban en Brassaï, de los niños que, sentados en una acerca, leer las revistas o de las calle donde, por entonces, se agolpaban los paraguas bajo la lluvia.

Les HallesSalgo de la exposición, apenas llueve; es completamente de noche; en la plaza de l’Hôtel la Ville unos potentes focos iluminan la pista de patinaje instalada allí durante el invierno; en Rue Rivoli, las luces del centro comercial BHV alumbran la esquina, mientras los pequeños tenderos de enfrente miran la hora esperando el momento de retirar, al menos por hoy, sus sitios. Recorro el Quai des Gesvres, dejo atrás la oscura silueta de Notre Dame, mientras delante las kitsch luces de la Torre Eiffel obligan a pararse, antes de girar a la derecha y sumergirse, de regreso, en la estación de Châtelet. Son las siete y cuarto cuando vuelvo a estar en Boulevard Jourdan; como de uno los protagonistas de la París cotidiana de Brassaï, el joven que vende fruta sigue allí, inmóvil, con los brazos entrecruzados para defenderse del frío húmedo y penetrante. Vuelve a llover con fuerza; no hay paraguas abiertos, gorros y capuchas bastan para resguardar de la lluvia a los parisinos. Queda ya lejos la París de Brassaï, ya no quedan paraguas y el Folie Berger no es más que un viejo local, testigo de un tiempo pretérito. Han desaparecido los paraguas, como también las terrazas llenas de clientes, lo único que queda, testigo mudo de una ciudad humilde que pelea por sobrevivir, es el joven frutero ambulante que, como aquellos que vendedores del mercado de Les Halles son los verdaderos protagonistas de una ciudad en la que la eternidad no sólo se escribe bajo el aura del mito.    

Diario de una estudiante en Paris: la ciudad que madruga

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