No me quiero ir

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

maletaLe bastó un simple wassap para avisarnos de que se casaba; con menos de un mes de antelación y con apenas pocos caracteres de móvil, Paula nos hizo saber que, tras diez años de relación con Miquel, los dos habían decidido casarse. Pocos días después tuvimos algunas informaciones prácticas: se trata de una boda sencilla así que los chicos puede ir sin corbata y las chicas arregladas, pero sin tener que sufrir el típico calvario de toda puesta de largo. Nada de tacones de aguja, en el césped donde celebraríamos el enlace correríamos el riesgo de hundirnos, quedarnos allí ancladas cuan sombrilla de playa. También hubo la recomendación de no hacer regalos –“nosotros ni tan siquiera hemos hecho los anillos” nos dijo en un vano intento de disuasión-, pero evidentemente nadie la cumplió. El viernes por la noche fue el día; nos habían convocado en una preciosa masía a veinte minutos del centro de Sant Cugat; allí nos encontraríamos ya a los novios que llegarían apenas pocos minutos antes provenientes directamente del juzgado, donde a las siete de la tarde habían oficializado su nuevos estatus de “casados” – “pero sin anillos” insistieron una vez más a lo largo de la fiesta – tan sólo habrían sido acompañados por sus padres y hermanos y, evidentemente, por los testigos del enlace. Fiel a mí costumbre, cada vez más arraigada, de no llegar puntual a los sitios, entré en la masía, sorteando aquellas mismas piedras sobre las que, algunas horas después y bastantes copas de más, caería ante la mirada de estupor de los allí presentes, “es culpa de los tacones”, diría, todavía en el suelo, mientras trataría de recuperar una compostura completamente perdida. Habían transcurrido ya veinte minutos de la hora de la invitación; cuando entré en el jardín, la gente ya había llegado, entorno a las distintas mesas ya se había creado distintos corrillos, mientras en la barra de bar, al fondo, el camarero no dejaba de servir cervezas a los que allí se agolpaban. Me quedé unos momentos frente a la entrada, no sabía hacia dónde dirigirme, no veía ningún rostro familiar; de repente, a lo lejos, vi a Paula, estaba junto a Miquel, su marido –que extrañas resultan a veces las palabras-, haciéndose fotos, todos querían posar con ellos y ellos, objeto de nuestros deseos retratistas, no podían negarse.

Al verla recordé una conversación que habíamos tenido hace algunos meses, poco días antes de que defendiera su tesis doctoral en la misma facultad en la que nos habíamos conocido ya hace casi seis años: las dos frecuentábamos el curso dedicado a la postmodernidad literaria, en la facultad de filología de Barcelona. Cada lunes y miércoles entrábamos en aquella aula del edificio nuevo, dedicado al poeta Josep Carner, con cara de sueño; la clase, teóricamente, comenzaba a las 8:30, pero el profesor, conocedor comprometido del protocolario cuarto de hora académico, nunca llegaba antes de las 8:45. En aquella época yo todavía era puntual, solía ser una de las primeras en ocupar mi asiento, Paula, en cambio, siempre solía llegar con prisas y la respiración entrecortada a causa de los tres pisos de escalera que –nunca entendí porque no cogía el ascensor- subía andando; entraban en el aula temerosa, con la incerteza de que la clase ya hubiera empezado, pero esto nunca ocurría, siempre conseguía robarle al profesor unos escasos segundos de margen. Tiempo después, cuando ya nos hicimos más amigas, descubrí que la puntualidad tampoco era su fuerte, sin embargo, ella con la edad adquirió puntualidad, mientras que yo la voy perdiendo de forma magistral.

UB

Como decía hace algunos meses, conseguí convencerla para ir a tomar un café; acababa de depositar la tesis, ya no tenía excusa para pasarse los días frente al ordenador para terminar de escribir aquella investigación que la tenía atrapada desde hacía cuatro años. “Ya está, ya la has entregado”, recuerdo que le dije, “ya puedes respirar”. Quedamos para un tomar un café a media mañana, yo acaba de empezar mi segundo año de beca y había comenzado a dar clase, así que me pasaba gran parte de mis días en la facultad preparando clase y tratando de arrancar mi propia tesis doctoral. “¡Qué envidia me das!” le dije nada más sentarnos en una cafetería en carrer Aribau, “por fin has acabado la tesis, en cambio yo sigo sin tan siquiera arrancarla, mi tesis son solo apuntes y libros por leer”, le comenté desesperada, “no veo que esto pueda concluir en una tesis, no sé si lo lograré”. Me tranquilizó, me dijo que la sensación de agobio que sentía era normal, que ella la había sentido hasta casi el último momento y que, si lo pensaba bien, yo tenía suerte, “tú aún tienes dos años de beca, yo ahora que termino la tesis, ya no tengo beca y tampoco tengo trabajo”. Ahora me tocaba a mí quitar hierro al asunto, la tranquilicé, le dije que no se preocupara, que seguro que saldría algo, al fin de cuentas un currículum tan brillante no podía pasar desapercibido en el, aunque desértico, mundo laboral. Desde la universidad, la solución que le ofrecían eran tan sólo una: pide una beca post-doctoral y vete al extranjero; esa era aparentemente la única opción que la universidad y el país te ofrecían. Irte para no volver, de esto se trataba. Ante tanto paro juvenil, mejor que los jóvenes se vayan así las cifras del paro descienden y el gobierno, ese grupo de cínicos funcionarios de la nada, podría apuntarse un mérito del todo inexistente. “En las tertulias de política dicen lo mismo, los jóvenes no deben tener miedo a marcharse, pero ¿por qué coño no se van ellos si es tan bonito?”, comenté con rabia. “Hace tiempo que no veo estas tertulias”, me respondió con sosiego, ella ya había tomado la decisión de quedarse: me explicó que no quería irse, que aquí estaba su vida, estaba su pareja, su proyecto vital, personal. No pueden pedirte que lo dejes todo, que apartes tu vida personal por un futuro profesional que, además, es inseguro; “las becas post-doctorales duran como mucho dos años, ¿y luego qué?”, me decía Paula, “volver no puedes porque aquí has roto los lazos que te podían ayudar a tener trabajo, así que vuelves a pedir otras post-doc, otra ayuda para otro lugar y así, sin saber cuándo podrás volver”. Aprobé su decisión, le dije que se quedara, que no tomara en consideración quienes le decían que se equivocaba, que aquellos mismos que te invitan, a veces con escalofriante superficialidad, a irte son aquellos que están muy bien asentados y cuyo perímetro de visión no alcanza más allá de su reducido –y privilegiado- ámbito.

Han pasado más de seis meses desde esa conversación; estoy frente a la entrada de la masía y, al fondo, está Paula celebrando su boda. Desde entonces, las cosas han cambiado, tras meses de búsqueda, hoy Paula trabaja y las perspectivas son buenas. Me lo dijo nada más regresar yo de París, me explicó las buenas noticias, “el sueldo no es muy alto, pero estoy contenta”, me comentó, “tranquila”, le respondí, “jóvenes y sueldos alto, aquí, son dos términos incompatibles”. Mientras algunos burócratas de alto rango juegan con pasmosa y deliberada superficialidad con nuestro futuro, mientras estos cínicos del poder ponen obstáculos, más todavía, obligando a muchos a empaquetar sus cosas y a interrumpir sus vidas, hay algunos que dicen no, que se niegan a irse porque no sólo saben que aquí está su vida, su proyecto personal, sino que es aquí donde tienen mucho por hacer y mucho por aportar, que es aquí donde pueden y quieren construir aquellos proyectos para los cuáles se han formado. Frente a la masía, miro a Paula y estoy feliz por ella, lo ha conseguido. Me pregunto si yo haré lo mismo, pues hace apenas unas semanas, durante una conversación en la facultad, recibí ese mismo “consejo”: “cuando termines la tesis y la beca, te vas fuera, esto es lo que tienes que hacer”. No tuve el valor, de decir que no, asentí con la cabeza, mientras con las manos me sujetaba en la silla; “irme” me decía a mí misma “irme y abandonar todo lo que hasta ahora he ido construyendo, irme para abandonar el camino que tímidamente me he ido labrando, irme para no saber cuándo volver”. Entro finalmente en la masía y me dirijo hacia Paula, la felicito por la boda, pero también porque ha conseguido lo que ha querido, porque a pesar de los pesares ha seguido su camino, no ha dejado que las piedras –ay las piedras, mis rodillas bien lo saben- le entorpecieran. Hoy está radiante junto a Miquel, hoy está radiante porque prosigue ese camino que ella libremente ha trazado dónde y cómo ha querido. No sé lo que haré yo, no sé desde dónde teclearé las palabras de aquí dos años, pero espero que estas dudas de ahora se disuelvan y que cuando llegue el momento tenga la misma convicción de Paula para decir no, para decir que es aquí donde quiero construir aquellos castillos, hoy efímeros, que un día –espero- serán tangibles. Al fin y al cabo, como Paula, yo tampoco me quiero ir.

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