Porque los libros que gustan a las madres no gustan a la crítica

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

tallersEran las nueve de la noche cuando me encontré con Joan –así le llamaremos en esta crónica que, como toda escritura, está impregnada de ficción- en la esquina de las Ramblas con Carrer Tallers; nos habíamos visto hace ya más de un mes y, el motivo, volvía a ser el mismo: hablar de su novela en la que estaba trabajando desde hace ya casi un año. Él me hablaría de su novela, de las inseguridades que le provocaba cada nueva lectura, mientras yo me desahogaría de mi tesis doctoral, que parecía no arrancar: “he escrito ya las primeras cinco páginas”, le dije nada más verlo, mientras nos aproximábamos a la ya habitual taberna, “por fin he arrancado”. Se lo dije de inmediato, sabía que nada más llegar al bar, la novela habría sido el tema principal de la conversación, la novela y todo lo que rodea la publicación de una obra, su acogida, la crítica, el número de lectores o las presentaciones de libros. El viejo bar olía a fritura; la camarera no dejaba de sacar platos hacia las mesas, casi todas ocupadas; tuvimos suerte, y encontramos una mesa para dos frente a la puerta. Tras pedir las dos cañas protocolarias, la novela, cuyo título sigo desconociendo, se impuso en nuestra conversación: “espero que te guste”, me dijo casi de inmediato Joan, “espero que puedas hacer una buena reseña”. Nunca se puede – o nunca se debería, aunque este es ya otro tema- asegurar una buena crítica, sin embargo no hay nada más cruel que desalentar a quien está enfrascado en la escritura, “¿por qué debería ser mala?”, le contesté, en un intento de transmitirle esa confianza que, a cada nueva frase, parecía disolverse hasta alcanzar su completa ausencia. “Escribe, solamente escribe, no pienses en el después, en el qué dirán, en las críticas o en el número de lectores”, le insistí, pero para mí era fácil decirlo, ¿cómo no pensar en el sentido que tendrá aquel manuscrito al que dedicas largas horas del día una vez se convierta en libro? “¿Cómo quieres que no piense en lo que pasará con la novela, en lo que dirán de ella?”, me contestó Joan, mientras la camarera nos servía nuestra segunda cerveza. No se puede escribir pensando en el lector, se dice desde la frialdad teórica, pero el lector siempre está ahí, al acecho; “el lector y el crítico”, añadió, “¿y si no entienden mi novela?”. Con su primera obra, Joan ya había demostrado que lo suyo era romper los cánones formales de la narrativa, y lo había conseguido hacer con admirable maestría, considerando que se trataba de una opera prima. “Esta vez”, me dijo, “mi madre entenderá mi novela. Estoy seguro de que no sucederá como la anterior, con está incluso se emocionará”. Recordé la anécdota que se cuenta de un joven Jacques Derrida que, en cuanto tuvo en sus manos el hoy célebre ensayo La escritura y la diferencia, fue a mostrárselo a su madre quien al ojear, con mirada atenta, las páginas de aquel libro recién salido de imprenta, se detuvo y con mirada incrédula se dirigió a su hijo, allí presente: “Jacques, no te has dado cuenta, en el libro hay un error ortográfico, un error que se repite a lo largo de todo el ensayo”. La palabra différance, hoy convertida en concepto manido de teoría literaria, no había pasado inadvertido para la madre del filósofo: “se escribe différence, Jacques, no différance”. El ensayo que encumbró a Derrida parecía ser un misterio para su madre, “¿cómo has podido cometer una falta ortográfica así?”, parece que insistió la mujer a su hijo; de esta misma forma aquella primera novela de Joan, aquella que le había abierto las puertas a la escritura de esta segunda, aquella que tan buena acogida había tenido por parte de gran parte de la crítica, resultaba incomprensible para su madre. “Los libros que gustan a las madres nunca les gustan a los críticos”, comenté, “parece ser ley de vida”; recuerdo que, en una ocasión Vargas Llosa narró el rechazo que había recibido por parte de su abuela cuando, en los inicios de su carrera, -acababa de publicar Los cachorros, si no recuerdo mal- le recriminaba el uso de palabras no apropiadas. “La crítica se olvida muchas veces del lector común, que no busca complicadas interpretaciones en la novela”, me comentó hace algunos meses un amigo escritor, tras confesarme que nunca enviaba sus manuscritos a otros escritores, “yo se los envío a un par de amigos que son muy buenos lectores, gente que lee mucho y obras muy variadas, novelas que yo nunca leería. Ellos mejor que nadie saben decirme si la novela funciona o no”.

Algunos críticos hablan de lectores profesionales y lectores normales, pero a mí me gusta hablar simplemente de lectores, lectores con gustos distintos, con diferentes bibliotecas personales, pero lectores con toda la grandeza de la palabra. “Nos quejamos de que no hay lectores, pero ¿hasta qué punto en nuestro país y durante mucho tiempo el lector medio no ha sido excluido de la propuesta literaria, marcadamente elitista?”, me comentaba hace un mes una escritora y editora en Madrid, recriminando ese elitismo que todavía impregna la definición de lector que muchos escritores tienen. Decía Vila-Matas que hay que distinguir entre los grandes lectores y los amantes de la literatura, leer mucho, sostenía el autor barcelonés en un artículo, no implica amar la literatura, la buena literatura. Y tenía razón el autor de El Mal de Montano, se venden muchos libros y en más de una ocasión los más vendidos son aquellos de calidad literaria más dudosa, sin embargo, ¿es culpa del lector? En estos días de recortes literarios, en los que un clásico como El Quijote es presentado en su reducción –en su expolio- bajo la justificación de que resulta demasiado difícil para el público lector más joven, la pregunta se hace inevitable: ¿más que condenar al ávido lector sin formación literaria, no habría que culpar a un sistema educativo y, a la vez, un sistema cultural que ha olvidado de formar lectores, amantes privilegiados de literatura? La dificultad no es un mérito a priori así como tampoco la circulación en elitistas o reducidos ambientes literarios; Dickens, Victor Hugo o, más modernamente, Simenon son la evidencia de que se puede llegar a un gran público desde la más alta literatura. Hoy reconocidos, pero, como el propio Quijote, durante tiempo considerados, en términos de Sainte Beuve, como “littérature industrielle”. “Todavía hay quien no concibe que llegar a todo tipo de lector no es escribir peor, sino renunciar a esa actitud elitista que ha impregnado parte del mundo cultural español desde la transición”, me comentaba la autora y editora. Recuerdo cuando, invitado a dar una conferencia en la Universidad, Juan Marsé, despojado de todo prejuicio, afirmó que prefería la narrativa de Charles Dickens antes que la experimentación de James Joyce, en especial del Joyce del Ulises y del Finnegans Wake.

Zagreb lectores-librería

Esa misma tarde, antes de quedar con Joan, había quedado con otro amigo escritor que acababa de llegar a Barcelona; “no quiero precipitarme en terminar la novela que estoy escribiendo”, me comentaba, sentados en torno a una mesa de uno de los pocos restaurantes que, en Carrer Ferran, han conseguido permanecer inmunes al avasallamiento de establecimientos turísticos de comida rápida y souvenirs anacrónicos. Para mi amigo la escritura es un placer y, a la vez, un arte que requiere su tiempo; no le pregunto nada acerca de la novela que tiene entre manos, no le gusta hablar de ella mientras la escribe, “sólo dejaré leer la novela una vez que la haya terminado”, afirma, previniendo toda posible pregunta “indiscreta”. “Tardaré en terminarla, no es bueno publicar demasiado seguido, hay que dejar tiempo a los lectores”, afirma mientras abandonamos el local y nos dirigimos hacia las Ramblas. Los años le han concedido aquella seguridad que muchos envidiamos; el éxito de sus novelas anteriores hace prever que nunca le faltará público lector, sin embargo, ante la página en blanco, el reto sigue siendo el mismo. “No escribo pensando en el lector”, me había dicho hace algunos meses, “aunque tampoco te puedes olvidar de él; al lector hay que respetarle, siempre”, un respeto que, sin embargo flaquea cada vez que se construye una escala de profesionalización lectora. Umberto Eco, en sus Apostillas a El nombre de la rosa, habló de niveles de lectura, no de niveles de lectores y, sin embargo, todavía hoy parecen existir para muchos distintas ligas lectoras: condenamos a cierto tipo de lectores, pero sin preguntarnos por qué leen lo que leen. La clausura en sí misma de la alta cultura, los planes de estudio que anulan todo interés lector y, inevitablemente, la industria editorial que ha convertido el libro el objeto de consumo, han seccionado y empobrecido un escenario lector, el nuestro, donde lo más fácil es condenar al lector no amante de literatura.

schillingHoras más tarde, junto a Joan, me encuentro frente a ese mismo restaurante en el que, a primera hora de la tarde, había compartido un gin-tonic con mi amigo escritor; “¿no me dirás que el sitio no es elegante?”, ironicé mientras Joan escrutaba el interior del restaurante: “Seguro que nunca antes habías venido”, me espetó; “seguro que él vende muchos libros, al menos más libros que yo”, continúo mientras nos alejábamos. “Evidentemente, Joan, él vende más libros que tú, de eso no hay duda”, dije entre risas mientras le cogía por el brazo y nos encaminábamos hacia Plaça Reial, “por eso me dejé invitar”. Le convencí para ir al Pipa’s Club, “es caro, nos cobrarán una barbaridad por una simple cerveza”, pero insistí, “será nuestra particular celebración navideña, además a la segunda ronda te invitó, me siento generosa”. Ya sentados frente a la ventana, la novela volvió a ocupar nuestra conversación: “me gustaría que mi novela encontrara muchos lectores, aquí y en el extranjero”, dijo Joan, “me haría mucha ilusión que se tradujera, eso querría decir que ha encontrado un amplio público”. Ante el complicado mundo editorial, más complicado todavía si eres un joven autor sin padrino, toda promesa no sólo es vana, sino cruel; “no te preocupes, además, si le gusta a tu madre seguro que tendrá muchos lectores”, le dije –más no podía asegurarle, “entonces”, me contestó, “siguiendo tu lógica, no le gustará a la crítica”. Las frases hechas tienen su trampa, “a veces la crítica literaria, incluso, acierta” le respondí; “sabes, no me importaría tener todos los lectores que tiene tu amigo, es el mayor reconocimiento para un escritor”, un reconocimiento que, sin embargo, muchas veces no viene acompañado por el reconocimiento crítico. “Tener lectores es el mayor éxito para quien escribe”, le dije, “pero, por mucho que se niegue, el reconocimiento por parte de la crítica es importante, es algo que todo escritor desea”. Pero, ¿de qué crítica?, “¿te refieres a esa crítica que dedica cuatro artículos en dos días a un mismo escritor, a esas vacas sagradas de la literatura, que escriben semanalmente en ese mismo periódico?”, dijo con contundencia Joan, “esa crítica nunca reseñará a tu amigo, pero tampoco a mí. Ni novela nunca saldrá en sus páginas”.

Llegó la segunda ronda, “¿Me invitas tú?”; pagué con tarjeta, en mi monedero lo justo para regresar a casa; “cuando tengas muchos lectores me debes una copa”, “¿dónde?”, preguntó, “pues en el restaurante de antes, donde me invitó mi amigo, ¿dónde sino?”. “Cuando tenga lectores”, suspiró, “entonces tengo que cruzar los dedos para que mi madre se emocione con la novela” añadió con ironía. “Si es así, tendrás lectores, lo de las buenas críticas…” Me interrumpió, “aunque no seas madre, seguro que tendré la tuya”; reí, “eso sólo si la novela lo merece, independientemente de lo que diga tu madre” le respondí, nunca hay que perder la compostura ni la objetividad, ni tan siquiera frente a los amigos escritores. “¿No serás, al final, tú también de aquellos críticos que no les gustan las novelas que gustan a las madres?”. “Soy una lectora más, me gustan las novelas”, respondí, “me gusta la literatura y ya está”.

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