Juan Francisco Ferré: «El fin del mundo será como un programa de televisión eterno.»

 

 

 

Por Ana March. “Las pasarelas de la fama literaria están colmadas de ilustres mediocridades que cumplen a la perfección con su papel de comparsas de la gran farsa orquestada por los grandes negocios y los grandes poderes. Negarse a servir a estos no depende en la actualidad más que del modo en que escribas o los fines que te plantees con tu escritura. En general, poniéndome pesimista, te diré que la literatura ya ha sido condenada a la irrelevancia, que es el destino de toda mercancía. «

 

 

 

 

 

 

La de Juan Francisco Ferré es una de las voces más lúcidas y despiadadas de la literatura española actual. Sarcástico, impertinente, brillante, arremete sin ambages contra el servilismo imperante y la mediocridad, usando con destreza la espada del verbo en la rebelión vehemente que es su prosa. Sus libros, en contra de la consideración pasiva del mundo, desgarran la realidad, saltan la valla de los convencionalismos y se fugan hacia un espacio libre de determinismos.

Hablamos con él sobre su última novela ‘Karnaval’ (Anagrama, 2012), sobre simulacros e imposturas, el concepto de realidad y el realismo en la literatura, la manipulación interesada de la cultura y la concatenación de despropósitos mediáticos a los que asistimos…, y lo observamos quitar de raíz, mediante el lúcido ejercicio de la crítica, el tiránico formalismo de la ambivalente tendencia moral imperante en nuestra sociedad capitalista:

 

Ana March: En tu ensayo ‘Mímesis y Simulacro’ haces una revisión cronológica de la realidad en el discurso narrativo: exploras las pautas mediante las cuales el medio lingüístico ha ido conquistando y representando la realidad, en definitiva, abarcas el realismo en la literatura haciendo especial hincapié en la impostura y la simulación como medios inevitables a través de los cuales  creamos los criterios de reconocimiento de toda esa ingente e informe cantidad de hechos plurales a los que denominamos realidad. Subrayas, asumiendo lo expuesto por Erich Auerbach, la mímesis del realismo, necesaria para crear una representación verbal fiel al decurso sensorial de lo real, pero agregas el simulacro como concepto indisoluble a la hora de abarcar hoy esas pautas de recreación. “El simulacro, escribes, se ha convertido en una categoría más de la realidad, y ésta, a su vez, en una ficción ubicua y monstruosa compuesta, en primacía, de simulaciones tecnológicas y entornos de realidad alternativa.” Hoy  un realismo “de alta definición” sería para ti aquel que tome plena conciencia de lo artificial en todos los ámbitos de la realidad. Partiendo de esta premisa, ¿crees que nuestra época está condenada a la insinceridad, a un sucedáneo de fe como único recurso de significación? ¿Es para ti la razón solo una “colección de embustes”?

Juan Francisco Ferré: Fue Tolstoi hace más de un siglo quien definió así la razón. Y yo he usado esa idea extraída de Ana Karenina en mi novela Karnaval a fin de conferirle un sesgo paródico e irónico. Por otra parte, no creo que la impostura o la inautenticidad sean más propias de nuestro tiempo que de otros anteriores. Más bien veo que nuestra época ha desnudado los últimos velos que nos impedían comprender hasta qué punto los fundamentos de la cultura y del orden social carecen de bases sólidas o de valores permanentes. Todo está edificado sobre el vacío, por así decir, y eso nos hace libres de construir la realidad según nuestro deseo. La libertad está inscrita en el origen de todo, aunque al mismo tiempo, por razones muy perversas, la realidad acaba imponiendo, como principio, su versión más miserable y sórdida. El reino de la posibilidad es mediatizado por diversos poderes interesados en reducirnos a la servidumbre y una interpretación mezquina de la vida que algunos llaman principio de realidad y yo llamo, sencillamente, mediocridad.

 

A. M: Dice Michael Onfray: “Conformarse con la duda es detenerse a mitad de camino.” Sin embargo, el mundo parece haberse convertido en un desguace. Ante la inutilidad de movernos por certezas en un mundo probabilístico, la negación se ha vuelto nuestra única arma. En la literatura, ¿es el desapego del escepticismo, la no adhesión, el único recurso válido del discurso narrativo para trascender los antiguos presupuestos de la novela? ¿Qué es para ti ser hoy un escritor realista?

J.F.F.:Ser un escritor realista es empezar por cuestionar las representaciones realistas sostenidas por otros que se afirman tales. La versión oficial de la realidad que más conviene para perpetuar un orden de cosas a todas luces inicuo y opresivo. No es a través de la evasión a mundos imaginarios o mágicos como se combate la realidad sino afrontando el catálogo de tópicos y estereotipos, fabricado o no por los medios, con que la realidad se nos presenta a diario como algo inevitable y necesario. No se ha entendido el poder de la ficción para desmantelar esta versión de la realidad. Como especie, necesitamos la ficción por dos razones: una, porque no tenemos un acceso real al saber, al conocimiento, aquí la filosofía ha mentido siempre, y dos, porque la ficción es el único instrumento que nos permite hacernos una idea gráfica de lo que es el mundo neutralizando la influencia de otros modelos de ficción (mitológicos, religiosos, morales, políticos, etc.) que dominan nuestra visión del mismo. Como he dicho en más de una ocasión, la literatura no puede limitarse a ser solo literatura. Si la literatura no va más allá de sí misma, si no excede sus medios y sus fines, no merece el tiempo que le dedicamos. La literatura participa, en cierto modo, de una búsqueda espiritual y aspira a una forma genuina de conocimiento que no deben nada ni a la filosofía ni a las religiones oficiales ni a las creencias folclóricas, pero no por eso es menos efectiva para el individuo que entra en el juego. Al contrario, el trato profundo con la literatura lo separa del rebaño, de lo gregario y masificado, y le enseña a decir “yo” sin complejos. La mayor servidumbre se funda en el miedo a la soledad del individuo frente al grupo domesticado. Como dijo alguien, la idea de libertad subjetiva, de insumisión y disidencia, se transmite con dificultad, pero la servidumbre voluntaria se transmite con mucha facilidad…

 

A. M: ¿Hasta qué punto desconfiar de las percepciones puede ayudarnos a interpretar y comprender esa realidad multiforme, su carácter equívoco, y  la inherente paradoja de la manera en que la experimentamos? ¿Puede un novelista seguir siendo fiel a lo real sin asumir el simulacro del Yo o ese “prejuicio filosófico del yo”, como lo llamaba Cioran, consustancial a todo modelo ideológico de representación?

J.F.F.:En Karnaval, mi última novela, he mostrado cómo la máscara sigue siendo la mejor forma de tratar al yo, a la identidad, a lo que creemos más nuestro. Como bien dices, no existe la inocencia, todo modelo de representación participa de una ideología ligada a una forma de poder que condiciona lo que autoriza o desautoriza en la representación. Por tanto, una ficción que no sea prisionera de las mixtificaciones del ego ni de los embelecos del superyó es la única capacitada para facultar a su lector con una verdadera libertad de mirada y pensamiento sobre el mundo. Comparto plenamente lo que dice Pacôme Thiellement comentando el efecto de algunas teleseries fantásticas sobre la mente de sus espectadores (traduzco): “El sentido de las ficciones es hacernos legibles los poderes que actúan de manera invisible sobre nosotros. El sentido de las ficciones consiste en destruir las ficciones en las cuales estamos inmersos…El sentido de las ficciones nos ayuda a vomitar todas las mentiras que nos han obligado a tragar”. No de otro modo entiendo el efecto de todas mis novelas (y en especial Providence y Karnaval), como máquinas de guerra, sobre la mente programada de los lectores.

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A. M: Quedando desfasada su relación espontánea con lo que hoy significa lo real, la demiurgia verbal de la literatura parece haber caído mayoritariamente en el letargo. A juzgar por los anaqueles de las librerías la literatura tiende hoy hacia la reproducción monolítica de los viejos modelos de representación, recurriendo instintivamente a la significación convencional, al monopolio del estereotipo y la palabra gastada; al universo heredado que en nada desafía la evidencia contemporánea de una realidad mucho más compleja. En ‘Mímesis y Simulacro’ concluyes que esto responde a una demanda comercial que  busca satisfacer la necesidad del lector de una realidad asequible y estandarizada que suplante con estereotipos la realidad incomprensible de nuestro tiempo.  ¿Será fruto también de un domesticamiento intelectual, de una mengua crítica, de un adocenamiento especulativo?

J.F.F.:La humanidad solo se plantea los problemas que puede resolver, como decía Marx, señalando el pragmatismo y lo convencional como actitudes dominantes del modo humano de entender la vida. La literatura mayoritaria de hoy, como la de cualquier otra época, participa de la construcción de una versión adocenada y anodina de la realidad del mundo. Lo más irónico del presente, sin embargo, es que la necesidad de la literatura es aún mayor en un tiempo crítico como el que estamos viviendo. Un tiempo donde los grandes conflictos a los que se enfrenta la cultura humana desde sus orígenes han alcanzado un estado terminal. La ciencia y la tecnología están forzando una transformación de las circunstancias y las categorías humanas de tal envergadura que solo un arte distanciado y reflexivo como el literario, mediatizado por la dimensión verbal, podría enfrentarse a esa mutación aportando una iluminación diferente a la que aportan otras artes. Al escritor de hoy solo se le pide que renuncie a toda exigencia de mantenerse a la altura de sus antepasados y acepte sin rechistar los servilismos mediocres impuestos por el mercado. Si no vendes bastante es que tu literatura no tiene interés. Todo el mundo sabe que, desde la instalación de los medidores de audiencia, la televisión vive bajo una dictadura siniestra que ha destruido todas las posibilidades creativas que alguna vez se pensó podría tener. Con la literatura está pasando igual. Las pasarelas de la fama literaria están colmadas de ilustres mediocridades que cumplen a la perfección con su papel de comparsas de la gran farsa orquestada por los grandes negocios y los grandes poderes. Negarse a servir a estos no depende en la actualidad más que del modo en que escribas o los fines que te plantees con tu escritura. En general, poniéndome pesimista, te diré que la literatura ya ha sido condenada a la irrelevancia, que es el destino de toda mercancía. El capitalismo ha entendido que no se puede domesticar a la literatura y, como en La invasión de los ladrones de cuerpos, ha decidido sustituirla, sin que apenas se note, por una imitación desalmada de sus formas. La gente seguirá leyendo, hay que engañarlos con algo, desde luego, mantenerlos entretenidos, creyendo que consumen cultura de calidad, productos escogidos, pero ya no será literatura en el sentido fuerte que hasta hace no mucho se le daba a esta palabra. Serán sucedáneos inofensivos como muchos de los que abarrotan las librerías para alimentar el ocio banal y la necesidad de confortación moral de los lectores.

 

A. M: Las nuevas tecnologías han trastocado la lógica y nuestra forma de ver y entender el mundo. En ‘Mímesis y Simulacro’ planteas la necesidad que afronta hoy la literatura de cuestionarse sobre ese cambio consustancial que ha sufrido la realidad. Hay nuevas y múltiples realidades pero la renovación crítica que debiera asumir la literatura parece demorarse, y quienes han participado de este espíritu parecen no haber influido demasiado en sus contemporáneos. Incluso hay todavía quienes bajo una perplejidad metódica pretenden seguir subyugando la novela a los nacionalismos. La literatura ha resultado no ser tan permeable a la globalización como evidencian otras disciplinas artísticas ¿De qué manera crees que está lidiando la narrativa actual y  sus modelos de simulación con todo esto?  ¿Nos acercamos a una concepción transnacional de la literatura, a un diálogo entre escritores que dilapide las fronteras de la lengua, la cultura y los nacionalismos?

J.F.F.:Es inevitable. Ya Cervantes tuvo que asumir el papel de la imprenta, la tecnología más avanzada de su tiempo, en la ficción del Quijote. Hoy la literatura, como la cultura en general, ya no se enfrenta solo una tecnología de reproducción sino de producción de realidad. Imagínate, a poco que se tome en serio esta situación, lo que podría hacer la ficción literaria partiendo de los presupuestos del videojuego. En Providence he apuntado algunas de estas posibilidades creando una ficción donde la mitología y la tecnología del cine se enfrentan a la mitología y la tecnología que la ha sustituido en el consumo mayoritario que es la del videojuego y la realidad virtual. Aún no hemos visto nada, pero cada vez más veremos la naturalización de esa tecnología en la ficción como la vemos en la vida cotidiana. Estoy fascinado ahora mismo con el modo en que algunas series de televisión contemporáneas no solo nos dicen la verdad de la televisión como medio privilegiado, en sintonía con los análisis de la cultura pop de Pacôme Thiellement, sino también del uso de los medios tecnológicos que saturan las vidas y las mentes de los ciudadanos-espectadores del siglo veintiuno. Y no solo en el primer mundo. Como sabemos la invasión de las nuevas tecnologías y dispositivos del tercer mundo es un proceso que va a cambiar también las relaciones entre mundos desiguales. Pensar que en la última favela brasileña o barriada marroquí ha penetrado con la misma fuerza el último videojuego como lo ha hecho en la mansión suburbana de un adolescente californiano o en la vivienda familiar de un proletario europeo es un fenómeno global que dice mucho más de lo que vemos a simple vista. Es una guerra total por el imaginario humano como nunca se ha visto antes. Ahí la literatura siempre ha tenido algo que decir. Vuelvo al Quijote, el primer libro que se plantea esta temática en la historia, con una mezcla de seriedad y humor que considero el tono idóneo para la inteligencia humana cuando se enfrenta a un mundo que, como decía Barthes, no puede aprobar ni despreciar…

 

A. M: La comunicación que establece la literatura con la sociedad ha visto mermada su influencia en detrimento de medios más poderosos de significación y representación, las pantallas y el audiovisual, la ortopedia tecnológica, han disminuido la repercusión simbólica de la literatura. Como apuntas, «la  realidad invade y disputa el terreno de ficción que antes pertenecía sólo a la novela. El compromiso del escritor hoy se encuentra en reconocer, antes siquiera de sentarse a escribir, con qué versión de la realidad se identifica, el modelo de realidad al que va a dar crédito.» Tenemos, efectivamente, una realidad a la carta. ¿Cómo es el menú entre en el cual se debate Juan Francisco Ferré y quiénes le acompañan en la mesa?

J.F.F.:Mi relación con el mundo no pasa solo por la literatura, faltaría más. La televisión, internet y cualquier formato tecnológico bajo el que se me presente la mente humana y sus fantasmas y ficciones me concierne plenamente. Como novelista, no discrimino y, en este sentido, mi tarea al escribir novelas consiste en crear “hiperficciones” que asuman todos los modelos de ficción con los que la mente humana ha establecido desde el principio un diálogo consigo misma, con el mundo visible o con otros mundos alternativos. Un diálogo mediatizado, sin duda, pero un diálogo hecho de palabras y de imágenes, de sensaciones y afectos, de emociones e ideas. Este es mi bagaje y esta es mi posición como escritor, similar en casi todo a la de un DJ manipulando la mesa de mezclas, manejando el mayor acopio posible de información e imágenes para modelarlas conforme al viejo arte literario que me enseñaron Cervantes y Rabelais, Borges y Broch, Pynchon, Gombrowicz, Joyce o Cabrera Infante, pero también Dick, Ballard, Lem y Lovecraft.

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A. M: Acaba de publicarse ‘Karnaval’ en Francia, libro que te ha valido el Premio Herralde de novela en 2012. Una historia ficcional que parte desde un personaje real: el exdirector del FMI,  Dominique Strauss-Kahn (el dios K, como lo nombras en tu novela) y de un hecho real, su presunta violación a una camarera de un hotel de lujo en Manhattan, Nafissatou Diallo. ¿Qué coyuntura moral te llevó a desarrollar esta historia?

J.F.F.:El deseo de ofrecer un ambicioso retrato del mundo terminal en que vivimos a partir de un hecho significativo acontecido en él. La caída en desgracia de un hombre que representa el poder financiero, político y económico en su máxima expresión por un error de cálculo, un acto gratuito o una jugada imprevista del destino. Acumulando puntos de vista distintos, multiplicando las máscaras narrativas y creando círculos de interpretación infinitos en torno del escándalo (jugando, en suma, como un novelista consciente de la envergadura de su poder simbólico), me propuse hacer ingresar la totalidad del mundo contemporáneo, con toda su vulgaridad y obscenidad, en el paradójico espacio de la literatura. Un mundo que ha sido construido por los medios de comunicación masiva al que la literatura puede aportar, por su modo de reorganizar la información y proyectarla en direcciones insólitas para las expectativas del lector, una visión más completa y compleja sobre la realidad que lo constituye. Son tantas las capas y niveles que recubren y organizan lo que damos por cierto que la literatura tiene ese poder excepcional de ir desnudándolas sin violencia, con tacto y sutileza, pero con lucidez implacable. La palabra “moral”, tan cargada de falsas promesas, se la dejo a los monaguillos y sacerdotes de la literatura y la opinión, que abundan en todos los bandos, por desgracia para todos.

 

A. M: El libro da comienzo con una especie de presencia espectral que nos anuncia su fragmentación polifónica  y nos propone un juego, el de reconocer su reencarnación o la reencarnación de esa sustancia suya que inquiere sobre la naturaleza de la realidad y que luego iremos viendo, sacia su sed o halla su voz en la frágil justificación que de sí mismos y de sus actos -y de un mismo acto, la violación- hacen los personajes. Sabemos, efectivamente, que las percepciones son el trampolín por el que nos arrojamos hacia la experiencia del Yo, y que la justificación de nuestros actos es una farsa que esconde bajo una máscara de libertad el que estamos gobernados por la inconsciencia y que respondemos a un determinismo mucho mayor del que nos gustaría reconocer. Algo que la neurociencia –bajo trabajos como los de Benjamín Libet-  debate en estos momentos y que amenaza con abolir  la idea del libre albedrío y jubilar la culpa. Si uno juega ese juego que nos propones al principio del libro termina por practicar ese deporte tan moderno que es el relativismo moral, ¿crees efectivamente que es imposible arrojar un veredicto fiable sobre lo que es meritorio o no para el ser humano? ¿Sin una realidad estable a la que someternos los imperativos categóricos de una conducta ética desaparecen también?

J.F.F.:Mi novela no apuesta por el relativismo moral sino por la relatividad del juicio, que es otra cosa. Quería mostrar que no se puede juzgar una conducta determinada, por aberrante que nos parezca, sin entender todo lo que está involucrado en la misma. Factores sociales, culturales, políticos y económicos, desde luego, y también libidinales. Como dice Houellebecq en el falso documental que aparece en mitad de la novela (“El agujero y el gusano”), nunca en la historia humana se ha estimulado más la realización de los deseos, o se ha conferido a estos, a través de los dispositivos de la publicidad y los medios masivos, una importancia capital en la economía del mundo, y nunca al mismo tiempo se ha moralizado y reprimido más (y más sutilmente) y con más hipocresía y astucia. Esta es otra de esas aporías o paradojas terminales, como diría Kundera, que me interesaba investigar como características de nuestro tiempo. La humanidad, llegados a este punto crítico de su historia, sigue sin haber resuelto muchas cosas fundamentales, pero en el terreno del deseo, en el terreno del sexo, en el terreno de la conducta libidinal, donde parece que vivimos la era más promiscua y permisiva de la historia, seguimos sin desarrollar un eros satisfactorio. Los utopistas del diecinueve se plantearon muy seriamente cómo organizar la sociedad a partir del deseo gratificante y la atracción carnal entre individuos. Esa cuestión fundamental de la modernidad el capitalismo no ha sabido resolverla, como todo lo demás, más que en clave de explotación sistemática, con golosinas de porno mediocre y liberación banal de los actos. Karnaval es una novela sobre el deseo y sobre el amor y sobre la dificultad inscrita en la carne humana para saciar sus apetitos libidinales en un contexto siempre hostil a las manifestaciones de la animalidad profunda del ser humano (aquí apelo a la autoridad hipermoral de Georges Bataille). En el fondo, Karnaval es una novela muy poco española, quizá sí muy francesa, o europea, si lo prefieres, por el modo en que la economía libidinal de la cultura occidental es interrogada y cuestionada de modo despiadado.

 

A. M: Llevas la historia de ‘Karnaval’ hacia situaciones de una metafísica delirante, utilizas el sarcasmo y el humor contra el miedo, la hipocresía y la falsa moralina imperante, bajo este tónico desnudas el modo en que se entreteje la esfera moral e intelectual con los impulsos inconscientes libidinales y pulsionales de tus personajes. ¿Es la caricatura y la representación deforme la mejor herramienta para lograr una reflexión fructífera? Bergson opinaba, en su ensayo sobre el significado de la comicidad,  que esa proyección y descarga de tensión emotiva que es la carcajada se produce efectivamente sobre algo que nos representa, pero en una atmósfera de indiferencia, en un medio espiritual liso y tranquilo. “No hay mayor enemigo para la risa que la emoción”, escribía. ¿Hasta qué punto busca la insensibilidad de la risa una novela que trata sobre la abyección libidinal y una violación? ¿Es la risa un salvoconducto para saltar la valla moral sin ser perseguido?

J.F.F.:Como en tantas otras cosas, Bergson era un puritano disfrazado de filósofo vitalista. Mi maestro de burlas es el gran Rabelais, tan poco conocido en España incluso hoy. Rabelais decía que lo propio del hombre es reír, sin duda, pero sabía que también es lo más impropio, lo que se reprime con mayor encono y lo que se persigue, como le pasó a él, con mayor vesania por los poderes y los sujetos que se toman muy en serio la vida y su papel en la organización de la misma. Nada detesto más que el humor convencional, la risa mediocre, televisiva o teatral, que solo existe para compensar la seriedad de la vida, fomentar el conformismo y burlarse de situaciones inaceptables por la moral dominante. La risa popular de Rabelais, que es la risa grotesca y carnavalesca, para la que no hay límites ni intenciones concretas, permite hacer visible lo que normalmente no lo es, desnudando las imposturas de la cultura y la moral, la hipocresía de la opinión y los juicios prematuros sobre la realidad. No es un salvoconducto sino la garantía de que la comedia humana no se toma tan en serio a sí misma como para caer en el dogmatismo, el fundamentalismo o la mojigatería. Por otra parte, en un entorno como el capitalista, donde las emociones y los afectos han sido colonizados y puestos al servicio económico del orden establecido, practicar la risa como modo narrativo es una forma no solo de ridiculizar su servidumbre real sino también de liberar las emociones y los afectos de su sujeción normativa como fuerzas de la vida y trasladarlos a otros niveles de la sensibilidad y el intelecto donde su existencia sea más productiva y estimulante para los individuos.

Providence

A. M: Escribes: “El Dios K ha mostrado sin pretenderlo toda la violencia y la barbarie que los valores de la república encubren bajo una capa de cortesanía, elegancia y distinción. El animal es la otra cara del político de carrera triunfante.” Ya hemos pasado por Sade, hemos llevado la filosofía y la política al tocador, ¿por qué crees que se insiste en barnizar con los viejos valores transmitidos por la cultura clásica la degradada y maltrecha barcaza del presente? ¿De dónde sale tanta impostura? ¿De no  asumir que hemos respondido a la llamada del precipicio?

J.F.F.:El carnaval, como estética de la realidad contemporánea, no lo he creado yo en la novela sino que es un efecto de la acción de los medios de comunicación sobre la realidad de la que dan cuenta mediatizándola. El carnaval mediático es el que produce risa y nos debería alarmar sobre lo que está pasando y estamos viendo en todas las pantallas a diario. Lo más grave, en mi opinión, es cómo no nos damos cuenta de que vivimos en un sistema capitalista que socava y mina sin piedad todas las creencias y valores que nuestra sociedad declara públicamente sostener. El capitalismo somete esos supuestos valores a un proceso insidioso de irrisión y descrédito al tiempo que los poderes políticos tratan de preservar su influencia como control mínimo ejercido sobre una población bombardeada por las contradicciones y la bipolaridad moral. Este es el acontecimiento decisivo de nuestro tiempo, la lógica última del carnaval de la realidad. Esa terrible esquizofrenia, y no un zafio escándalo sexual, es el gran tema de Karnaval, y quizá en el fondo de todas mis ficciones, y solo la risa, como un exorcismo supremo, puede hacerle justicia sin incurrir en moralismos fáciles, los que suelen suscribir en sus opiniones los periodistas a sueldo de los distintos poderes.

 

A. M: Así y todo, a pesar de la concatenación de despropósitos a la que asistimos, la impostura del escándalo sigue siendo muy fácil de provocar. Basta con que una niña saque insistentemente la lengua y se contonee, o se fume un porro, en el escenario para que el mundo se revuelva bajo sus pies. En ‘Mímesis y Simulacro’ escribes: “Ahora que los victorianos regresan, reciclados y victoriosos, en todos los campos, ahora Sade, más que nunca, se nos convierte en indispensable.” La curiosidad necesita ser ahogada en alguna obsesión, y los medios se han especializado en el bajo fondo de la vulgaridad y la chabacanería para saciar esa morbosa insidia humana de buscar la paja en el ojo ajeno. Abdicando a la posibilidad del intelecto, la espectacularización de la decadencia parece salir muy rentable. ¿Los Victorianos a los que aludes, no serán la última mueca del extrañamiento, aquel terreno donde todo parece natural e inconcebible a la vez, el último gesto antes de la zombificación del Yo?

J.F.F.:Esa frase refleja mi opinión de comienzos de siglo. Hoy soy más pesimista aún. He descubierto que existe el libertinaje sin placer de los victorianos, fomentado por la banalización intencionada del porno y de las prácticas sexuales gregarias, sin que nada cambie en el fondo. El capitalismo posee esa gran fuerza, liberar donde sabe que no hay problema ni conflicto y volver a atar donde siente tensiones y fricciones. Cada vez que se abre una tienda en alguna parte, se cierra otra, así va el mundo. La orgía financiera que nos ha sumido en la crisis última es de una evidencia pornográfica. Y que se haya acabado de momento es, por proseguir con el símil, solo para recuperar energías y reponer fuerzas antes de reemprender la juerga irrefrenable que terminará produciendo una nueva crisis. La crisis es, desde finales del siglo pasado, la forma visible de gobernar un mundo que se ha vuelto ingobernable. Pero no nos engañemos, tampoco tendremos derecho a un apocalipsis de fuegos artificiales espectaculares y regresiones primitivas, como en La carretera. No, en mi novela Providence ya escenifiqué, para estupor de algunos y ceguera de otros, cómo sería ese anunciado final del mundo: “Una caída completa en la banalidad, un ocaso de la grandeza, un hundimiento total de la vida en su sentido moral y un eclipse de la inteligencia en las simas de la trivialidad más absoluta y absorbente, como un programa de televisión eterno”.

 

A. M: En la antigüedad se decía que la doctrina de Epicuro tenía “la dulzura de las sirenas”. En el sistema epicureista moderno parece no haber rastro de esa dulzura, más bien encontramos un cuerpo doctrinal desgarrado por el vacío y el tedio, por la violencia, por la abyección siniestra de la depravación y la amarga impotencia del cinismo. La ferocidad y el espanto confluyen sobre su espíritu apolíneo. La frescura inmemorial de la embriaguez, sufragada por el oportunismo, parece haber perdido contacto con la voluptuosidad de Dionisio o las Ménades. Sin un fin trascendente, arrastrada al claustro de la felicidad insensata, sólo la muerte se precipita a estremecer su cuerpo. ¿Podremos destronar a Eurípides y Sócrates, al optimismo de la razón, y volver a la yuxtaposición de lo apolíneo y lo dionisíaco en nuestra particular tragedia? ¿Será que es el accidente del Yo el mayor fracaso de la filosofía moderna?

J.F.F.:Antes del siglo ocho de la era precristiana, las voces que guiaban la conducta de los humanos se creía que procedían del exterior. Eran voces de entes o de dioses que hablaban al cerebro induciéndolo a la acción irreflexiva. Después de eso, el humano aprendió a gobernar sus acciones con un diálogo interno con su propia voz, la ficción de su conciencia, y la voz moral de la colectividad insertada en su cerebro por la educación como una interferencia en aquella. Todo esto se está disolviendo en esta época de falsa permisividad y la nueva instancia que va a dictar nuestra conducta en el futuro no provendrá ni del exterior no humano ni de las circunvoluciones y conexiones del cerebro sino de las máquinas inteligentes que se hayan hecho cargo, con nuestro permiso, de la gestión de la realidad. Parte de esa gestión pasa, por otra parte, por la manipulación farmacológica de nuestras emociones y afectos y la robotización de nuestros deseos más apremiantes. La película Her, aunque sea de modo titubeante y parcial, plantea muy bien las consecuencias privadas de todas estas cuestiones relacionadas con la tecnología cibernética y la ideología computacional…

 

A. M: A juzgar por la envergadura del desenfreno, sufriremos la consecuencia de un eclipse histórico. El imperativo de la confusión parece haber adoptado magnitudes catastróficas. La vanidad ha suplantado a dios y ha marcando la incredulidad o la fe con el signo inequívoco de la apologética monetaria. La nueva religión moderna  ha desembocado en el imperio de la violencia y el terrorismo ante los que hoy se ampara el progreso; el envilecimiento y  la dominación se yerguen  como un nuevo oscurantismo. El sujeto se haya humillado, confrontado a sí mismo y a su realidad interna, sometido a un mundo de cosas que no rige ni controla, mientras, el vacío y el tedio se alzan como los dos grandes estandartes sociales de nuestra época. A juzgar por la evidencia los valores de la cultura clásica atraviesan su menopausia, ¿crees que van camino a jubilarse?

J.F.F.:Hace más de un siglo Nietzsche, antes de sucumbir a la locura de su propio sistema filosófico, ya reclamaba una transvaloración radical de los valores convencionales. Creo que vivimos inmersos en una disolución implacable de los valores humanos que han fundado nuestras sociedades. En condiciones normales, los humanos habríamos tenido tiempo de fundar un nuevo orden de valores más libre y pleno, pero la aparición de un nuevo sujeto histórico no lo va a permitir, por más que nos empeñemos. Me refiero a las máquinas. Me refiero a la inteligencia artificial y a los computadores. El futuro será computacional, como ya se apunta en Karnaval, y la vida humana subalterna y, en ese sentido, esta cuestión se habrá vuelto irrelevante. Nos guste o no, el escenario del mundo contemporáneo pertenece más a la ciencia ficción que a otros géneros más populares, como la novela histórica, que solo representa un síntoma agravado de nuestra incomprensión del pasado y nuestra ignorancia del presente. El futuro ya está aquí, ha llegado, como anunció el ciberpunk, y todo el mundo miente y mira para otro lado, en la cultura y en la política, con tal de no ver (o hacer ver a los otros) esta realidad insoportable. Una parte importante de la literatura y de otras artes, como el cine, son cómplices de este trabajo de enmascaramiento de la realidad. Lo importante, por decirlo con una metáfora fácil de comprender, es conducir a los pueblos al matadero de la historia sin que apenas se enteren de hacia dónde caminan…

 

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