El peor de los hombres posibles: “UBÚ REY”, de Alfred Jarry

Ubú, según dibujo original su creador, Alfred Jarry.
Ubú, según dibujo original de su creador, Alfred Jarry.

Por Ignacio González Orozco

París, 1896. A la burguesía capitalina le estaba costando digerir la desfiguración que los movimientos protovanguardistas habían aplicado sobre el canon académico de las artes plásticas, tanto como los atrevimientos de la literatura naturalista y folletinesca, conque no se hallaba aún preparada para escuchar fuera de los urinarios o tabernas, en el solemne recogimiento de un teatro, la imprecación que abre Ubu roi (Ubú rey): “¡Merdre!” (literalmente, “¡Mierdra!”). Habrá adivinado el lector sin excesivo trajín de su sagacidad que se trata de la denominación vulgar del humano detrito, si bien mal pronunciado porque así de torpe es el atrabiliario protagonista de la obra; pero el palabro, aunque deformado en los labios, palabro se queda y así de grosero consta, servido como aperitivo de una farsa rebosante de exabruptos. 

Tamaña osadía provino de Alfred Jarry (1873-1907), quien escribió la pieza con apenas quince años, en 1888, bajo el título original de Les polonaises (Las polonesas), y parece que no se debió el atrevimiento al furor inconsciente de la adolescencia, sino a una voluntad transgresora, temprano fruto de madurez.

Nacido en la pequeña ciudad de Laval, muy joven se asentó Jarry en París, donde andando el tiempo se le conocería como “el Indiano”, a tenor de sus ojos oscuros y largo cabello, lacio y bruno. Al parecer resultaba tan simpático su exótico aspecto como lo extrovertido de su carácter; una facundia, la suya, ornada con destellos de rápido ingenio pronto apreciados por Léon-Paul Fargue, patriarca del movimiento poético simbolista. Andando el tiempo, fuertemente estimulado por el alcohol y otras drogas, Jarry quiso dotar a su peculiar estilo literario del boato de todo un movimiento estético, la patafísica, definida como “ciencia de las soluciones imaginarias” que no se ocupa de fijar reglas, sino excepciones; una suerte de disciplina del absurdo que impregnó también su vida personal, con esos gustos tan caprichosos –digámoslo así– como la ingesta de tinta china o los paseos en bicicleta por París pistola al cinto (descargada, eso sí). Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico (1911) representa la cima de sus escritos patafísicos, pero también son meritorias las narraciones El amor absoluto (1899), Mesalina (1901) y El supermacho (1902).

Ubú rey, embrión de todo el imaginario patafísico, plantea una parodia atemporal y desinhibida de la tragedia de Macbeth. Una vez sacudidos por la estruendosa “¡Mierdra!”, conoceremos al oficial de dragones Ubú, por cierto de origen español, rey de Aragón depuesto al servicio del monarca polaco Wenceslao. La esposa, mère Ubu, inocula en su ánimo la sed de poder que lo abocará al crimen: tras asesinar al monarca, Ubú es proclamado rey y se entrega a una orgía de derroches, arbitrariedades y fechorías (“Con este sistema, haré rápidamente fortuna, y entonces mataré a todo el mundo y me iré”), además de legislar absurdamente, con el solo fin de sustraerse a la revuelta. Depuesto finalmente por la invasión rusa, huye sin decoro como el malhechor que a fin de cuentas es, detalle que permitió a Jarry recuperar su personaje en las posteriores Almanach du Père Ubu (1899), Ubu enchaîné (1900) y Ubu sur la butte (1901). Todo ello expuesto a lo largo de cinco actos sin ninguna gravedad, con un tono fieramente sarcástico, zafio en las formas pero de trasfondo crítico.

El paralelismo argumental con la tragedia de Shakespeare también se aprecia en cierta similitud anímica entre los personajes. Tanto Macbeth como Ubú son individuos medrosos, aunque difieran los orígenes de sus zozobras. La creación de Jarry carece del argumento caballeresco que el dramaturgo inglés quiso conceder a su criatura: Macbeth, guerrero al fin y al cabo, recela del escaso temple de quien le precede en honores (el rey) y con su traición plantea el tema de las aspiraciones frustradas por una tesitura injusta, donde la vulgaridad se impone al mérito; sus quebrantos psicológicos procederán de la mala conciencia –la rémora mental del vasallaje– y el temor al castigo divino de su hibris. Por el contrario, la traición de Ubú solo obedece a la codicia; implantada, sí, pero igualmente ruin. Solo el miedo y la comodidad actúan como frenos de su perfidia, hasta encontrar la ocasión propicia. Además, la absoluta carencia de principios caballerescos también se manifiesta en los modales zafios y la irritabilidad de un carácter presto a la violencia cuando sus deseos se enfrentan incluso a las mínimas contrariedades. 

En tanto que ególatra, grosero, irascible y felón, aparte de cobarde, Ubú es el arquetipo del peor de los sujetos posibles. Su cruel destemplanza, impelida por una avidez insaciable, proyecta en el ámbito de lo hiperbólico el egoísmo latente en todo sujeto; la misma avaricia que a menudo impone como deber, o justifica cual merecimiento, el dolor provocado al extraño (o al prójimo), y que ahoga cualquier escrúpulo apelando a las propias necesidades o urgencias. Guste o no, la tentación nos ronda a todos.

En Ubú rey solo se le conoce al tirano un gesto inusitado de valor (o así parece), con ocasión de la batalla contra los rusos, cuando Ubú destroza a un soldado enemigo; pero su arrojo no es realmente tal, sino mera reacción de furia animal al sentirse herido (decía Montaigne que el miedo ha logrado mayores proezas que la valentía…). Por cierto que en la misma batalla, el general Lascy y Ubú vienen a adoptar papeles similares a los de don Quijote y Sancho: si el primero encarna la osadía y el idealismo, del segundo son la cautela y el interés material, pero también muestran, respectivamente, la ensoñación heroica y el reconocimiento desazonador de la adversidad, lo cual aporta el único detalle de sensatez percibido en Ubú a lo largo de la obra.

Por debajo de Ubú, tampoco sale nadie bien parado. No hay en Jarry ni pizca de conmiseración hacia el pueblo oprimido por el déspota. Incluso llamar “pueblo” a sus súbditos se antoja excesivo, al menos en su acepción de ciudadanía; más se parecen al populacho, las turbas o cualquiera de las formas peyorativas de entender su entidad. Como anillo al dedo se le ajustan los apelativos que le dedicó Benito Pérez Galdós en El equipaje del rey José: “bajo, soez, envidioso, cruel y sobre todo cobarde”. Con la salvedad de que el escritor canario apreciaba en la masa una dualidad contrastada, al reconocerle igualmente que “Tiene horas de heroísmo, de virtud extraordinaria y súbita inspiración que de lo alto recibe” (¿a qué alturas se referiría don Benito?), aun siendo esas horas “muy raras en la historia”. Sin embargo, los súbditos de Ubú solo muestran el lado más turbio de su ser colectivo; son esencialmente cobardes, y por ello se comportan de modo sumiso y obsecuente. Sobre esa miseria, más de las almas que de los cuerpos, se asientan los puntales del gobierno de Ubú. La moraleja había quedado escrita más de trescientos años antes por otro francés memorable, Étienne de La Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria: “Son pues los pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen maltratar, ya que para librarse de ello bastaría con que dejasen de servir. Es el pueblo quien se esclaviza y se degüella a sí mismo; quien, pudiendo escoger entre estar sometido o ser libre, rechaza la libertad y admite el yugo; (…) Tomad la resolución de no servir y seréis libres.” 

¿Será cierto que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen? Lástima que no podamos preguntárselo a Jarry.

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