Los pecados de Heine: “NOCHES FLORENTINAS / MEMORIAS DEL SEÑOR DE SCHNABELEWOPSKI”, de Heinrich Heine

Sello postal de la antigua República Democrática Alemana con la efigie de Heine.
Sello postal de la antigua República Democrática Alemana con la efigie de Heine.

Por Ignacio González Orozco.

“Dios me perdonará, ese es su oficio”. Se atribuyen estas palabras a un moribundo Heinrich Heine (Dusseldorf, 1797-París, 1856). Pero, ¿cuáles fueron sus pecados, si tan presentes los tenía?

No debió imputarle el Creador, por ser falta correspondiente a otro negociado, la vida parasitaria que el poeta gozó durante lustros a cuenta de un pariente paterno, el rico tío Salomon, que consideraba a su sobrino como un verdadero inútil, pura carne de beneficencia pública. Fue bonito mientras duró y a la postre, una vez fallecido el mecenas, tamaña generosidad tuvo en vida su purgatorio, pues Heine acabó en la miseria mientras su editor, Julius Campe, se forraba –y no exagero– gracias a la fama cosechada por los poemas de su editado. Además, la munificencia del tío Salomon jamás pudo compensar el desprecio de su hija Amelie, gran amor nunca correspondido del poeta renano.

Para las gentes de orden de la Alemania de su tiempo, por muy laboriosas que ya fueran las mismas, poco podía importar la holganza de un poeta tempranamente elevado a los altares de la fama. No así, en detrimento de tal renombre, la manifiesta adhesión de Heine a los ideales revolucionarios extranjeros, cernidos sobre Alemania al paso de Napoleón (“El destino montado en un caballo blanco”, dijo del emperador un amigo de juventud de Heine, el gran filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel). Al exilio francés le llevó su abultado expediente de revoltoso, y cabría decir que felizmente, pues allí se entregó durante años a la vida licenciosa “al gusto del París pagano”, como escribiera un siglo después Antonio Machado. ¿Se resarció así del desdén profesado por la prima Amelie? Lo consiguiera o no, la fama de libertino le acompañó desde entonces hasta el final de sus días.

Otros baldones hay que no se ganan a pulso ni por omisión, al venir impresos en los prejuicios del prójimo. Suponemos que esas faltas tampoco las pesa Dios en su romana, aunque le acusen a uno de complicidad en la muerte de su Hijo: parejas tribulaciones que la política –duelos de honor incluidos– vino a causarle a Heine el sambenito de su origen hebreo (Harry de nacimiento, el poeta cristianizó su nombre como Heinrich al convertirse al protestantismo, en 1825). Recuérdese que el antisemitismo es un rasgo esencial de la cultura popular alemana, como beber cerveza o comer salchichas con sauerkraut (chucrut), hasta el punto de que uno de sus principales animadores históricos, el reformador Martín Lutero, instó a predicar a los turcos, principales enemigos de la cristiandad de su época, y a perseguir a los pacíficos judíos (los aborrecía tanto como al Papa).

Así pues, ora por revolucionario ora por israelita, a ningún ultranacionalista alemán extrañan los célebres versos con que Heine inició uno de las composiciones incluidas en sus Nuevos poemas: “Si pienso, de noche, en Alemania/ya no puedo dormir más.” Con ellos –y no solo por ellos– se ganó la ira de los nazis y otras especies de estólidos cuyo discurso ha tachado de “neurótico”, por mantenerse encerrado en las circunvoluciones de su propia obsesión, el filósofo Peter Sloterdijk. La Dieta (reunión de delegados de la Confederación Germánica) prohibió todas sus obras en 1833, bajo el cargo de traidor.

Tampoco parecen en exceso graves las licencias morales que cabría rastrear en dos de sus obras, las novelas cortas Noches florentinas (1836) y Memorias del señor de Schnabelewopski, posterior en el volumen pero anterior en el tiempo (1833). La propensión hacia lo escabroso patente en sus páginas, aun con guiños a la obscenidad, cabe tomarla como ese interludio de asueto que hasta las almas más sensibles deben permitirse para mantener su habitual gravedad lírica. Y tampoco decanta hacia las llamas eternas, de seguro, la implícita aquiescencia con las frivolidades de un aristócrata casquivano y burlón, Schnabelewopski (nombrecito… ¿y qué decir de su criado Prrschtzztwitsch?), imagen tal vez de cuanto su autor hubiera querido ser en vida. Crapulosa aspiración sin duda, pero en modo alguno decisiva para el arqueo final de un alma.

Ninguna de estas novelas de inclinación folletinesca figura entre las obras señeras de Heine, cuya estatura literaria no puede apreciarse sin títulos capitales como los poemarios Poesías (1822), Libro de canciones (1827), Nuevos poemas (1844) y Romancero (1851); las Tragedias (1823) y las narraciones de Cuadros de viaje (1826-1831), además de distintos ensayos acerca de filosofía y religión. Sin embargo, ambos relatos certifican la gracilidad del autor a la hora de deambular entre los registros lírico, burlón y tétrico.

Las Noches florentinas recuperan un viejo esquema narrativo, el del contador de historias que en este caso narra sus devaneos amorosos a una dama moribunda, tan consumida por la pasión carnal como por la enfermedad. Los episodios galantes, jalonados por frecuentes digresiones sobre el arte, la música o la psicología de los pueblos, culminan con la cuasifantasmagórica historia de Lorenza, bailarina dotada de mórbida belleza (como solo puede poseerla quien ha nacido en una tumba, del vientre de una madre agonizante). Por su parte, las Memorias del señor de Schnabelewopski se aproximan por su trama a una bildungsroman (novela de formación) de tono guasón, nada que ver con la gravedad de otros autores del subgénero, como Novalis o Goethe. Parte de lo narrado se inspira en las propias vivencias del autor, sobre todo las caracterizaciones bufas de los estúpidos personajes burgueses.

En ambos obras, Heine explota los temas preferidos del romanticismo –sueños, aparecidos, monstruos– pero sin la retórica engolada blandida por sus cultivadores alemanes, aportándoles un lenguaje más conciso y vital, siempre administrado con elegante tino; él y Nietzsche fueron “los primeros artistas en lengua alemana”, a juicio poco modesto del segundo. En este sentido, el vate renano se declaró deudo literario de Wilhelm Müller (1794-1827), valedor de la poesía pura mucho antes que Juan Ramón Jiménez.

Hay, empero, un cargo muy de actualidad, políticamente incorrecta en el sol narrativo de Heine. Una mancha que no oculta el fulgor solar de su obra pero desilusiona, tal vez, a sus seguidores, sobre todo si son féminas. Noches florentinas y Memorias del señor de Schnabelewopski ofrecen testimonio de una aparente misoginia; tan recurrente y enconada que a veces creemos estar leyendo las más punzantes sentencias de Baltasar Gracián, para quien la mujer era nido de todos los vicios. Las mujeres, escribe Heine, “sólo tienen un modo de hacernos felices” (presumiblemente, el sexo), pero “saben hacernos desgraciados de mil maneras”; tal vez porque, como más adelante indica el autor, la insensatez rige la conducta femenina y la ingratitud sus sentimientos. Ante tales precedentes, la influencia del bello sexo sobre el varón solo puede ser perniciosa, más aun deletérea: “siempre por las mujeres, aun en los casos más favorables, perecemos”. Lo cual explica bien que Berlioz compusiera su Marcha al suplicio, como recuerda Schnabelewopski, la mañana del día de su boda.

Perdónenle también, señoras, aunque no sea el oficio de ustedes.

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