Diario de una estudiante de Paris: Truffaut y Carlota

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Para Carlota

Recuerdo, mientras desciendo por Rue Ganneron, los relatos de mi abuela, cuando me explicaba cómo cada día, de regreso a casa, cruzaba el pequeño cementerio de Padrón, en La Coruña. Aquello me parecía una gesta osada, tenía unos ochos años y todavía no sabía qué significaba ver morir. Mi abuela lo sabía, con apenas dos años, la epidemia “la española” se llevó a su madre, una de las tantas mujeres embarazadas que fallecieron a lo largo de la segunda década del siglo. De pequeña, mi abuela rezaba cada noche para poder ver a su madre y compartir un tiempo que les había sido robado; desde su habitación, en el humilde apartamento que compartía con su padre, maestro de escuela, esperaba poder rencontrarse, ni tan siquiera por un breve momento, con su madre. “Ella nunca regresó”, me decía con resignación mi abuela, “porque, neniña, los muertos ya no están aquí” y, en un intento de apaciguar el miedo que me suscitaba la idea de un fin, concluía: “no debes tener miedo a la muertos, quienes hacen daño son los vivos”. La ciudad, sin embargo, sigue temiendo a la muerte, sigue ocultándola tras altos muros, entre frondosos árboles que esconden, tras su ramaje, las tumbas de quienes tiempo atrás caminaron por sus calles. París, como todas las ciudades modernas, ha desterrado a la muerte; lejos queda el pequeño cementerio de Padrón, donde mi abuela caminaba, junto a su inseparable amiga Concha, de regreso a casa. Si bien, para la mayoría de los ciudadanos de los grandes centros urbanos, los cementerios son lugares desconocidos, de los que se rehúye, intentando negar así nuestro propio fin, algunos de ellos se han reconvertido en lugares museificados donde rendir homenaje a insignes personajes de la historia que ahí yacen. Y así, en estos cementerios-museos la jerarquía social vuelve a imponerse, esta vez frente a una muerte que ha dejado de ser igualitaria: los vencedores, los llamaba Walter Benjamin, los grandes nombres, decía Carlo Ginzburg, eran ellos quienes habían escrito el relato de la historia; los vencidos nunca aparecerán en los libros de historia, decía Benjamin; la microhistoria, decía Ginzburg, es la única disciplina para devolver la voz a quienes no la tienen. En los cementerios-museos, los vencedores vuelven a imponerse, y mientras éstos reciben continuos homenajes, los anónimos vencidos siguen sin voz.

cim.El alto muro que desciende por Rue Ganneron y sigue por Rue Joseph de Maistre esconde, paradójicamente, el Cementerio de Montmatre, en cuya entrada se reúne un gran número de turistas; convertido en destino turístico, el Cementerio está paradójicamente oculto no sólo por el muro, sino por árboles que impiden su visión, incluso desde lo alto del puente que lo cruza. En la entrada, un gran cartel indica las distintas rutas posibles; cada una de ellas están marcadas por nombres de grandes figuras de la cultura, la política o la ciencia que han contribuido a convertir Paris en una ciudad que, todavía hoy, pervive a través de la herencia capital recibida y que la convirtió en centro neurálgico de la vida intelectual durante casi dos siglos. “Aquí no hay tanta gente ilustre como en el cementerio de Montparnasse”, comenta una joven frente al cartel indicativo, donde Truffaut, Zola o Degas son los nombres más reconocibles para unos visitantes que recorren las rutas cuan pasillos de museo. En el cementerio que ha dejado de serlo, la muerte desaparece una vez más, esta vez tras la búsqueda incesante del souvenir, la fotografía del “yo estuve allí”. Un adolescente se queja, “aquí no está Jim Morrison”, cuya tumba, situada en el cementerio de Père Lachaise, es desde aquel 3 de Julio de 1971, lugar de peregrinación. “Yo quiero ver la tumba de Morrison”, insiste el joven a su madre, “sino ¿Para qué hemos venido aquí?”; sin saberlo, el adolescente, cuyo elevado tono de voz dirige hacia sí todas las miradas, nos interroga a todos los allí presentes: “Hemos venido para ver la tumba de Degas y de muchos otros”, le contesta su madre, convirtiéndose inesperadamente en portavoz de todos los demás. A pesar de que su cuerpo ha sido trasladado al Pantheon, Zola es el más reclamado, frente a su tumba vacía un grupo de gente se detiene e inmortaliza el ya de por sí inmortal paraje. Hemos, todos, venido a verlos a ellos, el propio cartel nos indica quiénes son los nombres a quien rendir homenaje y entre estos nombres no están Anna y Hersz Krys, cuya tumba, a pocos metros de distancia de la entrada, es testimonio de nuestra más negra y cercana historia.

paseo cimi.

Frente a la tumba de Anna y Hersz nadie se detiene, sus rostros, grabados en dos fotos en los laterales, me resultan desconocidos, así como los nombre de Micheline y Charles Wajntrob, que descansan junto a ellos. A los pies de la tumba una antigua fotografía en blanco y negro: una pareja de profundos ojos negros, ella con pelo recogido en un moño y él con un aterciopelado gorro típico del este europeo; entre ellos un niño, todavía adolescente, con los mismos marcados rasgados de los dos adultos que lo flanquean. Una breve inscripción a los pies de la imagen: “exterminados en Treblinka”, un escueto pie de foto que resume la historia reciente de una Europa que ha olvidado a sus protagonistas. Rostros y nombres anónimos testimonian un pasado dolorosamente reciente al que nadie parece querer enfrentarse; han pasado setenta años, todavía demasiado poco tiempo para olvidar y, sobre todo, para obstinarse a no querer recordar. Frente a esos rostros resulta inevitable enfrentarse al presente, en el que palpita, con amenazante discreción, aquella misma violencia que, en pocos años, truncó la vida de aquellos tres rostros que ahora nos interrogan. El racismo creciente contra los inmigrantes en una Francia que empieza a sentir las consecuencias de la crisis económica es sólo una pieza más de un atemorizante puzle: la expulsión de los inmigrantes sin trabajo en Alemania y las mortalmente cortantes concertinas en la frontera de Melilla indican que la historia se repite en un macabro eterno retorno. No sé si la historia se repetirá en forma paródica, no sé si toda repetición es peor, pero frente a aquella tumba siento la soledad de un presente que no quiere enfrentarse al pasado, reniega de él, pues sabe que mirar aquellos rostros víctimas de Treblinka es mirar a los ojos de quienes son dejados morir en las concertinas, de quienes son despreciados entre los impenetrables muros de los CIES. El presente rehúye el pasado, pues rehúye su propio reflejo. Me alejo de Anna y de Hersz, de Micheline y Charles, en mi móvil todavía tengo guardado el mensaje que me enviaron mis padres hace unos días anunciándome el nacimiento de Carlota, la hija de mi prima. Mientras camino, pienso en ella, pienso en Carlota a la vez que camino entre distintas tumbas, cada una de ellas esconde unas vivencias, unos rostros, unos nombres que la historia nunca recordará, a pesar de ser sus verdaderos protagonistas. Pienso en Carlota, en aquella niña imagesCARVJORMcuya mirada todavía no ha sido contaminada por los envites de la edad adulta, ella puede aprender a mirar, a caminar por este cementerio, como hacía en Padrón su bisabuela, y detenerse en los detalles y los nombres que otros ignoran. Pienso en Carlota y el cementerio de Montmatre adquiere su sentido: la muerte se reencuentra con el nacimiento en una unión que nunca debió perderse. A unos metros de distancia, tras algunas majestuosas tumbas, se esconde una discreta lápida negra, sobre ella, con letras apenas perceptibles, está inscrito: François Truffaut. Me resulta extraño, una vez más estoy sola, nadie se ha detenido frente a la tumba del director de los 400 golpes. Discreto, apartado de la ruta programática del cementerio, Truffaut yace sin llamar la atención, en silencio, junto a los otros seres anónimos que, junto a él, reposan en esa misma esquina. Truffaut buscó la libertad en el cine y así dio vida a Antoine Doinel, en cuya huida hacia adelante trata de dejar atrás los golpes recibidos por una familia y una sociedad que le rechaza. El impenetrable rostro de Doinel a cámara es el rostro de quien mira hacia adelante, de quien encuentra en el mar la libertad con respecto a las ataduras impuestas, es la mirada de quien puede comenzar a construir su propio camino.

montmatre c8Truffaut trazó su camino cinematográfico e impregnó su voz en cada uno de sus films; discreto a lo largo de toda su vida, ahora descansa alejado de los focos, de él quedan sus películas, su única y decisiva herencia. Miro la tumba de François Truffaut y pienso en aquel enfermo Antonio Machado, que decidió cruzar la frontera caminando, junto al pueblo, porque él no era más que nadie, porque él era el pueblo. Ahora, alejado de los fastos, el poeta descansa en Colliure, junto a tantos otros exiliados como él; como Machado, Truffaut también quiso huir de aquellos fastos, los focos sólo eran para el cine, y ser por tanto enterrado entre aquellos héroes anónimos a los que nadie rinde homenaje; y así descansa Truffaut, a pocos metros del de Anna y de  Hersz, de Micheline y de Charles. Me dirijo hacia la salida, frente a mí, camina a paso lento una anciana señora; en su mano, lleva sujeta una gran regadera vacía; “los muertos no son peligrosos, lo son los vivos”, recuerdo, al ver el parsimonioso caminar de aquella señora, las palabras de mi abuela; me imagino a Carlota caminando a mi lado, me imagino repitiéndole las mismas palabras que en su día me dijo mi abuela, su bisabuela. Me imagino Carlota a mi lado, mientras le enseño a mirar más allá de los carteles y de las rutas, mientras descubro con ella la historia anónima que se esconde tras aquellas lápidas no señalizadas en la entrada. Me imagino a Carlota junto a la tumba de Anna y de Hersz y allí, frente a una historia de la que no es posible desprenderse, invitarla a construir su propio camino, a correr hacia adelante como Antoine Doimel. “Recuerda a Truffaut, a Machado”, le diré un día a Carlota, “a todos aquellos que decidieron unirse a los anónimos protagonistas de la historia, a quienes, sin señales en los carteles ni en las rutas, nos permiten construir ese camino llamado futuro”.

Diario de una estudiante en Paris: la flânerie y su mirada

https://www.culturamas.es/blog/2014/03/31/diario-de-una-estudiante-en-paris-la-flanerie-y-su-mirada/

 

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