Paseos por Madrid: recuerdos de infancia

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Madrid era sólo un lugar de paso, una etapa no obligada en mi regreso a casa tras tres meses viviendo en París. Elegí yo pasar por Madrid, hubiera podido ir directamente a Barcelona, pero decidí cargar con el peso de tres meses de recuerdos y novedosas experiencias parisinas y viajar hasta la capital, permanecer allí cuatro días y tratar de descubrir, una vez más, una ciudad que todavía hoy sigue sorprendiéndome cada vez que me pierdo entre los recovecos de su mapa urbano. Eran las ocho y media de la mañana, cuando recibí un mensaje al móvil felicitándome por mi regreso a casa; estaba en el frío aeropuerto de Charles de Gaulle, donde había llegado, con excesiva puntualidad, a las siete de la mañana. Había algo de erróneo en ese mensaje de texto, no regresaba a casa, todavía me quedaban cuatro días de dispersión, pues si bien abandonaba una ciudad en la que no pocas veces me habían subrayado mi naturaleza de extranjera en un idioma que todavía no me era completamente familiar, si bien me dirigía hacia una ciudad donde todo se volvería lingüísticamente reconocible, Madrid se presentaba ante mi como una dilación más ante un regreso a casa que, inconscientemente, quería postergar. Regresar a Barcelona significaba recuperar la rutina perdida en estos meses, significaba regresar a casa con mis padres, casa de la que mis condiciones económicas –el mileurismo se proyecta ante mi como un sueño difícilmente conquistable- no me permiten independizarme física y geográficamente. Barcelona significaba recuperar la vida aparcada durante estos últimos meses, recuperar mis tardes en el despacho de la universidad, las cervezas con los amigos tras largas jornadas de trabajo, las presentaciones de libros en el Salambó o las tertulias literarias en la librería Pequod. Barcelona me llamaba, había comenzado tiempo atrás a contar los días que faltaban para mi regreso, a la vez que dilataba mi llegada: aterrizar en Barcelona significaba poner fin a una itinerancia que me había hecho descubrir la libertad que tan sólo es posible vivir desde el anonimato y la soledad con los que te condenan y, a la vez, te premian las ciudades extranjeras.

kioAterricé en Barajas a las doce del mediodía; hacía más de dos años que no pisaba ese aeropuerto que, desde hacía sólo algunas semanas, estrenaba nombre. Cogí un taxi para dirigirme hacia el hotel donde había decidido hospedarme; el peso de la maleta, peso del que también se quejó el joven taxista al introducir el bagaje en el maletero, me había disuadido de la idea inicial de ir en metro, de hacer los cambios de líneas necesarios hasta llegar a Puerta del Sol, a cinco minutos de la cual se encontraba la calle Tres Cruces, mi destino final. El cansancio pesaba sobre mis espaldas, había dormido tan sólo cuatro horas –la fiesta de despedida y el madrugón habían convertido la noche en un breve y fugaz instante de transición-, sin embargo un cierto sentimiento de entusiasmo, mezclado con la incertidumbre de no saber cómo transcurrirían esos cuatro días, potencialmente tan escasos como también excesivamente extensos. A llegar a la Castellana y ver de lejos las Torres Kio recordé la primera vez que mis padres decidieron llevarme a Madrid: era una adolescente disconforme con todo, sobre todo conmigo misma, una adolescente que miraba con desdén la iniciativa turística de sus progenitores. Mientras mis compañeros viajaban hasta Nueva York, mis padres decidían descubrirme la ciudad en la que habían su primer año de noviazgo; me llevaron a pasear por El Retiro, paseo que por entonces me pareció extremadamente tedioso, me descubrieron el arte que escondían las galerías del Prado, museo que recorría con parsimonioso arrastre mientras no dejaba de mirar el reloj. Con ellos descubrí también el arte contemporáneo en el Museo Reina Sofía y en el Museo Thyssen, dos museos que despertaron un ligero y sutil interés dentro de mi hormonada apatía; recorrí la ciudad, entre quejas de cansancio, sin nunca coger el metro. “Las ciudades se conocen caminando”, me decía mi padre ante mis constantes quejas; por entonces, no sabía que esas palabras se convertirían, años más tarde, en el liet motiv de mis intereses académicos y literarios, en el lema que guiaría mi divagar urbano que, a la vez, sería divagar intelectual y existencial. Recorrí la extensa Castellana, pasee por el Barrio de las letras, descubrí los aperitivos con tapas, inauditos para una barcelonesa como yo, rodee la Plaza Cibeles con espíritu culé y aprendí, a través de las constantes explicaciones de mi padre, el origen de la calle Preciados, el porqué de su nombre.

Ahora, casi quince años después, sentada en el asiento posterior del taxi, percibo Madrid a través del recuerdo de aquellos días; Madrid se me aparece enmarcada en el relato de aquellos días, sobre ella se inscriben las palabras y las explicaciones de mis padres, aquel recorrido que hice con ellos adquiere ahora, sólo ahora, un sentido hasta entonces desconocido. Mientras veo las indicaciones que señalan la entrada al museo de El Prado, recuerdo las entusiastas explicaciones de mi madre ante las obras pictóricas de Goya y de Velázquez o la admiración, intencionadamente contagiosa, de mi padre ante los dibujos preparatorios que Picasso había realizado previamente al Guernica, obra de la que en mi casa colgaba una pequeña reproducción, comprada por mi madre en sus años universitarios en la Roma de finales de los años sesenta, marcada por la efervescencia ideológica y los deseos de cambio social. Recuerdo estar allí, frente al Guernica, mientras mis padres me contaban que no solamente 1981 cuando la obra más célebre y, seguramente, la más comprometida del pintor malagueño llegaba a España, tras años de compartido exilio con su autor, para colgar definitivamente en las paredes del Reina Sofía. Aquellas explicaciones, que por entonces mi adolescente ignorancia y mi desinterés propio de un enfermizo infantilismo –no reconocido- reaparecen, aunque en verdad nunca desaparecieron, mientras el taxi se cibelesaproxima a Puerta del Sol por Calle de Alcalá. Me giro para contemplar la Puerta de Alcalá y así escuchar una vez más el canturrear de mi abuela, quien nunca se cansaba de escuchar las canciones de Ana Belén; “la voz más bonita que hay”, me decía, mientras adornaba sus laboriosos quehaceres de casa -ella se negó, a pesar de la insistencia de sus hijos, a tener lavadora hasta cumplir los ochenta años- con el ritmo de las canciones. Entré en mi habitación sobre la una del mediodía; el cansancio me llevó directamente a tirarme encima de la cama, tras dejar de lado la maleta. No tenía ganas de deshacerla, estaba demasiado cansada; la cama me atrapaba y el sueño amenazaba con vencerme. Hacía tres meses que no veía la televisión, la encendí: los mismos personajillos de siempre vociferaban sobre sus mediáticas y excesivamente peripatéticas vidas. Apagué la televisión. A las siete de la tarde había quedado con Ana Belén Fletes, traductora, principalmente del inglés al castellano, y con Donatella Iannuzzi, editora de Gallo Nero, una de mis editoriales preferidas. Hacía tiempo que nos conocíamos virtualmente, las redes sociales y el compromiso e interés por la literatura nos habían reunido en los meandros del mundo internauta, sin embargo, y a pesar del intercambio de mails y conversaciones varias, todavía no habíamos coincidido personalmente. Mi estancia en Madrid, de hecho, tendría como principal objetivo desvirtualizar, es decir, conocer personalmente a gente que, por paradójico que parezca, ya consideraba amigos. “Hablo más contigo que con amigos que viven en Madrid”, me diría algunas horas después Ana Belén, con quien había quedado en la estación de metro de Sol para ir juntas hasta el parque del Casino, frente a la estación de Embajadores, allí en la terraza del bar nos esperaba Donatella. Decidí salir, ya tendría tiempo para descansar, pasear por los alrededores del hotel, ir hasta Plaza Mayor, cruzarla y adentrarme en el casco antiguo de Madrid, en busca de algún bar donde poder comer algo. Paseaba despreocupada por el orden que estaba adquiriendo mi deambular; de vez en cuando alzaba la vista en busca de los torreones de Plaza Mayor que me servían para orientarme; pasé frente a muchos locales, bares familiares, grandes cadenas, restaurante tradicionales; sin previo aviso me encontré caminado por Cava Baja, calle cuyo nombre no me remitía a nada hasta que llegué al número 35, donde unas letras rojas inscritas sobre un tablón de madera me advirtieron que me encontraba ante Casa Lucio, el famoso restaurante de los huevos estrellados. Tras de mí, en la calle, se paraba un taxi, de donde descendieron un grupo de elegantes hombres de mediana edad encorbatados que se precipitaron dentro del restaurante. Yo seguí caminando, cuando de repente mi móvil sonó; era Sonia, que me avisaba que la entrevista, que tanto esperaba poder realizar, se haría pocas horas más tarde en el Café Comercial. Tenía escasamente dos horas por delante para comer algo, volver al hotel recoger los apuntes con algunas preguntas escritas a lo largo de la lectura del libro, a cuyo autor iba entrevistar, y situar en el mapa la Glorieta de Bilbao, un nombre que me era tan familiar como desconocida su posición geográfica.

comercial

Tras una rápida tapa, llegué al hotel con el miedo a mi cada vez más frecuente impuntualidad. Situé en el mapa el lugar de destino y tracé el recorrido que debía realizar, no quería ir en metro, no quería perderme las calles que, con sus edificios y sus habitantes, me iría encontrando en mi recorrido; para ir rápidamente no podía ir en línea recta, debía zigzaguear entre algunas callejuelas, cuyo nombre no aparecían en el mapa de papel que había cogido en recepción. En internet descubrí que frente a mí tenía casi veinte minutos de camino, un tiempo que, sin embargo, no tenía a mi disposición. Faltaban apenas quince minutos para la cita cuando caminaba, sin recordar si esa era la dirección correcta, hacia Puerta del Sol; allí, sin saber hacia dónde dirigirme y con el tiempo que avanzaba con más prisa de lo habitual, cogí un taxi. Ocho minutos después ya vislumbraba la Glorieta de Bilbao; le rogué al taxista que me dejara en la esquina de enfrente, no quería que me viera llegar en taxi, “para conocer las ciudades lo mejor es perderse”, me diría luego, ya sentados en una mesa de la esquina del Comercial. Yo no podía llegar en taxi, él no podía saberlo. Afortunadamente llegué con antelación, pocos minutos después llegó él: mentí, “ha sido fácil llegar”, le dije, prometiéndome a mí misma que al regreso, volvería caminando, me aventuraría en ese entramado urbano que, paradójicamente, solamente dos días después dejaría de ser ignoto y es que, el jueves, volví al Café Comercial, esta vez sin dilación y sin mapa, a través de la señorial Calle de Sagasta, en la que desemboqué desde Hortaleza, tras descubrir Calle Pelayo, donde el arte se escondía tras cada uno de sus portales. En el Café Comercial, Madrid comenzó a adquirir sentido, al relato urbano se mis padres se superponía el mío, convirtiendo Madrid en un tejido cuya filigrana comenzaba a poder desenmarañar.

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