La Cueva del Erizo, Tolstói, el sexo, y yo

Leo, el erizo lector.
Por Helena Cosano.
Leo, el erizo lector.

Este es leo, el simpático erizo con gafas hecho de libros, porque “somos lo que comemos”, y Leo se alimenta de letras. Vio la luz hace pocas semanas, y a pesar de su proverbial timidez, está creciendo día a día, invitando a su cueva a cada vez más lectores. La Cueva del Erizo es una revista literaria diferente, un proyecto único que reúne revista literaria, agenda y servios. Así se presentan:

“La Cueva del Erizo nace con la vocación de ser el puente que pone en contacto a lectores y autores. Por un lado, una detallada agenda literaria ofrece al ciudadano la oportunidad de conocer a los autores en persona en sus eventos. Por otro, producimos elementos de comunicación audiovisual y servicios asequibles para que las editoriales y librerías puedan hacer una buena promoción de los libros. El sueño de Leo el Erizo es compartir con los lectores su pasión por la buena Literatura, la que se escribe con L mayúscula. ¡Bienvenido a la cueva!”
Por aquí se entra: www.lacuevadelerizo.com

Luisa Cabello, fundadora de la Cueva del Erizo, nos presenta a Leo. ¡Bienvenidos a la cueva! www.lacuevadelerizo.com
Luisa Cabello, fundadora de la Cueva del Erizo, nos presenta a Leo.
¡Bienvenidos a la cueva!
www.lacuevadelerizo.com

Dentro de esa cueva llena de novedades, descubrimientos, entrevistas y otros tesoros, me han concedido un rinconcito para hablar de clásicos, para recordarlos, criticarlos, recomendarlos, compararlos… Lo hemos llamado “Valores Seguros”, porque en un mundo de incertidumbres donde todo fluctúa, de la bolsa a la ética, los clásicos han demostrado, superando el filtro del tiempo, que son naves seguras para viajar por los recovecos del alma humana.

He inaugurado esa sección con reflexiones sobre uno de mis ídolos más admirados, Lev Tolstói, desde el punto de vista del sexo, especialmente a la luz de dos obras tardías que recomiendo: “El Diablo” y la “Sonata a Kreutzer”. Aquí las tenéis:

Lev Tolstói
Lev Tolstói

Tolstói y el sexo: El diablo

 

Tolstói es uno de los escritores más ilustres de todos los tiempos. Con Pushkin, es considerado el máximo exponente de la literatura rusa. Novelas como Anna Karénina o Guerra y Paz, además de hacer gala de una estructura técnicamente inmejorable, de un estilo sobrio y transparente, de una filosofía propia y original, y de un ritmo perfecto, han embrujado a varias generaciones de lectores de todo el mundo por su sabiduría y su hondo conocimiento del alma humana.

Sí, Tolstói, con sus barbas blancas de profeta, nos aparece como un sabio que emana empatía, generosidad y un amor al prójimo lleno de compasión ante sus inevitables flaquezas. La mayoría hemos oído comentar su honda religiosidad, que se fue haciendo cada vez más política y radical, con posturas próximas a las del anarquismo, considerando que la propiedad privada es intrínsicamente malvada: otra forma de esclavitud. Sabemos que, por esta misma religiosidad, hacia el final de su vida dejó de escribir, y quiso desprenderse de todos sus bienes. Sabemos, y parece una consecuencia lógica, que ansiaba una existencia simple, en la naturaleza, sin lujos, pura y casta.

Lo que menos lectores saben es el papel destructor que el sexo desempeñó en la vida del autor. El sexo se refleja, sobre todo, en sus obras tardías y en los diarios: en el suyo y el de su esposa Sofía Behrs, y aparece como una fuerza bestial, compulsiva, malvada, peligrosa, sucia, corrosiva, diabólica. En varias obras, como en las novelas cortas Sonata a Kreutzer (de 1889, título original: “Крейцерова соната”, cuya transcripción oficial es “Kréitzerova Sonata”) y El Diablo, el protagonista solo puede liberarse a través de un asesinato.

Como tantos jóvenes de la época, Tolstói descubrió el sexo a través de las prostitutas. Era al parecer lo habitual, lo que se consideraba “normal” y “sano”, en un siglo en que las “niñas bien” procuraban llegar vírgenes al matrimonio y el sexo femenino parecía dividido en dos categorías estancas: las vírgenes veneradas para casarse y criar hijos para Dios, y, por otra parte, las putas despreciadas para desahogarse, mediante pago monetario redentor, de los instintos más bajos. Pero, contrariamente a otros jóvenes, para Tolstói esta práctica era atrozmente problemática. Sus diarios le muestran lleno de asco, remordimiento, ira, desprecio, hacia las mujeres y hacia sí mismo. El instinto sexual lo poseía como una fuerza maligna y oscura que siempre vencía, a pesar de su razón y de su alma siempre en busca de pureza. Contrajo varias veces enfermedades venéreas. Siempre se juraba que sería la última vez. Y, siempre, volvía a caer.

Se casó con una chica inocente de dieciocho años (dieciséis años más joven que él), Sofía Behrs, a quien ya conmocionó para siempre dándole a leer sus diarios antes de la boda (en Anna Karénina, eso mismo hace Lyovin, alter ego del autor, con su prometida la princesa Kitty). Fue el suyo, tal vez, uno de los matrimonios mejor documentados de la historia de la literatura, y uno de los más desgraciados. Obligó a Sofía a tener trece hijos (sólo ocho sobrevivieron), a amamantarlos aún cuando su salud apenas se lo permitía, convirtió su vida un infierno difícilmente imaginable. Y ella cuenta el martirio, entre otras cosas, de tener que satisfacerle sexualmente. Su voracidad se nos muestra enfermiza, e indiscriminada. Además de su mujer, muchas campesinas siervas suyas tuvieron que saciarle, sin que en ningún momento reconociera a los hijos que con ellas engendró, costeara su manutención ni les proporcionara esos estudios que consideraba tan beneficiosos para el pueblo.

Retrato de boda de Sofia Behrs, 1862
Retrato de boda de Sofia Behrs, 1862

En Anna Karénina y Guerra y Paz, la fuerza oscura de la pulsión sexual es ya patente. Anna acabará arrojándose a las vías del tren, como si de un justo castigo se tratara por su inmoral lujuria. En Guerra y Paz, Natasha destruye su noviazgo de ensueño con el príncipe Andrés por intentar fugarse con el pervertido Anatoly Kuraguin, cuya hermana Elena también utiliza su atractivo sexual para manipular sin escrúpulos, hasta que una misteriosa enfermedad de transmisión sexual la lleva a la muerte, ya bajo la invasión napoleónica. En muchos de los cuentos, el tema es tratado de forma más o menos directa. Pero en su obra tardía es donde aparece en toda su magnitud.

Acabo de releer El Diablo, obra póstuma de 1911. La había descubierto por primera vez a los veinte años, cuando era estudiante de Eslavística en la Universidad de Viena. Recuerdo que ya en esa época me había dejado un tanto perpleja. Pero sin escandalizarme como ahora. Se trata de una “nouvelle”, relato largo o novela corta, con un ritmo maravilloso, que puede leerse del tirón y que recomiendo, porque siempre es un placer leer a Tostoi, con su prosa cristalina y sus personajes dotados de alma aunque sólo los caracterice con un par de líneas. Pero el contenido, el mensaje implícito (o, más bien, explícito) es profundamente inquietante.

Empieza con las citas del Evangelio según San Mateo sobre el adulterio: 28 Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya pecó con ella en su corazón. 29 Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y arrójalo lejos de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. 30 Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y arrójala lejos de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y, realmente, estas citas sintetizan el mensaje.

Esta sería la sinopsis del libro: Eugenio, un joven soltero a quien espera una brillante carrera, hereda a la muerte de su padre, y se traslada con su madre viuda al campo a gestionar sus bienes. En la ciudad mantenía relaciones con mujeres y, soltero en el campo, empieza a no poder soportar su abstinencia sexual involuntaria, por lo que, a través de un mediador y siempre pagando, consigue mantener relaciones con una campesina: “por higiene”, pues en ningún momento acepta un vínculo afectivo más allá del intercambio de dinero por sexo. Se casa, y, como es un hombre recto que considera sagrado el matrimonio, deja de ver a la campesina, a pesar de que ésta ha tenido un hijo, muy posiblemente suyo. Todo parece ir bien, sus asuntos económicos mejoran, pero su esposa pierde un hijo, y vuelve a encontrarse la campesina. Finalmente, su obsesión sexual y sus remordimientos llegan a tal intensidad, que se suicida.

En otro final que también propone el autor, recordando la lógica de la Sonata a Kreutzer, en lugar de suicidarse, mata a la campesina. Y lo más desolador desde la perspectiva, no solo de toda mujer, sino de la justicia humana: ¡la culpa de la tragedia parece tenerla ella, por ser tan atractiva!

Lo más interesante para mi ha sido comprobar la profunda misoginia que expresa el autor inconscientemente. La mujer era un instrumento para tener hijos y debía encontrarse constantemente embarazada, para que así sus encantos malignos fueran menos nocivos. Aparece como un verdadero “demonio”, capaz de enajenar la mente de inocentes hombres de bien… como el mismo Tolstói. Y, ante eso, la única salvación parece ser suicidarse, o matar al demonio.

Resumiendo:
Sí: Tolstói fue un genio de las letras, y no me cansaré de leerlo y releerlo ni de recomendar su lectura. Pero hay que intentar dar “al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”: fue también un marido cruel y un padre indiferente con sus hijos ilegítimos, de un egocentrismo brutal. Su visión de la mujer como “Eva tentadora”, instrumento del demonio para la corrupción de santos e inocentes varones, es digna del más machista de los ayatollahs. Y su deseo exacerbado y constante, vergonzoso y sucio, tan intenso que nublaba su mente y aniquilaba su razón, era lo que hoy en día diagnosticarían como una obsesión sexual.

El matrimonio Tolstói, en Iasnaia Poliana
El matrimonio Tolstói, en Iasnaia Poliana

La Sonata a Kreutzer y su oscura verdad

 

He juzgado con mucha severidad a Tolstói.
Sí, escribí en mi último artículo, fue un genio de las letras, uno de los más grandes escritores de todos los tiempos. Pero como esposo, como padre, como hombre, como ser humano globalmente, dejó mucho que desear. Sobre todo, su relación mórbida con el sexo, compulsiva, obsesiva, capaz de anular su fuerza de voluntad y de nublar su lucidez, distorsionando su visión del mundo, es, desgraciadamente, una enfermedad.

La Sonata a Krutzer de Tolstói, en una de las ediciones más populares entre los estudiantes rusos.
La Sonata a Krutzer de Tolstói, en una de las ediciones más populares entre los estudiantes rusos.

La Sonata a Kreutzer (en ruso Крейцерова соната, transcrito como “Kréitzerova Sonata”) es una obra tardía de Tolstói, una de las que más crudamente ilustran su opinión sobre el sexo. Es una “nouvelle”, que toma su título de la pieza para violín y piano que Beethoven dedicó a Rodolphe Kreutzer. Vio la luz en 1889 pero al poco tiempo fue censurada en Rusia, luego también en Estados Unidos, donde el propio Theodore Roosevelt afirmó que el autor era “un pervertido sexual y un desvirtuador de la moral”. Como suele ocurrir, la censura disparó el interés que suscitó la obra.

Los románticos se empeñaron por primera vez en sublimar las grandes pasiones y el amor carnal. Antes, tanto las religiones como la tradición clásica solían afirmar lo contrario: que rebajan y envilecen, pues hunden a un ser racional en las miserias de su condición animal. Para un profundo creyente como Tolstói representan, además, un pecado de impureza. Y el que no solo se tolere, sino que se considere “sano” y “normal”, le parece paradigmático de una sociedad moralmente corrupta.

Esta es la trama: durante un largo viaje en tren, el narrador se encuentra en el mismo compartimento con otros tres pasajeros. Entre ellos, una señora que fuma, no particularmente atractiva, discute con su amigo abogado de las relaciones entre hombres y mujeres, del número de divorcios en aumento, del amor… Se une a la conversación un pasajero taciturno de pelo canoso, Pozdnychev, y afirma que eso que llaman “amor” no es más que una atracción sexual pasajera. Pozdnychev acaba confesando al narrador que ha matado a su mujer, por celos, y le cuenta su vida.

La obra defiende vehementemente el ideal de castidad y analiza la locura de los celos. El personaje Pozdnychev, y Tolstói a través de él, denuncia la profunda hipocresía de una sociedad en que la doble moral es la norma abiertamente aceptada, en que los jóvenes varones utilizan a las mujeres como objetos, primero prostitutas (despreciadas porque “a corto plazo”), luego a la esposa legítima (considerada una prostituta a largo plazo, que por ello es respetada). El matrimonio es una farsa o un infierno, el mal llamado “amor” no es más que el disfraz pasajero de la atracción sexual, una ilusión, una funesta trampa del Mal, que a menudo degenera en odio y en que los celos son tan intensos que pueden conducir al asesinato.

La Sonata a Kreutzer, de Tolstói.
La Sonata a Kreutzer, de Tolstói.

Así se expresa el propio autor:
Debemos abandonar el pensamiento de que el amor carnal es algo sublime y entender que el objetivo digno de un hombre -servir a la humanidad, a su país, a la ciencia o al arte (sin hablar ya del servicio a Dios), cualquiera que sea con tal de que lo consideremos digno de un hombre- no se alcanza mediante la unión con el objeto de amor dentro del matrimonio o fuera de él, sino que, al contrario, el enamoramiento y la unión con el objeto de amor (por más que se intente probar lo contrario en poesía y prosa) jamás facilita el camino hacia el objetivo digno de un hombre y siempre lo dificulta.

Es fácil estar en desacuerdo con Tolstói. Pero nuestra sociedad actual es una consecuencia lógica de la que él critica. Hoy en día, el sexo ya no es románticamente sublime, ya no inspira “pasiones elevadas”. Se ha convertido en un producto de consumo, anodino, instrumental y con fecha de caducidad. Le hemos quitado su carga. Tanto aquella religiosa de pecado que tanto atormentaba a Tolstói como aquel velo romántico que hacía parecer excelso un simple instinto básico. Lo hemos desvinculado del amor y lo hemos liberado del pecado. Lo hemos situado en la categoría amoral de los pasatiempos. Lo hemos deshumanizado.

Ya nadie en nuestro entorno occidental escribiría una Sonata a Kreutzer. Como mucho, se publican libros sobre “la violencia de género” u obras, como Las partículas elementales de Houellebecq, llenas de nostalgia ante un mundo donde el sexo, constantemente ensalzado, casi impuesto, se ha vuelto omnipresente, pero donde las personas, ahora tanto las mujeres como los hombres, nunca han estado más solas ni se han sentido menos amadas. Donde un ser capaz de sentir y de pensar se ve reducido a un cuerpo sin alma, un producto de consumo para usar y tirar, un objeto para satisfacer una voracidad pasajera dentro de un mercado de la carne efímero, sin piedad ni remordimiento.

He juzgado con mucha severidad a Tolstói. Pero su análisis de la hipocresía de la sociedad de su época es absolutamente acertado, y su sed de pureza, su búsqueda de un mundo mejor, su lucha por un ideal, son sinceras.

Nuestra sociedad tal vez sea algo menos hipócrita. Hemos dejado atrás los dilemas de Tolstói. Pero hemos llegado a una trivialidad que también deberá ser superada. Crece el hastío, se anuncia un nuevo paradigma. Y nuevas voces, tan sinceras y a veces atormentadas como en su día lo fue la de Tolstói, ya nos indican el nacimiento de un nuevo ideal.

Cuadro de Repin.  Tolstói en el campo de labranza. Se encuentra en la galería Tretiakovskaia de Moscú.
Cuadro de Repin. Tolstói en el campo de labranza. Se encuentra en la galería Tretiakovskaia de Moscú.

Helena Cosano
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