Dreyer y el arte

Por Ana Gontad.

Figuras 1 y 2
Figuras 1 y 2

A pesar de lo irregular de su carrera como director de cine, son varias las películas del danés Carl Theodor Dreyer que han pasado a engrosar la lista de clásicos imprescindibles. Su consideración del cine como expresión artística le llevó a tratar cada una de sus obras con un cuidado y minuciosidad extremos. La suya es una filmografía heterogénea, tal y como pretendió, aunque también esencialmente análoga: el rechazo a la intolerancia, el análisis del alma humana y una pulcritud estética que derivaría en una gradual supresión del montaje, constituyeron su hilo conductor.

Dreyer elaboraba una particular y rigurosa puesta en escena a base de encuadres meticulosamente iluminados y ajustados al milímetro, y una deliberada ausencia de profundidad de campo en favor de panorámicas horizontales que convierten cada plano en auténticos cuadros vivientes, tableaux vivants. Todo ello puesto al servicio de la caracterización psicológica de los personajes.

La singularidad de sus escenografías casi pictóricas nació de la pasión que Dreyer sentía por la historia del arte, disciplina que comenzó a estudiar antes incluso de dedicarse al cine y que consideraba imprescindible para ejecutar un buen trabajo. En una entrevista concedida en 1924 se pronunciaba al respecto: “hay que construir las imágenes de acuerdo con las reglas artísticas, es necesario que el director tenga sensibilidad hacia la pintura”. Y es que la arquitectura, la escultura y, sobre todo, la pintura dejarían una profunda huella en toda su obra.

Fig. 3 y 4
Fig. 3 y 4

En una carta fechada el 11 de marzo de 1958, el cineasta confesaba acerca de El Presidente, su primera película, que se inspiró en la estética de pintores como Hammershoi y Whistler para modelar el ambiente del sobrio espacio doméstico. La influencia de James Whistler se hace evidente en una secuencia con la que le rinde homenaje pasando al lenguaje cinematográfico La Madre, una de sus obras más conocidas (fig. 1 y 2). Casi un tableau vivant, sería su única réplica directa de una pintura. Ante el recordatorio constante de artículos que reproducían una copia del lienzo del pintor estadounidense junto a un fotograma de la película, Dreyer decidió seguir recurriendo al arte como fuente de inspiración para sus exigentes escenografías pero sin caer de nuevo en el error de representar de forma exacta la obra original.

Muy a nuestro pesar, este artículo implica una pequeña traición a ese orgullo del cineasta pero creemos que es algo justificable e, incluso, necesario. Dreyer no fue el único ni sería el último en utilizar el tableau vivant como ejercicio de retórica cinematográfica. Los ejemplos de Pasolini, Rohmer, Greenaway, Godard o Visconti son solo algunos de los cineastas que recurrieron a la misma práctica con diversos fines. Por otra parte, y obviando el juego que pueda suponer para el espectador la búsqueda de las referencias estéticas de Dreyer a través de su cine, no deja de ser realmente fascinante adentrarse en el proceso creativo y comparar las obras pictóricas escogidas con los ambientes que estas ayudaron a crear, como muestra de la fructífera relación existente entre las dos expresiones artísticas.

Fig. 5 y 6
Fig. 5 y 6

Sus influencias fueron tan estilísticamente variopintas como su filmografía. Es perceptible la huella del arte clásico y renacentista en Páginas del libro de Satán (1921), así como del Surrealismo y el Romanticismo en Vampyr, la bruja vampiro (1932), donde nos ofrece en panorámica una visión tan inquietante como La Pesadilla de Füssli (fig. 3 y 4). La Pasión de Juana de Arco (1928), por su parte, es definida por el filósofo Gilles Deleuze como la película “afectiva por excelencia” porque se adentra en el ámbito de lo emocional mediante el uso constante y consciente de primeros y primerísimos planos de los expresionistas rostros (transmisores de los afectos), intencionadamente equilibrados o descentrados, completos o sesgados, que se encajan en limpias arquitecturas blancas como las que ornamentan las miniaturas de los manuscritos iluminados medievales.

Dies Irae (1943) es la primera de las películas que componen la conocida trilogía de Dreyer (Ordet y Gertrud serían las siguientes), la rigidez del ambiente luterano que retrata condiciona su insólita estética. El esmero en los encuadres, la iluminación y el vestuario es extraordinario, de modo que la cámara parece desfilar armoniosamente entre obras de Caravaggio, Frans Hals, Vermeer, el ya citado Hammershoi o Rembrandt. Este último bien podría haber firmado el sosegado travelling que nos muestra a los inquisidores con la misma actitud curiosa de los protagonistas de su Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (fig. 5 y 6). En contraposición a los espacios cerrados emerge el luminoso bosque, el único lugar donde la protagonista, Anne, puede disfrutar de una libertad de la que a diario es privada por una comunidad cegada por el fanatismo. Por ello se presenta en diáfanas secuencias que se acercan, a pesar de la ausencia de color, a los estudios de luz que el pintor danés Schonheyder Moller llevó a cabo en Fontainebleau.

Fig. 7 y 8
Fig. 7 y 8

En la segunda película de la trilogía, Ordet, La Palabra (1955), Dreyer exploró los límites de la fotografía en blanco y negro modelando a los personajes a través de la iluminación. Tal fue su empeño que el técnico de fotografía Henning Bendtsen tuvo que iluminar directa e individualmente el rostro de cada uno de los personajes que aparecen en las secuencias de los rezos, de forma que destacasen por igual y otorgándoles un aspecto escultórico que los acerca a la mística pintura de Niels Bjerre (fig. 7 y 8).

Pero de entre todos los pintores es, sin duda, su compatriota Vilhelm Hammershoi (1864-1916) con el que Dreyer mantuvo un vínculo más estrecho y singular, hasta el punto de considerarse al cineasta como el heredero directo de las inquietudes artísticas del pintor. Dreyer probablemente lo conocería a través de la exposición retrospectiva que sobre Hammershoi se celebró en la Sociedad de las Artes de Copenhague en 1916. Como se ha mencionado, Dreyer reconoció su influencia respecto a El Presidente pero en sus tres últimas películas esta se hace más evidente a lo largo de todo el metraje, y no solo en la ambientación, donde prescinde de todo lo superfluo, sino también en la caracterización de los personajes.

Fig. 9 y 10
Fig. 9 y 10

En ocasiones se ha hablado de Hammershoi como un Vermeer de tintes más oscuros, por su tendencia a pintar solitarias mujeres dentro del hogar donde la calma aparente es rota por la iluminación, que crea una atmósfera ciertamente inquietante. Éste y otros temas son compartidos por pintor y cineasta: la iluminación suave en ángulo; el gusto por la arquitectura blanca y desnuda que enjaula emocionalmente a los contenidos y estatuarios personajes; la oposición entre el espacio doméstico donde se concentra la intensidad dramática, frente al exterior donde la libertad es casi palpable, y un minimalismo formal que navega entre el Simbolismo y la Abstracción. Dreyer cristaliza todas estas ideas en Gertrud (1964), su última película. Considerada el legado artístico del cineasta, Gertrud analiza el mundo interior de la protagonista, una mujer tan romántica e idealista como autónoma y consecuente con sus propios ideales. A lo largo del metraje y en paralelo a la evolución del personaje, la decoración se simplifica pasando de un ambiente barroco y opulento donde, sin embargo, ningún elemento es accesorio, a otro casi ascético donde una Gertrud casi escultórica encuentra su lugar (figs. 9 y 10).

Esta tendencia hacia lo esencial configura la abstracción que Dreyer promulgaba para un nuevo cine que sirviese de vehículo a la subjetividad del artista. Carl Theodor Dreyer se convirtió así, gracias a su impecable técnica y con el apoyo de la tradición pictórica, en el cineasta que según Deleuze logró plasmar una cuarta y una quinta dimensión: Tiempo y Espíritu.

3 thoughts on “Dreyer y el arte

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  • el 8 julio, 2017 a las 8:15 am
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    Un artículo sencillamente formidable. Mi más sincera enhorabuena. Ahora bien, lo que podría ser un panegírico de la cinematografía del danés, también promueve su contrario. Hablo de afectación, efectismo, predisposición acartonada y relamida, exceso de teatralidad, confección excesiva de postal, impostura plástica y, sobre todo, un pecado insalvable, supeditacion del lenguaje cinematográfico – forma – y del guión – fondo- a una suerte de trascendencia estilística y espiritual más rebuscadas que auténticas. Un saludo.

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