Antonio Machado: «Reflexiones de Juan de Mairena»

Por Ignacio G. Barbero.

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Juan de Mairena (dibujo de José Machado) y Antonio Machado (1875-1939)

Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo) es una obra escrita por Antonio Machado y publicada, por primera vez, en el año 1936. El protagonista de la misma, ficticio poeta y docente, heterónimo del autor sevillano, se dedica a meditar con sus alumnos sobre la sociedad, el arte, la cultura, la literatura, la política y la filosofía, temas que son planteados con una encomiable variedad formal y una insobornable originalidad esencial. El desarrollo y estructura de las reflexiones es inclasificable, pues éstas van desde el más clásico aforismo, hasta la más somera sentencia, pasando por el diálogo, la introspección, el comentario erudito o el análisis del refrán popular. Hablamos, por tanto, de un variopinto escaparate de ideas de todo viso y carácter que, al estar expuestas con ironía, ingenio, preclara inteligencia y buen humor, apelan con hondura a nuestra facultad de inteligir y, no menos, a nuestra capacidad de reír y burlarnos sanamente del ser humano, sus creaciones teóricas y su comportamiento moral y político. Así, el libro está vertebrado por una sopesada y sutil vertiente crítica que fija una incisiva distancia respecto a lo que sabemos, lo que creemos saber, lo que hacemos y lo que consideramos que debemos hacer; nos sitúa en una atalaya desde la que observar(nos) con quietud y retranca.

No podemos introducir la cuidadosa selección de textos de este volumen que hemos llevado a cabo sin afirmar una diáfana verdad que, con frecuencia, solemos rehuir; a saber: en España se hace- y se ha hecho- filosofía de muchos quilates. El volumen que nos ocupa es una excelente muestra de esa reivindicable realidad. Pasen, lean -sin prisa- y disfruten:

– Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado o construido todo él sobre supuestos indemostrables, postulados de nuestra razón, que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al principio de identidad que los resume y reasume a todos, constituyen un solo y magnífico supuesto: el que afirma que todas las cosas, por el mero hecho de ser pensadas, permanecen inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo apócrifo de nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo en cierto modo, a que sólo vea lo supuesto o puesto por él, con exclusión de todo lo demás. Y el hecho – digámoslo de pasada- de que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser falso, es algo terrible, o consolador. Según se mire. Pero de esto hablaremos otro día.

 

-Nadie debe asustarse de lo que piensa, aunque su pensar aparezca en pugna con las leyes más elementales de la lógica. Porque todo ha de ser pensado por alguien, y el mayor desatino puede ser un punto de vista de lo real. Que dos y dos sean necesariamente cuatro, es una opinión que muchos compartimos. Pero si alguien sinceramente piensa otra cosa, que lo diga. Aquí no nos asombramos de nada. Ni siquiera hemos de exigirle la prueba de su aserto, porque ello equivaldría a obligarle a aceptar las normas de nuestro pensamiento, en las cuales habría de fundarse los argumentos que nos convencieran. Pero estas normas y estos argumentos sólo pueden probar nuestra tesis; de ningún modo la suya. Cuando se llega a una profunda disparidad de pareceres, el onus probandi no incumbe realmente a nadie.

 

– Al fin sofistas, somos fieles en cierto modo al principio de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. Acaso diríamos mejor: el hombre es la medida que se mide a sí misma o que pretende medir las cosas al medirse a sí misma, un medidor entre inconmensurabilidades. Porque lo específicamente humano, más que la medida, es el afán de medir. El hombre es el que todo lo mide, pobre hijo ciego del que todo lo ve, noble sombra del que todo lo sabe.

 

-La vida, en cambio, no es- fuera de los laboratorios- una idea, sino un objeto de conciencia inmediata, una turbia evidencia. Lo que explica el optimismo del irlandés del cuento, quien, lanzado al espacio desde la altura de un quinto piso, se iba diciendo, en su fácil y acelerado descenso hacia las losas de la calle, por el camino más breve: “Hasta ahora voy bien”.

 

Uno de los medios más eficaces para que las cosas no cambien nunca por dentro es renovarlas -o removerlas- constantemente por fuera. Por eso – decía mi maestro- los originales ahorcarían si pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a los originales.


– Aprendió tantas cosas -escribía mi maestro, a la muerte de un amigo erudito-, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.

 

– Cuando los hombres acuden a las armas, la retórica ha terminado su misión. Porque ya no se trata de convencer, sino de vencer y abatir al adversario. Sin embargo, no hay guerra sin retórica. Y lo característico de la retórica guerrera consiste en ser ella la misma para los dos beligerantes, como si ambos comulgasen en las mismas razones y hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades. De aquí deducía mi maestro la irracionalidad de la guerra, por un lado, y de la retórica, por otro.

 

– Claro es que la duda que yo os aconsejo no es la duda metódica a que aluden los filósofos, recordando a Descartes. Una duda metódica será siempre pura contradictio in adiecto, como un círculo cuadrado, un metal de madera, un guardia de asalto, etc. Porque el que tiene un método o cree tenerlo, tiene o cree tener un camino que conduce a alguna verdad, que es precisamente lo necesario para no dudar. Cuando leáis la obra de Descartes, el mayor padre de la filosofía moderna, veréis como es la duda lo que no aparece en ella por ninguna parte. Descartes es fe madura en la ciencia matemática, sin la cual es casi seguro que no habría nunca filosofado. Y en verdad que nadie ha pensado en colocar a Descartes entre los escépticos. Pero yo no os aconsejo la duda a la manera de los filósofos, ni siquiera de los escépticos propiamente dichos, sino la duda poética, que es duda humana, de hombre solitario y descaminado, entre caminos. Entre caminos que no conducen a ninguna parte.

 

– Nunca nosotros hemos de profesar un culto desmedido a las actividades cinéticas, convencidos de que éstas se nos darán siempre por añadidura, mientras no logremos sustraernos al universo físico de que formamos parte. Ni el trabajo por el trabajo, ni el juego por el juego, ni la lucha por la lucha misma, que son maneras de rendir un homenaje- realmente superfluo- al movimiento. La gracia está en pararse a ver, a contemplar, a meditar, en consagrarse un poco a las actividades quietistas. Quiero decir con estos que no pretendo educaros para hombres de acción, que son hombres de movimiento, porque estos hombres abundan demasiado. El mundo occidental padece plétora de ellos, y es su exceso, precisamente- no su existencia-, lo que trae al mundo entero de cabeza.

 

– Para crear hábitos saludables, que nos acompañen toda la vida, no hay peor camino que el de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en cierto sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la ciudadana. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables- y es mucho suponer-, nunca han de sernos de gran provechos, porque no es fácil que nos acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si lográsemos, en cambio, despertar en el niño el amor a la naturaleza, que se deleite en contemplarla, o la curiosidad por ella, que se empeñe en observarla y conocerla, tendríamos más tarde hombres maduros y ancianos venerables, capaces de atravesar la sierra de Guadarrama en los días más crudos del invierno, ya por deseo de recrearse en el espectáculo de los pinos y de los montes, ya movidos por el afán científico de estudiar la estructura y composición de las piedras o de encontrar una nueva especie de lagartijas. Todo deporte, en cambio, es trabajo estéril, cuando no juego estúpido. Y esto se verá más claramente cuando una ola de ñoñez y americanismo invada nuestra vieja Europa.

 

– El escepticismo pudiera estar o no estar de moda. Yo no os aconsejo que figuréis en el coro de sus adeptos ni en el de sus detractores. Yo os aconsejo, más bien, una posición escéptica frente al escepticismo. Por ejemplo: “Cuando pienso que la verdad no existe, pienso, además que pudiera existir, precisamente por haber pensado lo contrario, puesto que no hay razón suficiente para que sea verdad lo que yo pienso, aunque tampoco demasiada para que deje de serlo”. De ese modo nadáis y guardáis la ropa, dais prueba de modestia y eludís el famoso argumento contra escépticos, que lo es sólo contra escépticos dogmáticos.

 

– Nunca os aconsejaré el escepticismo cansino y melancólico de quienes piensan estar de vuelta de todo. Es la posición y más falsa y más ingenuamente dogmática que puede adoptarse. Ya es mucho que vayamos a alguna parte. Estar de vuelta, ¡ni soñarlo…!

 

– Nunca profeséis de graciosos. Porque no siempre hay ganas de reír. Aunque nunca faltan motivos para ello.

 

– Sería conveniente- habla Juan de Mairena a sus alumnos- que el hombre más o menos occidental de nuestros días, ese hombre al margen de todas las iglesias – o incluido sin fe en alguna de ellas- que ha vuelto la espalda a determinados dogmas, intentase una profunda investigación de sus creencias últimas. Porque todos- sin excluir a los herejes, coleccionistas de excomuniones, etc.-, creemos en algo y es este algo, a fin de cuentas, lo que pudiera explicar el sentido total de nuestra conducta. Sin una pura investigación de las creencias, que sólo puede encomendarse a los escépticos propiamente dichos, carecemos de una norma medianamente segura para juzgar los hechos más esenciales de la historia.


– Suele vivir el hombre crucificado sobre su propia vanidad, literalmente asado sobre las ascuas de su negra honrilla. Es condición humana este cruel suplicio – añadía Juan de Mairena- y no es justo que pierda totalmente nuestra simpatía quien lo padece. Pero también es condición del hombre el afán de mejorar esta condición, y aun la posibilidad de mejorarla, quiero decir, en este caso, de libertarse un poco de la cruz y las ascuas supradichas. Y nuestra mayor estimación irá hacia aquellos hombres que lo intentan, aunque no siempre lo consigan, a saber, hacia los hombres de espíritu filosófico que suelen pensar, más por amor a la verdad que por amor al hombrecillo que todos y cada uno de nosotros llevamos a cuestas.


Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino. Os hago esta advertencia pensando en algunos de vosotros que habrán de consagrarse a la política. No olvidéis, sin embargo, que lo corriente en el hombre es lo que tiene de común con otras alimañas, pero lo específicamente humano es creer en la muerte. No penséis que vuestro deber de retóricos es engañar al hombre con sus propios deseos; porque el hombre ama la verdad hasta tal punto que acepta, anticipadamente, la más amarga de todas.

 

– Una cosa terrible, contra muchas ventajas, tiene el aumento de la cultura por especialización de la ciencia: que nadie sabe ya lo que se sabe, aunque sepamos todos que de todo hay quien sepa. La conciencia de esto nos obliga al silencio o nos convierte en pedantes, en hombres que hablan, sin saber lo que dicen, de lo que otros saben. Así, la suma de saberes, aunque no sea en totalidad poseída por nadie, aumenta en todos y en cada uno, abrumadoramente, el volumen de la conciencia de la propia ignorancia. Y váyase lo uno- como decía el otro- por lo otro. Os confieso, además, que no acierto a imaginar cuál sería la posición de un Sócrates moderno, ni en qué pudiera consistir su ironía, ni cómo podría aprovecharnos su mayéutica.


– Alguna vez se ha dicho: las cabezas son malas; que gobiernen las botas. Esto es muy español, amigo Mairena.

-Estos es algo universal, querido don Cosme. Lo especificamente español es que las botas no lo hagan siempre peor que las cabezas.

 

– Descansemos un poco de nuestra actividad raciocinante, que es, en último termino, un análisis corrosivo de las palabras. Hemos de vivir en un mundo sustentado sobre unas cuantas palabras, y si las destruimos, tendremos que substituirlas por otras. Ellas son los verdaderos atlas del mundo; si una de ellas nos falla antes de tiempo, nuestro universo se arruina.

 

– Pero volvamos a nuestras frases hechas, sin cuya consideración y estudio no hay buena retórica. Reparad en ésta: abrigo la esperanza y en la mucha miga que tiene eso de que sea la esperanza lo que se abrigue. La verdad es que todos abrigamos alguna, temerosos de que se nos hiele.

 

– Vosotros sabéis que yo no pretendo enseñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la inercia de vuestras almas, a arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes, como se ha dicho muy razonablemente, y yo diría, mejor, a sembrar preocupaciones y prejuicios; quiero decir juicios y ocupaciones previos y antepuestos a toda ocupación zapatera y a todo juicio de pan llevar.

 

– Preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá? En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos. Vosotros preguntad siempre, sin que os detenga ni siquiera el aparente absurdo de vuestras interrogaciones. Veréis que el absurdo es casi siempre una especialidad de las respuestas.

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