Sobre el sexismo en la ciencia: «Lana Caprina. Epístola de un licántropo», de Giacomo Casanova

Por Ignacio G. Barbero.

CasanovaA menudo describimos los ensayos de contenido científico como obras libres de tendencia ideológica y, por tanto, incapaces de imponer una moral determinada o generar un discurso sesgado sobre la realidad. El prestigio de la disciplina en la que amparan sus argumentos (la ciencia) nubla nuestra capacidad para criticar razonadamente las ideas expuestas en ellos, como si estas últimas no pudieran producir discriminación o violencia. Un ejemplo sutil, pero constante a lo largo de los siglos, de esas virulentas ideas es el control y disciplinamiento del cuerpo y el carácter de las mujeres y los hombres mediante discursos o estudios “justificados” científicamente (la eugenesia, la clasificación de las preferencias sexuales en naturales y no naturales, la cirugía estética, etc.). Hablamos de un proceso que ha afectado y afecta a ambos sexos, pero que incide con especial intensidad en el femenino, pues el patriarcado ha gobernado las sociedades desde tiempos inmemoriales (“Calibán y la bruja”, de Silvia Federici, ejemplifica muy bien este último punto).

Giacomo Casanova, caracterizado históricamente como seductor a la patriarcal usanza, es curiosamente quien desvela un ejemplo de esa fatídica y recurrente injusticia en la obra que nos ocupa. En ella se dedica a comentar en tono burlón y desenfadado los escritos de dos jóvenes profesores de Anatomía de la Universidad de Bolonia, Petronio Zecchini y Germano Azzoguidi, sobre el cuerpo y el carácter de las mujeres. El primero redactó De la naturaleza de la dialéctica de la mujeres reducida a su verdadero principio”, obra donde reduce la esencia identitaria de la mujer a su útero, que controla por completo su comportamiento y sus ideas. No se puede culpar a aquella de sus errores ni tampoco de sus aciertos, porque ambos dependen de las fluctuaciones “anímicas” de una parte del aparato reproductor femenino, a saber: la mujer es incapaz de cualquier acción libre y razonada, por lo que no puede ser responsable de sus actos. Su raciocinio, consiguientemente, es una ilusión, una fantasmagoría; su libertad de acción, una quimera; no puede pertenecer, sabiendo esto, a la misma especie que el hombre, porque no tiene racionalidad ni la misma composición corporal que este: es una imperfecta producción de la naturaleza humana.

El segundo folleto se títula “Cartas de Madame Cunegunda de Bolonia a Madame Paquette de Ferrara” y hace una crítica a la idea de que el útero domina la capacidad de decisión y análisis de la mujer. Las certeras palabras de la prologuista, Marina Pino, describen qué es lo que argumenta Azzoguidi y cómo lo hace: “aunque reconoce que el útero es “un animal”, no sabemos si en el sentido de algo vivo o bien de un órgano propicio a las animaladas, afirma rotundamente que dicho animal no tenía ningún poder sobre la razón de la mujer porque nunca se ha encontrado el menor canal de comunicación entre esa víscera, “vaso del feto”, y el cerebro de la mujer. Ninguno” (p. 16).

El autor analiza los dos planteamientos, centrándose especialmente en el que considera a las mujeres “úteros parlantes”, ya que es el que impulsa la discusión. Inmediatamente se apercibe de los absurdos e infundados prejuicios sexistas que atraviesan la ideas de estos autores al ver cómo pretenden establecer diferencias intelectuales y de carácter entre ambos sexos basándose en supuestas -y burdas- diferencias anatómicas. Tras negar la siquiera existencia de esas disimilitudes, llega a una tesis relevante y fundamental: la mujer y el hombre están determinados por la educación que reciben y por el rol social a la que esta les obliga. Y nada más. Así lo explica:

El hombre se acostumbra desde niño a enfrentarse y atacar para defenderse de quien quiera oprimirlo, y con sangre fría va la guerra a derramar sangre, y desafía en duelo a un competido al que mata o que lo mata sin cólera (…) [La mujer] no sabe qué es ir a la guerra, y sus duelos son combates de palabras; está educada así, y por la fuerza de la educación está reducida a admirar la valentía del hombre sin poder concebirla ni imitarla” (p.54-55)

La mujer, en consecuencia, no estudia teología, ni ciencias, y sólo hace lo que le enseñaron ciertos santos varones que se las dan de pedagogos. Por ello, no tienen más que el raciocinio que han podido desarrollar. Son “el resultado de lo que han aprendido”, no el efecto de la influencia uterina. Tal y como dice el autor: “La mujer, educada bajo unas condiciones, piensa de una manera y bajo otras condiciones diferentes pensaría de otra forma” (p.64) Esta máxima evoca un argumento de Poulain de la Barre, pensador cartesiano y uno de los primeros teóricos modernos del feminismo, que en “La educación de las damas” afirma que el sexo femenino no posee la misma capacidad analítica que el masculino porque, sencillamente, no es educada, como el hombre, para que la desarrolle. Así, defiende la idea de que la mente no opera de modo diferente en un sexo y en el otro, es igualmente capaz de las mismas cosas (tesis que va en contra de la creencia tradicional de la época, que sostenía que la mujer era inferior -y diferente- intelectualmente al hombre y, por tanto, no había que educarla en las mismas materias que a él). Si fuera instruida en igualdad de condiciones al hombre, pensaría y desarrollaría sus capacidades tanto como este.

A esta importante conclusión llega también Casanova en su breve ensayo, que está redactado con una vibrante lógica, un sano sentido común y un entretenido buen humor. “Lana Caprina. Epístola de un licántropo” es una novedad bibliográfica que merece la pena leer, tarea en la que emplearemos «una tarde», y comprender, labor que nos ocupará más tiempo, pero que resultará sumamente provechosa para nuestra inteligencia.

«Lana Caprina. Epístola de un licántropo»
Giacomo Casanova
Hermida Editores, 2014
90 pp. , 14 €

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