Las oralidades del cuerpo

Por Henry Eric Hernández.

En muchas ocasiones, cuando la palabra, la verbalización de lo que nos sucede, el recuento de lo que hemos vivido, no nos satisface o no nos sirve para dar intensidad al relato, y menos aún para “recobrar” la intensidad de los hechos, recurrimos a las imágenes. Por eso se suele decir que una imagen vale más que mil palabras. Algo similar sucede con las interlocuciones que conforman nuestra oralidad: esa experiencia existencial que compartimos diariamente. Pues, aunque se sabe que la palabra y la imagen conviven bajo una constante comunicación, está más que claro que la imagen opaca el dictado de la palabra, y que una vez que lo hace, pasa a protagonizar cualquier diálogo o conversación.

Una de esas imágenes que roban la voz a la palabra es la del cuerpo. Sabemos que el cuerpo es un lugar de imágenes; pero, no se trata únicamente de los gestos de los brazos y las manos, las miradas y las expresiones de la cara, las tonalidades y cadencias de la voz, la vestimenta y demás ademanes que en toda cultura sirven para apoyar lo que se dice, sino de los signos incrustados en el cuerpo (del) que habla. Reparar en las marcas y las huellas del cuerpo que se ve permite descifrar el pasado, indagar sobre el presente, e incluso alcanzar “a ver el porvenir”. De hecho, vivimos llenos de prejuicios que salen a flote nada más mirar un cuerpo –a una persona– con tal o más cual marca o huella. A esto se debe que le demos más importancia a cómo somos percibidos por el mundo a través de nuestro cuerpo –mucho más si tenemos alguna marca o huella–, que al hecho de experimentar dicho mundo a través del mismo. Y es que como bien sabemos, el cuerpo, aún muerto, sigue comunicando.

Desde mi experiencia en el cine documental, he comprendido que detenerse en los detalles del cuerpo de quien comparte sus experiencias a través de la palabra –de quien nos habla– es permitirle al cuerpo un espacio de disidencia justo. Dicha disidencia nos hace pensar en algo que no se ha dicho o nos dice algo de lo que no se quiere hablar, nos completa reflexiones sobre cuestiones a las que nuestro interlocutor les ha restado importancia por determinadas razones, o nos guía sobre “problemáticas secundarias” que a partir del momento en que les prestamos atención pueden ganar significatividad, e inclusive dejar en segundo plano las cuestiones por las que habíamos comenzado nuestra conversación. Es por eso que presto atención a detalles corporales de tres de los participantes en mi serie de seis episodios Cuentos Cortos (1),como por ejemplo la cicatriz de una operación de corazón, las manchas blancas del vitíligo, o el desmejoramiento físico producto de la precariedad. Pues, ello me permite reflexionar sobre problemáticas a partir de las cuales las personas –a través de sus cuerpos– generan nuevas formas de microrresistencias con sus consecuentes microlibertades. Me refiero a determinadas contestaciones que acontecen –en alguna medida ingenuamente– en el contexto totalitario cubano; ese cuyas herramientas coactivas y represivas han dispuesto un vasto registro de disciplinas colectivas, participaciones políticas y discursos ideológicos, dados todos a reducir opciones de vida, e identidades y libertades, es decir, a generar carencias democráticas.

La marca de Yuneisi

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Nacida en la década de 1980, Yuneisi, una de las protagonistas del Episodio rojo de los Cuentos cortos incluidos en mi libro Otra isla para Miguel, relata:

Yo nací con problemas, no crecía, caminaba y al poco rato me ponía moradita, y entonces no sabía llorar, y mi mamá decía que yo estaba enferma. Me llevabaron al hospital y encontraron que tenía una Tetralogía de Falón [Fallot]. Tenía los ventrículos cambiados, los tenía cruzados, y el corazón lleno de huequitos. Entonces lo que me hicieron fue abrirme, ponérmelos normales y ponerme otro corazón. Los niños que estaban al lado mío casi ninguno se salvó, porque se quitaron los aparatos y todo eso. Nada más reviví yo y otro muchacho más que decía que era mi hermanito.

Antes de esto, Yuneisi cuenta que a sus diecisiete años se prostituye: noche tras noche sale “a luchar. Si bien la precariedad y la desilusión han sido elementos fundamentales del discurso educativo respecto a los logros revolucionarios, al mismo tiempo, han venido comportándose como factores asoladores de tal espíritu triunfalista. Por ello, Yuneisi encarna una de las caras malditas y antagónicas de las representaciones de tal discurso educativo. El estilo de vida de Yuneisi se hace eco de un significativo porcentaje relacionado con la venta sexual del cuerpo nacional, femenino y masculino, destinada a conseguir el objetivo que francamente argumenta: “Estoy guardando dinero, o si no, compro las cosas aquí y me las llevo pá allá pá Camagüey, pá darle a mi mamá y a mi hermano, porque aquí [en La Habana] están más baratas las cosas que allá en Camagüey”. Y, seguidamente, consciente de que forma parte del proyecto del hombre nuevo, Yuneisi concluye: Y cuando termine el verano me voy pá Camagüey, porque tengo que seguir estudiando”.

La intertextualidad de Yuneisi es más que refinada dentro del mercadeo corporal, tanto del real como del simbólico, puesto que articula una perversa paradoja: su cuerpo, mucho antes de ser intervenido por los atributos simbólicos correspondientes a toda mujer cubana revolucionaria (uniformes y distintivos recibidos desde los seis años de edad para formar parte de la organización de pioneros, el carné recibido a los catorce años al ingresar a la Federación de Mujeres Cubanas y al Comité de Defensa de la Revolución, el uniforme y el carné de pertenencia a las Milicias de Tropas Territoriales recibido a los dieciséis, etc.), es decir, nada más nacer, ha sido intervenido con éxito por el programa de salud socialista. Antes de 1959, como se ha jactado de repetir el discurso de la Revolución, Yuneisi, nacida en el seno de una familia negra y casi seguro pobre, no se hubiera salvado puesto que su familia no habría podido pagar un trasplante de corazón para un bebé de dos años. Sin duda alguna, la cicatriz que se ve descollar sobre el escote de Yuneisi entresurcando sus pechos, ostenta uno de los resultados reales del socialismo cubano. Una conclusión que resulta tan embarazosa como paradójica, si reparámos en que la cicatriz en el cuerpo de Yuneisi estructura su identidad personal: primero, como individuo que debe su vida al despliegue científico y al programa de salud socialistas, y después, al regular su conservación en un intercambio social producto de la precariedad acumulada por dicho proyecto, cuando por ejemplo, establece medidas de excitación y normas posturales respecto de las cuales no pueden excederse los clientes cuando disfruten de sus servicios sexuales. Esto supone, reparar en que, si el mito hace perdurar el símbolo a través del drama animador del discurso, redistribuyendo subsiguientemente sus roles dentro de la historia nacional, es entonces tal esteticismo de índole política, es decir el uso ostentoso de dicha cicatriz como marca de venta de los logros socialistas, el que remueve el mito nacional remitiendo a sus gestores, partícipes y consumidores, a la precariedad sistémica de dicho socialismo. Cuestión esta que dimensiona la incapacidad en la que se ha asentado el proyecto cubano desde sus años fundacionales para saciar sus propias pretensiones. Pues, al prostituirse, Yuneisi reorienta simbólicamente tal cicatriz condensando con ello el retroceso gradual generado de forma paralela al progreso de la representación positiva, como por ejemplo, la emancipación de la mujer y su configuración simbólica como Magna Mater Deorum.

La medialidad del cuerpo de Yuneisi explaya la crisis de referencia entre la corporeización de la imagen militante y sus devenires –por así decirlo– más ruinosos. En este sentido, debemos tener claro que de la misma manera que lo histórico, lo político y lo ideológico calan en el cuerpo hasta convertirlo en sujeto y objeto públicos, dicho cuerpo suele contestarles desde lo cotidiano y lo privado. Por tanto, por qué no ver en la prostitución ejercida por Yuneisi, bien en términos de uso del cuerpo salvado por el sistema de salud socialista, bien en términos de uno de los modos de sobrevivir que surgen de la precariedad de dicho socialismo, una forma de contestación pública con/del cuerpo, lo que quiere decir, una invalidación de su régimen dictatorial. Al negociar con su cuerpo como “le venga en gana”, Yuneisi crea un espacio de libertad, de autonomía social, política y económica.


La huella de Sonia

H.E.HERNANDEZ.IMAGEN.2Mientras en 1989 el comunismo del Este europeo se decidía a experimentar un cambio político y por ende existencial, el comunismo cubano nuevamente se abstraía en otra representación de patriotismo. Una vez firmado por Sudáfrica, Cuba y Angola en 1988 el término de la Guerra Civil de esta última nación, con el que concluían además los más de quince años de misión militar cubana en África y la agonía recolonizadora de la Guerra Fría, el gobierno cubano decidía devolver a suelo patrio sus víctimas de guerra. Los restos enterrados en los cementerios de guerra africanos desde 1975 hasta la antedicha fecha, debían ser exhumados: los óseos serían depositados en urnas, y los aún en fase de descomposición en ataúdes; y, una vez en Cuba, dichos restos serían repartidos en sus respectivos lugares de origen para recibir el calor de sus familiares y gente de pueblo.

Al municipio El Cerro de Ciudad Habana por ejemplo, relata Sonia en el Episodio negro de los Cuentos cortos, llevaron

dieciséis cajitas, dieciséis cajitas chiquitas, cuatro grandes y dos desaparecidos. La velada fue en la Finca de los Monos […] los retratos [colocados] encima de las cajitas […] y el público iba pasando. Toda la noche estuvo el público pasando por ahí. […] Cada familia de mártir podía llevar cuatro coronas de flores: una, la mandó la dirección de mi trabajo, otra la mandó el Partido de su trabajo, la otra el CDR de aquí, y una la puse yo a nombre mío y de mis hijas.

Sonia es viuda de una víctima del internacionalismo militar en Etiopía, que en 1978, cuando sólo llevaba veinte días en el campo de batalla, murió en una emboscada del enemigo. Dicho esto, vale anotar que es casi imposible encontrar una familia cubana en la que alguno de sus miembros no haya sido Internacionalista, e inclusive en la que uno de sus miembros no haya servido como Internacionalista militar, aunque no cuente como víctima mortal o parcialmente dañada por la guerra.

Sin sarcasmo alguno respecto a la sincera intención gubernamental cubana de rendir honores a los héroes, cabe preguntarse: ¿por qué envolver durante años en el desasosiego a familiares y amigos de las víctimas de los años setentas y ochentas?, ¿por qué tributar a todos los muertos juntos en 1989 y no a cada uno en su momento?, y ¿por qué reelaborar el trauma de la pérdida del ser querido diez años después como en el caso de Sonia? Evidentemente, la politización de dichos honores se articula para desdibujar las nociones en torno a la posibilidad de abandonar las líneas del marxismo-leninismo y seguir los pasos democráticos de la órbita comunista. Esto, claro está, sin entrar en detalles alrededor del disgusto gubernamental respecto al desamparo económico en el que quedaría su proyecto socialista producto de tales pasos hacia la democracia.

En cualquier caso, todo dolor administrado equivale a castigo, y si no, a un tirón de orejas intimidatorio o cuando menos preventivo. A ello se debe que en esta ocasión, el capital simbólico dolorífero cubano pasara de cultivar la convivencia con el dolor de los héroes museificados, a la espectacularización de la resignación de sentir el dolor propio. El dolor que argumenta Sonia a propósito del desencanto que le causa el abandono moral del presidente etíope Haile Mariam para con las víctimas cubanas: “El dolor que uno siente, lo que se lleva por dentro, eso no tiene cura jamás. Ningún médico cura esto, ni el pasar de los años tampoco, porque han pasado años y esto no tiene cura”. Si bien el sentimiento del dolor propio ofrece aquí la oportunidad para hacer patente la insistencia moral gubernamental de que, si todos arriesgamos la vida por todos, todos debemos participar del sufrimiento consecuente, por otro lado, dicho dolor deviene en elemento generador de una merma importante alrededor de la fe en tal insistencia moralista. Puesto que, en el velatorio público nacional de 1989 dedicado a los Internacionalistas muertos en África, no se aborda el pasado de dichas víctimas propiciatorias; antes bien, se emplea el mismo como recurso fáctico para resguardar el futuro del poder. De ahí que, teniendo en cuenta que nada estimula más el credo que la posibilidad de realizarse a través de la intimidad con héroes supremos, la violencia del dolor dispuesta en tal velatorio público se diera a la tarea de introducir el legado simbólico de los héroes nacionales en los niveles más íntimos de la comunidad: tal violencia colectiviza el ejercicio hagiográfico, al inducir la santificación simultánea de cada víctima por su familia correspondiente en algún espacio hogareño museísticamente preparado. Con relación a esto, las hijas de Sonia son parte de un importante porcentaje que ha perdido la fe en el moralismo gubernamental. Representan, las hijas de Sonia, el tipo de víctima secundaria que ha suspendido el orgullo patrio para ir a por una dignidad humana individualizada; como consecuencia, ellas nunca van al nicho institucional del padre localizado en el Panteón de los Caídos por la Defensa: “Cuando su papá cumple años y el día de los padres, le ponen flores en su casa”. No obstante, por muy generalizada y asidua que puedan resultar dicha suspensión del orgullo y tal búsqueda de la dignidad, sus prácticas no opacan los buenos resultados obtenidos por la tradición de la burocracia política cubana en cuanto a colectivizar el dolor y a gestionar la existencia de una versión hagiográfica del mismo en cada hogar. Puesto que, la nobleza del dolor institucionalizado, es decir, la revalorización del dolor físico y moral como algo magnánimo e indulgente, es producto de una constancia de dominación para con el ámbito social y su correspondiente trabajo de inculcación en la identidad e intimidad individuales.

Tras esto, vale indicar el cuerpo como medio a través del cual se participa en el dolor. Léase otro fragmento de Sonia sobre lo sucedido cuando reciben en casa la noticia de la muerte de su marido:

a mi mamá le dio un infarto, a mí me subió la presión, vinieron amigos que se dieron cabezazos contra la pared cuando supieron la noticia de la muerte de él. A mí hasta el vitiligo me dio, porque me puse muy mal, muy mal de los nervios.

El universo heroico, como parte del cultural, procura siempre incluir elementos doloríferos en la vida con la intención de mantener la misma pertrechada para reencontrarse con el dolor en su derivación disciplinaria; esto da lugar, bien a la disciplina ascética sacerdotal enfocada a la mortificación, bien a la disciplina heroica a partir de la cual se endurece al guerrero y a su legado, como por ejemplo sus seres queridos y que le quieren. Pero, ¿qué hacer con el carácter instrumental del dolor y su ilimitada zona con relación al sometimiento corporal? Si tenemos presente que para el inconsciente comunitario el pasado resulta regularmente mucho más poderoso que el presente, qué mejor para la planificación del dolor disciplinario que hacerse con una huella como el vitíligo de Sonia. Si la comunidad experimenta impresiones de dolor al sugestionarse con trozos mutilados y cadáveres de los héroes vistos en registros fotográficos y audiovisuales, con fragmentos disecados, replicas y objetos expuestos en los museos, e incluso al conmemorar sus sacrificios en fechas determinadas año por año en las plazas, se hace meridianamente claro que, al recibir la noticia del ser querido muerto en una lejana misión militar y tener que darle sepultura diez años después, tal impresión muta en incrustación.

Hablamos del dolor incrustado en el cuerpo vivo y de su severo efecto anulador de toda posibilidad de evadirse de la realidad. Una experiencia aprovechada por la burocracia política cubana para impulsar la entrada en otra realidad en busca de esperanzas y creencias reconstituyentes; lo que entraña, instituir la huella de la consecuencia dolorífera como el signo eterno del dolor oficializado. El plan burocrático de introducir tal dolor como legado simbólico en los niveles más íntimos y privados de la comunidad sobreexcede cualquier hagiografía familiar y museística hogareña, puesto que convoca la existencia del cuerpo como un museo móvil, donde la muestra permanente es la huella del dolor que en su día perteneciera a todos. Estamos ante un recambio de lo inerte por una imagen corporal a través de la cual permanecer entre los vivos: es Sonia el ejemplo del ser vivo cuyo cuerpo le es arrebatado como medio para que el muerto hable con voz propia y reiteradamente a la comunidad; su cuerpo con vitíligo pasa de ejercer como transmisor, para ser reproductor de la imagen de dolor a percibir por el espectador. A propósito, vale traer a colación un argumento de Hans Belting:

La medialidad de las imágenes es una expresión de la experiencia del cuerpo. Trasladamos la visibilidad que poseen los cuerpos a la visibilidad que adquieren las imágenes a través de su medio, y las valoramos como una expresión de presencia, así como relacionamos la visibilidad con la ausencia. En el acertijo de la imagen, la ausencia y la presencia están entrelazadas de manera indisoluble (2).

Está claro que Sonia asiste en cuerpo y alma a un engranaje medial, siendo a partir de éste que “asume” su hexis corporal: la conformación física de su cuerpo con su respectiva correspondencia moral, engendra la racionalización de un determinado conocimiento, el de ser una víctima secundaria. Por ello, la asociación suscitada entre lo fisonómico y lo psicológico, instaura en ella otro lenguaje de identidad personal y social, y por ende una manera otra de identidad cultural. He aquí el cuerpo abatido por el proyecto político, cuya huella, el vitíligo, constituye el icono cotidiano del presentismo de una muerte cantada como heroica.


El deseo de Kimbo

H.E.HERNANDEZ.IMAGEN.3Kimbo, uno de los protagonistas del Episodio gris de los citados Cuentos cortos, perdió a su madre con 6 años y con 12 fue condenado a diez años de prisión por matar a un hombre. Después de contar que posteriormente ha estado en la cárcel cumpliendo condenas menores, y que allí fue donde escuchó sobre el mundo de la prostitución de la calle Monte de La Habana, a donde va continuamente a ejercer de proxeneta y donde también ha cogido el SIDA, Kimbo argumenta, con una entonación cuya mezcla contiene ira, violencia, desesperación y choteo, que no le importa ir preso nuevamente:

No me importa, no me importa, lo que quiero es acabar con esta situación. ¡Por mi madre! Tú te crees que es mentira lo que te estoy diciendo. Estoy hablándote con el corazón. Lo que quiero es acabar con esto y me da lo mismo ir hasta preso también, porque ya no hay, no hay ná. Por lo menos allá dentro me dan mi comida y me acuesto a dormir, y me meto una pila de meses por allá y me pongo gordón, y todo está ahí. Me levantan al horario de Recuento Físico, me cuentan y me miran si estoy bien o estoy mal. Vas pá’l médico, vas si te duele la muela. Aquí no tengo ni tiempo pá sacarme el diente. No tengo tiempo. No tengo tiempo porque todo es sofocación. Que si busca dinero pá comer, que si busca esto o lo otro, que si no tengo luz-brillante, que si se acabó el gas, que si busca alcohol… No es fácil la vida esta que llevamos asere. ¡No es fácil! Y que de momento no tienes ni un medio pá pagar la luz. Todo en la vida es difícil y difícil se le hace la vida a uno.

Sin embargo, en el Episodio rosa, Chichí, negro y drag queen que también ha estado preso doce años y seis meses por cómplice de asesinato, relata que las cárceles cubanas son las más represivas y que no entiende cómo hay gente que vuelve a cometer delitos arriesgándose a ser condenados otra vez. Para Chichí, “el que tenga deseo de verse metío en una candela y volver a caer otra vez, es porque tiene que ser demasiao masoquista o demasiao descarao”.

“Estoy hablándote con el corazón”, es la expresión a partir de la cual, después de jurar por su madre muerta y mientras se golpea repetidamente el lado del corazón con la mano, se desata en Kimbo el entramado de ira y desencanto que da paso a su indiferencia en cuanto a regresar a la cárcel. Y es tal indiferencia, es decir su despreocupación, su no sentir inclinación ni repugnancia respecto al hecho de ir preso nuevamente, la que permite palpar su deseo y la desesperanza atroz que lo soporta. El signo de la precariedad plasmado en su flacuencia, en su dentadura mellada, en su ropa blanca sucia y en su constante queja iracunda sobre la imposibilidad de no poder pagar cosas elementales como la electricidad y el gas, y de no tener dinero para comprar comida, componen dicha desesperanza. El deseo de Kimbo, al ser producto de la disidencia corporal, ha coaccionado sus palabras sensorialmente haciéndolas salir del corazón. Ello es lo que hace que su deseo, más que inaudito, suene alocado: Kimbo desea la libertad en reclusión, desea vivir entre rejas para no vivir en la agonía del día a día de la calle; para él la vida carcelaria es la única manera de hacer resistencia a la imposible resistencia de la cotidianidad. Paradójicamente, para Kimbo, usar el cuerpo como objeto de resistencia ante la dura cotidianidad, puesto que cuenta que ha cogido el SIDA durante su desempeño como chulo en el mundo de la prostitución y que ha recibido heridas graves en peleas callejeras, ha implicado poner en peligro su propia integridad corporal; ha traído como consecuencia el deterioro de su vida.

No se trata de percibir a Kimbo como un delincuente condenado por el sistema, ni como un exconvicto marginado por la sociedad e inclusive por su familia; se trata de reconocer en él a un individuo sin filiación ni siquiera para consigo mismo, para con su vida delincuencial; un individuo sin fe, cuyo cuerpo está deteriorado y la única manera de salvarlo, de sobrevivir, es estando entre rejas. Y aquí, no se puede perder de vista que, como argumenta uno de los participantes en la segunda mitad del antedicho Episodio gris, una vez que sales de la cárcel todo el mundo te ve como “un elemento”:

No puedes participar en nada, no eres nada. Desde entonces, nada más por el simple hecho de haber estado preso, aunque tú hayas cumplido con la sociedad, ya tú sabes que eres un mierda, no vales 2 kilos. Y el hecho está en que vas a buscar un trabajo que valga la pena y lo primero que te piden es Antecedentes Penales, y no puedes trabajar.

Más que justificar el por qué hay tantos kimbos reincidentes y denunciar las ineficacias sistémicas para reinsertar al reo una vez que ha concluido su pena, estas palabras llaman la atención sobre el fomento del imaginario de la desesperanza en torno a los exconvictos cubanos. Piense que la asfixia provocada en buena medida por dicho imaginario, empuja a Kimbo a querer escapar de una realidad a otra, es decir que le de igual vivir en una realidad recluida, estrictamente reglada y vigilada, con tal de ponerse gordón y que le arreglen el diente que constantemente se señala, en definitiva, que se preocupen por él aunque sea a través del Conteo Físico de la prisión.

Los tres tipos de cuerpos sobre los que he discutido, han constituido desde circunstancias específicas, objetos de transmisión del imaginario revolucionario de un mismo contexto, el cubano. El cuerpo de Yuneisi, ha servido para hacer ver los progresos revolucionarios en cuanto a programas sociales, como en este caso el de la salud para todos; el de Sonia, para mediar doloríferamente entre el héroe internacionalista y las sociedades a las que se entrega altruistamente, la suya y la del otro; y el de Kimbo, calificado como antisocial, para hacer ver lo que no se debe ser y hacer, puesto que de ser así, puedes ser incluso expulsado de su país como sucedió en 1980 aprovechando los sucesos del Mariel. Pese a ello, Yuneisi, Sonia y Kimbo, alcanzan hoy cierta “plenitud personal” a través de sus cuerpos: a través de la resistencia de sus cuerpos y consecuentemente a través de lo que sus cuerpos relatan sin contar con ellos. Yuneisi, prestando servicios sexuales por dinero, sobrevive y ayuda a su familia que vive en otra provincia. Sonia reclama el no olvido del amor de su vida que murió en un conflicto bélico en el que, una vez terminada la Guerra Fría, todos han dejado de creer: los cubanos, sus dirigentes, y la izquierda internacional que en su día lo apoyara; la conclusión de Sonia es: “él no debió haber ido a la guerra”. Y Kimbo, no se decanta por ninguna de dichas variantes de resistencia; pues ésta, para él, consiste en la indiferencia. Y, aunque se dice que la indiferencia es contraria a la responsabilidad social y política, la que sale a flote en Kimbo y que a su vez le produce el deseo de verse en la cárcel, debe ser vista como otra opción de libertad. Porque no aceptar, que no sentir ni amor ni odio hacia el poder, es activar un modo de resistencia que también puede desembocar en sacrificio, tanto como la huelga de hambre de un preso político, la emigración del país en cualquiera de sus variantes, o la radical rebelión armada.

——
(1)- Hernández, Henry Eric, 2008, Otra isla para Miguel. [Incluye DVD con la serie documental Cuentos cortos], Perceval Press, Santa Mónica.

(2)- Belting, Hans, 2007, Antropología de la imagen, Katz, Buenos Aires, pp. 38-39.

 

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