Yuri Herrera, vocación de estilo

Por Aitor Romero Ortega.

Lo primero que se percibe al leer a Yuri Herrera (Actopan, 1970) es una voluntad lograda de estilo que tensa toda su prosa. El idioma que Herrera ha escogido para escribir sus novelas es algo que se parece al idioma popular de los mexicanos, convenientemente arqueado hasta encontrar un ritmo y un costado poético totalmente imprevisibles. De cuando en cuando aparecen en sus textos algunas palabras provenientes del castellano antiguo que apenas desentonan, integrándose en el conjunto como una nota más.

Y es que lo mejor que puede decirse de Yuri Herrera es que sus novelas no son trasladables a ningún otro territorio que no sea el de la pura literatura porque, más que de tramas o de argumentos emblemáticos, están compuestas de una palabra detrás de la otra en un determinado orden hasta crear un ritmo y una atmósfera. Las novelas de Yuri Herrera, en definitiva, no son reducibles a algo distinto que su propia escritura, no pueden resumirse. Lo único que puede hacerse con ellas es leerlas, que no es poco.

Esa delicada arquitectura sintáctica que lo emparenta con maestros del cuento de ayer (Cortázar, Rulfo) y de hoy (Tizón) parecería alejarlo de la construcción novelística para llevarlo al campo de la poesía o de la narrativa breve. Sin embargo, Herrera ha elegido para los tres libros escritos hasta la fecha – “Trabajos del Reino” (Periférica, 2008), “Señales que precederán al fin del mundo” (Periférica, 2009) y la “Transmigración de los cuerpos” (Periférica, 2013) – la distancia media de la novela corta.

El lector desconoce si esta constricción a medio camino se deriva de un acto de sabiduría o de prudencia, pero en todo caso agradece la intensidad sostenida y la fabulosa economía de su lenguaje poético. Y también la levedad – en este caso física – de sus libros, algo inusual en esta geografía tan poblada de ladrillos, a menudo insustanciales, que es la literatura iberoamericana.

Yuri Herrera consigue tallar con su escritura algunas escenas memorables. A partir de su prosa y de una escenografía desconcertante, que nunca termina de definirse del todo, alcanza un aliento poético que funde lo popular con un México alegórico que es el suyo. Herrera opera desde esa permanente alusión que es lo simbólico, a través de los paisajes fronterizos o de la gran urbe, indudablemente mexicanos, pero a los que casi nunca se nombra directamente y que permiten fundar en el lector el embrión de una mitología.

El cantante de corridos que termina trabajando para un narco, al que todo el mundo conoce como el Rey, como el poeta que era acogido en la corte del monarca renacentista (“Trabajos del Reino”). El uso de los mitos precolombinos para estructurar un viaje lineal (“Señales que precederán al fin del mundo”). La megalópolis asolada por una epidemia, como paisaje apocalíptico, en la que aun así nunca cesa el escabroso comercio de los hombres (“La transmigración de los cuerpos”). En todas esas historias Yuri Herrera utiliza un lenguaje que oscila entre lo áspero y lo lírico para dibujar el México de los arrabales y de las cantinas, y de la muerte y de la frontera.

Y aun así, no es nunca el México de los documentales o de las novelas naturalistas, sino un territorio épico propio, como lo fue el de Rulfo, ordenado a través de una mitología de contornos imprecisos. La suya tal vez sea una de esas pocas obras asombrosamente singulares que se están escribiendo hoy en día en la literatura en español. Y sin hacer demasiado ruido, como casi siempre.

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