Siempre nos quedará Madrid

Por Miguel Abollado. Atardecer azul en el horizonte…

En los días eternos de verano el sol parece no ponerse nunca. El viento del norte y la persistente lluvia de los días pasados han barrido las brumas y han dejado un Madrid brillante y con olor a nuevo. La Cibeles observa sonriente cómo el astro rey se asoma entre las columnas del torreón del Círculo, iluminándolo todo con sus rayos dorados y moribundos, mientras el paseo del Prado desciende rectilíneo y majestuoso hasta la plaza de Neptuno. Entre sus árboles buscan la sombra viandantes solitarios y algunos turistas despistados.
Uno de ellos, con pinta de inglés, revisa en su arrugado mapa la localización del museo del Prado. Cuando por fin lo encuentra, el museo ya ha cerrado sus puertas. Pero no le importa. Lleva todo el día recorriendo la ciudad y se siente cansado. Se dirige raudo al edificio de Moneo, el que está pegado a la iglesia de los Jerónimos, y lo observa con satisfacción. Es la primera vez que lo ve, pero lo ha estudiado a conciencia y lo conoce bien. Se enciende un cigarro, y lo dibuja, aprovechando la luz que esa tarde embruja el cielo de Madrid de una manera tan intensa y brillante. A su alrededor apenas queda ya gente. Tan sólo un grupo de turistas que ríen sin parar mientras beben latas de cerveza en el césped que baja desde la iglesia hasta la explanada del museo. También un guitarrista que apura los últimos acordes antes de retirarse. El turista inglés lo mira curioso, parece que esté tocando para nadie. Pero sí que hay alguien. Una chica con un vestido estampado y una pamela verde lleva un buen rato sentada frente al músico, en el suelo, con las piernas estiradas. La enfoca con su cámara y activa el zoom hasta distinguir nítidamente su cara. Ahora la ve tan cerca que teme ser descubierto. Tiene una cara original. Es pelirroja, como él, seguramente también inglesa, piensa, y está sentada de una forma un tanto extraña. Por un momento siente la necesidad de acercarse. Le gusta viajar solo, pero al llegar la noche esa soledad que tanto disfruta le resulta a veces un poco incómoda. La intensidad de lo vivido durante el día le da alas, y decide acercarse para saludarla. Si está sola como yo, seguro que aceptará una cerveza. Pero justo cuando se enfunda la cámara, y se dispone a bajar las escaleras, el guitarrista da por terminada la función, y su ángel pelirrojo y lejano se levanta como un resorte y se encamina hacia la plaza de Neptuno, andando rápido, como temiendo el encuentro que su compatriota sin embargo tanto ansía. La ve alejarse, y resopla, algo desanimado. Take it easy, my friend, habrá tiempo de conocer a más. Pero ya no será ella.

 

La chica del vestido estampado cruza el paseo del Prado andando cada vez más rápido; ahora, ante la intermitencia amenazante del monigote verde, agarra el bolso con una mano, con la otra la pamela, y se lanza a correr entre la gente para alcanzar la otra acera antes de que los conductores inicien la estampida impaciente, temerosos de perder siquiera un miserable segundo. Al llegar a los setos, busca con ansiedad la moto que dejó aparcada allí varias horas antes. En las postrimerías del hotel Palace el ambiente está muy caldeado. Turistas y lugareños se disputan los mejores sitios en las terrazas del Starbucks y del NH. Por fin, entre un montón de motos que antes no estaban allí, encuentra su pequeña vespa roja. Arranca, y se dirige hacia la plaza de Carlos V. Al pasar por Atocha, echa una mirada, una más, hacia el ventanal reluciente de la estación de Atocha. Lleva apenas unos meses en Madrid, y cada fin de semana se enfrenta a la soledad adentrándose en los rincones más recónditos de la ciudad, descubriendo sitios nuevos; grandiosos monumentos, vetustas iglesias y museos de ronombre, pero también callejas y plazas desiertas, bares olvidados y parques desconocidos. Ha quedado con su grupo de amigos con los que comparte clase de español en la terraza que está junto al puente de Toledo, frente a al estadio del Atléti. Va con prisas, pero porque antes quiere visitar el Matadero, y aunque reniegue continuamente de su condición de turista, todavía le queda esa ansia, tan propia del que visita una ciudad extraña, por conocer todo lo que resaltan las guías en el menor tiempo posible.

 
Entra en el Matadero. Casi no le da tiempo a ver nada. Una marabunta de veinteañeros la arrastra nada más entrar, y sin poder evitarlo se planta en la gran explanada. Como muchos domingos se celebra un concierto, y esta vez el grupo debe de ser conocido porque el recinto está a rebosar. Se queda escuchando, canción tras canción, metida en el ambiente, bebiendo cerveza de un mini que le pasan de vez en cuando los chicos que están sentados a su lado. Media hora después, mira con estupor el reloj, y escapa corriendo hacia el rio, escabulléndose entre la gente, a contracorriente. Siempre a contracorriente. Ahora sí que llega tarde.

 
En el camino distingue veredas serpenteantes de color naranja, que cruzan otras oscuras más anchas y llenas de gente, bordeadas por interminables filas de asientos de madera que miran al sur en busca del Sol. Aunque a esas horas ya no está allí. Ve árboles y setos plantados sobre praderas de corcho cuidadas hasta el máximo detalle, también un invernadero, que al acabar se convierte en una enorme llanura de asfalto, poblada por todo tipo de patinadores; algunos, más torpes, intentan mantenerse en pie mientras la música les insta a moverse; otros, los más experimentados, prueban suerte en la pista de skate. Hay puentes de cemento con bóvedas de azulejos que cruzan el río, y frente al chiringuito, fuentes que se suceden una detrás de otra formando un espejismo de piscina, suficiente para un montón de madrileños que se remojan, juegan, estiran sus toallas en el césped, o incluso sus hamacas, algunos, encima del ardiente cemento. Entonces, cierran los ojos, intentando imaginar que están en otro lugar más lejano, quizá con arena, ruido de oleaje y brisa marina. El graznido de las gaviotas que campan a sus anchas por la orilla del Manzanares puede que ayuden a vivir ese y otros más grandiosos sueños de libertad.

 
Antes de llegar al puente partido, oye los gritos de los niños deslizándose por los toboganes de chapa, y al cruzar por el hueco por donde se rompe el extraño puente metálico, distingue la silueta majestuosa del puente de Toledo. A pesar de las prisas, se sienta un momento en el suelo para observar el viejo puente. Le sorprende el contraste con el moderno, tan distinto, tan lejano en el tiempo, pero igualmente bello y armonioso; le entusiasma la paz que irradia ahora el paisaje, esa enorme explanada de jardines que ensalzan la majestuosidad del puente. Entonces se vuelve otra vez, mirando hacia el Este, por donde ha venido, y vuelve a fijarse en los toboganes, en las veredas serpenteantes, en las piscinas de mentira, en las gaviotas, en el campo de fútbol… y piensa en lo que le dijo esa misma mañana su portera al hablarle del río: te parecerá increíble, pero hace diez años todo eso era una autopista sucia y ruidosa. Realmente sí que es increíble, piensa, mientras vuelve a inmortalizar la estampa con el gran angular de su flamante cámara. Al comprobar las instantáneas en la pequeña pantalla posterior, retrocede sin querer un par de fotos y ve a un guitarrista tocando su guitarra española frente al museo del Prado. Sonríe. Y sonríe más al retroceder otras tres o cuatro fotos y ver a un chico pelirrojo sentado en una bancada de piedra frente a la iglesia de los Jerónimos dibujando la fachada del edificio de Moneo. Acerca el zoom, y se sorprende otra vez. ¡Vaya! Pues no estaba mal el pelirrojo. Quizás debí haberme acercado…

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