Desde joven, Ray Bradbury descubrió que hacer listas de palabras y después preguntarse por qué había pensado en esas y no en otras era un buen ejercicio para imaginar las historias que lo convirtieron en un gran escritor. Es decir, probó ser generoso en su creatividad no solo a la hora de redactar sino a la hora de idear qué es lo que iba a redactar, y sobre todo, probó ser generoso al mostrarnos que para desbloquear la creatividad hay que ser creativo. Porque la creatividad también tiene sus trampas.

Así, como el gran centinela del goce por la vida y la literatura que fue, Bradbury reunió suficientes consejos para llenar un libro que luego titularía Zen en el arte de escribir (1973). Allí cuenta que, cuando tenía veintitantos años de edad, encontró una estrategia para “desentumir su músculo creativo”: hacer listas. Su método era utilizar este maravilloso instrumento de hipótesis para bajar los sustantivos que ocupaban su mente y luego, mediante la asociación libre, armar el rompecabezas que compondría un relato.

Estas listas eran provocaciones que, finalmente, llevaban lo mejor de mis cosas a la superficie. Sentía cómo me dirigía hacia algo honesto, escondido en una trampilla debajo de mi cráneo.

Sus listas eran algo como esto:

El lago. La noche. Los grillos. La barranca. El ático. El sótano. La trampilla. El bebé. La multitud. El tren de la noche. La sirena de niebla. La guadaña. El carnaval. El carrusel. El eneno. La casa de los espejos. El esqueleto.

El escritor confiaba en que, mediante este tipo de listas, la “mente intuitiva” sería capaz de encontrar una vía para transitar entre el aparente caos y descubrir el patrón de una narración imaginativa y coherente. Un procedimiento que puede calificarse de lacaniano si recordamos la condición “esencialmente paranoica” que el psicoanalista francés atribuía al “yo” (siempre preocupado por encontrarle un sentido a las cosas) o, como se asegura la neurociencia contemporánea, nada más que una propiedad inalienable de nuestro cerebro, que evolucionó justo para descubrir la conexión entre piezas que se creen sueltas y ajenas entre sí. Continúa Bradbury:

Hay tres cosas en tu cabeza. Primero, todo lo que has experimentado desde el día de tu nacimiento hasta ahora. Cada segundo, cada hora, cada día. Después, la manera en que reaccionaste a esos eventos en el minuto en que sucedían, fueran desastrosos o felices. Esas son dos cosas que tienes en tu cabeza y que te aportan algún material. En tercer lugar, aparte de las experiencias vitales, están todas las experiencias artísticas que alguna vez tuviste, las cosas que has aprendido de otros escritores, poetas, directores de cine y compositores. Así que todo esto al interior de tu mente es una manta fabulosa que tienes que sacar. ¿Cómo puedes hacerlo? Yo hacía listas de sustantivos y después me preguntaba qué significaba cada uno. […] ¿Por qué puse esta palabra? ¿Qué significa para mí? ¿Por qué puse este adjetivo y no otro? Haz esto y estarás en camino de ser un buen escritor.

Bradbury utilizó este método frecuentemente, sin importarle que los cuentos resultantes a veces fueran rechazados por las revistas adonde los enviaba. Porque esa es la otra parte de la creatividad, la del juicio y la valorización de los otros, pero antes de llegar a ese punto acaso solo podemos esforzarnos por entregar lo mejor que tenemos, lo cual es posible que se esconda en regiones de nosotros mismos en las que no pensamos a menudo.

Para el autor de Crónicas Marcianas y cientos de historias cortas más (tal vez miles), la musa por excelencia es tu inconciente. En la medida que puedas establecer canales de comunicación con ese cúmulo cuasi-infinito de información que llevas dentro, entonces jamás te faltará materia prima para transformar.