Diario de una estudiante en Paris: la flânerie y su mirada

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIlgesia

Todos conocen su nombre; lo señalan mientras contemplan la reproducción de la obra en la tienda del Museo d’Orsay: es el hermano del pintor, “se llamaba Henri”, afirma alguien. Desde la ventana de una elegante estancia de decoración haussmaniana, Henri Caillebotte contempla la ciudad de Paris; no conocen su rostro, el joven les da las espaldas y, sin embargo, los espectadores concentran en él todas las miradas. La obra se abre hacia el exterior, hacia una desconocida avenida parisina y, pesar de ello, los espectadores permanecen anclados dentro de la estancia, parece no importarles hacia dónde se dirige el interés de Henri, no sé preguntan quién es ella, algunos se alejan de la reproducción sin tan siquiera haberla notado. En una solitaria avenida de majestuosos edificios, una mujer cruza la calle; desde la distancia, protegido en el interior de su apartamento, Henri la contempla con enigmático deseo: desconoce su nombre, apenas consigue ver su rostro, sólo está seguro de que aquella paseante, una vez se aleje lo suficiente y no poderla alcanzar con la mirada, desaparecerá en la vibrante París. “¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!”, versifica Baudelaire en su conocido soneto; el poeta, como el joven Henri, también es víctima de un encuentro fugaz, repentino e irrepetible: los dos permanecen absortos ante el caminar de una anónima paseante “alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina”, una dama que con “gesto fastuoso” recorre aquellas  calles fin de siècle convertidas en el espacio de la anonimidad, en el espacio donde todo, atrapado por el frenético ritmo de la ciudad nerviosa, se hace imperceptible, donde la pluralidad de voces y de imágenes, de rostros y de objetos, se descomponen en un conglomerado de fragmentos que sólo la pausada mirada puede rescatar, aunque sea momentáneamente, del anonimato, de ese tiempo que no tardará en borrarlos.

G. Caillebotte Jeune hommeComo el joven Henri, retratado por su hermano, el pintor impresionista Gustave Caillebotte en 1876, un anciano se asoma a la ventana de su apartamento; las apolilladas persianas de madera que se abren hacia el exterior revelan el pasado de aquella estancia, seguramente de pocos metros cuadrados, como la mayoría de los apartamentos del París más céntrico. Desde la estrecha Rue Beaune, en la esquina con Quai Voltaire, el anciano contempla el ponerse el sol tras el Senna; la altura, le ofrece una perspectiva privilegiada: el agua está calmada, los pocos barcos presentes están anclados a los bordes que contienen un río que ha dejado de ser aquella frontera social y política que fue tiempo atrás separaba e, incluso, oponía las dos orillas. Recorrer Rue Beaune hacia el interior, dejando atrás el Senna, es adentrarse en el barrio latino: Rue de l’Université, Rue de Bac y finalmente el connotado Boulevard de Saint-Germain, pero ya nada queda de aquella bohemia que hizo de aquellas calles el destino obligado para todo artista y literato. Convertido en uno de los distritos claves en una pugna electoral que allí, entre sus vecinos, casi siempre termina ganando la derecha, el alma del barrio latino, pervive, con patente debilidad, en parte a través de la historia intelectual inscrita en sus edificios y en sus bares y gracias a la presencia de pequeñas galerías de arte, de librerías de viejo y de espacios para exposiciones abiertas al público. Desde aquella ventana, de perfil al Quai, aquel anciano es testigo de una París desaparecida; mientras espero para cruzar al semáforo lo observo: con una camiseta de tirantes blancas y apoyado en la repisa de la ventana, dirige su mirada hacia lo lejos, hacia el Pont des Invalides y, más todavía, hacia el Pont de l’Alma. Son pasadas las siete y, a pesar del primaveral día, ahora algunas nubes bajas se interponen entre el anciano y la ciudad. Junto a mí, en el semáforo, un grupo de turistas buscan la parada de metro más cercana: deciden adentrarse por Rue de Beaune, a lo largo del Quai es imposible encontrar estación alguna, al menos hasta alcanzar, tras varios minutos caminando por las incomparables distancias parisinas, el Quai des Grans Augustins que confluye con la parte final de Boulevard Saint Michel, en un caótico cruce bautizado como plaza que, sin embargo, como escribió en su día Vila-Matas sobre Plaza Catalunya, nunca lo fue.

esquinaAquel grupo que junto a mi esperaba en el semáforo se pierde por Rue de Beaune, mientras yo permanezco allí, desatendiendo el semáforo que acaba de ponerse en verde; observo a aquel anciano, apoyado en la ventana, parece controlar el anochecer de su ciudad. Las voces que se escuchan justo debajo de su apartamento, frente al restaurante Voltaire, no consiguen distraerlo; tampoco el numeroso grupo que, tras de mí, se acerca, provenientes del Museo de Orsay; las bolsas de plástico con el logo del museo los delata. Cruzan y se alejan, pero el anciano permanece impertérrito, su mirada, como la de Henri, busca algo que está más allá, a lo lejos y que yo no consigo vislumbrar. La ciudad nos convierte en transeúntes ciegos, en el automatismo de nuestro caminar todo desaparece ante un mapa del que no conseguimos salir. Somos transeúntes ciegos que sólo vemos lo que quieren que veamos, transeúntes ciegos que hemos vendido nuestra mirada al mejor postor, es decir, a la ciudad museificada, institucionalizada, a la ciudad convertida en un no-lugar despersonalizante en el que toda identificación es imposible, donde ya no es posible decir “yo”. En ese “todos” y en ese “ninguno” en el que nos ha convertido la ciudad moderna, solamente la mirada pausada, tranquila, la mirada por encima del bullicio, desde los márgenes que, sin embargo, no implican exclusión, se puede huir de la ceguera y ver, como Henri o como Baudelaire, aquella mujer, invisible para los demás. En la moderna ciudad del panóptico, no sólo somos observados, sino que nuestra mirada es reconducida en estrechos parámetros de los cual, sólo aparentemente, es imposible sustraerse. En aquella esquina, observo el continuo fluir de turistas a lo largo de los sucesivos Quai; los objetivos de sus cámaras fotográficas apuntan siempre hacia la misma dirección, la misma hacia la cual indican los distintos paneles informativos dirigidos a un automatizado turismo. Sus cámaras fotográficas, así como sus pies, recorren e inmortalizan el mapa de la guía, cuyos logos en la cubierta revelan, sin disimulo alguno, los patrocinios y compromisos institucionales que motivan sus páginas. Algunos contemplan con admiración los viejos edificios que flanquean el río; allí, en la ventana, en uno de ellos, sigue el anciano, cuya estancia despierta sin duda la envidia de quienes ven como un lujo inasumible un apartamento en este rincón de Paris. Y seguramente, ahora lo es, pero no antes, no para aquel anciano, no para los vecinos de siempre de ese barrio reconvertido en ruta museificada. “Por entonces era un apartamento humilde, donde ni siquiera había baño”, me explica Esther al regresar de su visita a Luisangela Galfetti, viuda del pintor catalán Xavier Valls; “ahora, para la mayoría, una casa allí, cerca de la Rue du Pont Louis Philippe, sería impensable, pero por entonces no era sí”, me sigue relatando Esther, haciéndome partícipe indiscreta de los relatos de la señora Galfetti. Ahora, frente al anciano, pienso en ella, en la viuda del pintor, y en este apartamento de Rue de Beaune de las primeras décadas del siglo XX: las apolilladas persianas revelan la ausencia de toda reforma, el tiempo se ha inscrito en la madera, en el alfeizar, en el rostro de aquel hombre, se ven las huellas del pasar del tiempo, pues no han sido borradas. Como testimonio de un tiempo transcurrido y que sigue sin detenerse, aquel anciano, desde su desgastada ventana, persiste y sobrevive en una ciudad corrompida por lo inmediato: museificada la ciudad, las calles y los monumentos se convierten en símbolos de un capital cultural explotado desde el presente; la ciudad-museo y sus obras atrapan al turista en un homogéneo espacio desde donde es imposible seguir la mirada de aquel anciano. Museificada la ciudad y, a la vez, institucionalizada, convertida en un no-lugar donde todo trayecto está predefinido, la mirada pausada, desde lo alto, de aquel anciano es la más clara expresión de libertad: como Henri, aquel anciano se asoma para contemplar aquello que los otros no ven, aquello que los otros ignoran, aquello que algunos buscan esconder. Como el flâneur de Baudelaire, como el hombre de la multitud de Poe, aquel anciano rescata a través de su mirada los fulgurantes destellos de una ciudad fragmentada por el olvido.

berges de la seine
berges de la seine

“Me suelo aislar dentro de la multitud, en el medio de la calle para convertirme en espectador y sentarme en el suelo de este teatro improvisado”, confesaba Victor Fournel, quien, desde la multitud y a la vez desde el aislamiento de la distancia subjetiva de un “yo” individual, y como Edgar Allan Poe, en la misma París en la que Baudelaire dedicaba sus versos a la huidiza paseante, rescata del anonimato las sombras sofocadas por la homogeneidad de la multitud: “y así he podido observar, como a través de una linterna mágica, todas estas sombras que danzaban delante de mí, desnudarlas curiosamente de sus velos y de sus máscaras como el niño que rasga el envoltorio de su muñeco para ver que hay debajo”. Y así, como Victor Fournel, permanece el anciano, rasgando los velos que atrapan a su ciudad. Yo sigo caminando, decido cruzar a la otra acera, costear todavía más de cerca el Senna; antes de perderle, me giro y dirijo, una vez más, mi mirada hacia ese anciano. Y es solamente ahora, cuando mis pasos ya me alejan de aquella estampa, que a lo lejos, descubro un marinero que limpia con esmero su ya vieja barca de pescador. Nadie sabe su nombre, nadie observa a aquel marinero que, con dificultoso esmero, embellece su compañera de faenas, una pequeña barca, marcada, como las apolilladas persianas, por un tiempo ya transcurrido. Desde su ventana, el anciano contempla al marinero, cuya presencia es recuperada por la mirada del otro, por aquella linterna mágica que rescata las danzantes sombras para quitarles los velos y las máscaras. Me alejo, metros después el marinero ha desaparecido, tampoco no consigo ver el anciano apoyado en la ventana; como la paseante de Baudelaire, ellos también se han desvanecido, permaneciendo solamente en las palabras y en los versos. Consciente de su próxima desaparición en la anonimidad urbana, Henri Caillebotte observa con deseo y curiosidad la anónima dama que cruza frente a su ventana; ella se perderá en la ciudad, permaneciendo únicamente en trazos pictóricos de Gustave Caillebotte. Mientras la mirada rescata las sombras danzantes, las palabras y los trazos pictóricos les conceden la eternidad que el homogeneizante olvido les niega.

Diario de una estudiante en Paris: El (periférico) Salon du Livre

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