Una madre

Por Fernando J. López. Mirar la vida de frente. Asumir sus retos, sus vacíos y sus miserias. Romper las ataduras con los fantasmas que nos impiden ser y atrevernos a dibujar nuestro propio yo. Porque si nos escondemos de la vida, dice la madre protagonista de esta novela, nos haremos pequeños. Mucho. Muy pequeños.

En cada página de Una madre transcurre esa vida. En las palabras y en los miedos de Fer. En el dolor de Emma. En la decepción abúlica de Silvia. En la lealtad de Max. Y la vida sucede con esa oculta poesía de lo cotidiano, ese verso libre en el que cabe el desgarro de la pérdida o la risa espontánea de un guiño compartido. Por eso no resulta fácil analizar el último libro de Alejandro Palomas, porque en su escritura secuestra nuestra lucidez -anula nuestras reservas críticas: ¿cómo se puede pretender hacer comentario de texto alguno de la vida?- y nos sumerge, con su enorme talento para la creación de personajes, en un mundo tan real -tan cercano- que solo podemos ser uno más de todos ellos, convertirnos en el cuarto hermano de esa familia a la que, nos guste o no, también pertenecemos.

Porque a veces sería más cómodo pensar que no compartimos las preguntas de Fer. Que no hemos caído en el abatimiento de Silvia. Que no hemos sufrido pérdidas como la que marca la vida de Sara. Pero si caemos en esa ceguera nos haremos, ella nos lo advierte, pequeños, renunciaremos a la posibilidad de construirnos, de ser de verdad, de alcanzar -como ella- ese lugar en el que la identidad es el resultado de una decisión y no la consecuencia del azar y de los caprichos ajenos. La solución no es sencilla, porque mirar la vida de frente supone asumir también el rencor -«He perdonado a mi marido. A vuestro padre, no», afirma la protagonista en una de las frases más contundentes de la novela-, pero es en esa valentía -en ese retrato poético, que no edulcorado, de la realidad- donde se hace grande esta novela. Una historia que encierra uno de los cantos a la vida -y a la mujer- más hermosos que he leído, un mensaje que no nace de frases engoladas ni de situaciones inverosímiles de emoción tramposa y final felizmente catártico, sino de la pintura desnuda y valiente de los hechos que componen una vida. La suya. Y la nuestra.

Estructurada en tres partes, la ejecución es limpia y equilibrada. Sin excesos verbales y con un magnífico dominio de la elipsis que permite que la sinfonía se perciba con la claridad que tan sutil partitura necesita. Sutil porque su música se adentra en nosotros despacio y contumaz, nota a nota, página a página, personaje a personaje. El dibujo sólido de los secundarios. La veracidad -y el fino sentido del humor- de los diálogos. La pertinencia de las descripciones. El lirismo de la narración.  Todo en esta novela encaja. Todo significa. Todo aporta. Y, lo más importante, todo emociona.

Hay libros que no solo cuentan una vida, sino que -más aún- consiguen hacerse un hueco importante en la nuestra. Y esta novela, sin duda, lo logra. Ha llegado para que no nos olvidemos de no ser pequeños. Y para quedarse.

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