Escritores menores de cincuenta absténganse

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Como ya dije en el anterior artículo, confeccionar listas de los mejores libros del año es un deporte de alto riesgo, se corre el riesgo de atragantarse nada más empezar. Rehuí el peligro negándome a hacer ninguna lista, por mucho de que no fueron pocos quienes me insistieron para que diera algún que otro nombre. Orgullosa de lo que hice, no pienso desdecirme, en el país del “donde dije digo, digo Diego”, quiero mantenerme cual excepción, ni que sea para confirmar la regla. Dicho esto, no nos podemos dejar engañar, ni mi no-lista es símbolo de heroicidad alguna ni el hecho de confeccionarla es el único peligro que entraña el periodismo cultural. En efecto, otros de los grandes riesgos que acecha al periodismo cultural es la esquematización: en la pretensión de catalogarlo todo, las excepciones ponen en evidencia las aporías de todo intento: compartir edad no implica configurar una generación, tener una determinada profesión al margen de la escritura no desprestigia a priori la obra literaria y, lo que aquí nos interesa, haber pasado la barrera de los cincuenta años no es un valor añadido. Consciente del riesgo que corro y jugando a ser Groucho –ya saben, “si no le gustan mis principios, tengo otros”-, eso sí con un fin que espero termine por justificar el medio, propongo establecer una barrera, la de los cincuenta años, para responder o, mejor dicho, para preguntar algo que ya mencionaba hace algunos días Jorge Carrión: ¿Por qué si eres un escritor de menos de cincuenta años tu novela no puede ser importante?

peleaEl origen del artículo se sitúa el pasado sábado tras la publicación en Babelia de la lista de los mejores libros del 2014, lista que–y no sólo ella- demuestra que el aura literaria está en manos de unos pocos, quienes representan, independientemente de sus obras, la referencia intelectual oficial. En términos de Pierre Bourdieu, los autores que encabezan la lista publicada el sábado y que, si bien la banalidad teórica del dato, han pasado ya la frontera vital de los cincuenta años, ocupan el campo restringido del periodismo cultural, en el que su influencia resulta indiscutible y no solamente porque son firmas habituales de los mismos periódicos, sino porque representan la academia, en el más amplio sentido: académicos o no, estos autores han conseguido institucionalizarse, ser reconocidos por las distintas academias –universitarias, educativas, institucionales- y convertirse en los autores insignes de la literatura española de la democracia. La llegada de la democracia supuso a nivel cultural el portazo a la dictadura, el desprestigio – como analiza Jordi Gracia con respecto a Dionisio Ridruejo– de más de un autor cuyo valor literario fue disminuido, incluso obviado, en pos de una consideración ideológica. Todavía hoy suscita debates la figura de Josep Pla, uno de los mejores prosistas, ya sea en castellano como en catalán, del siglo XX, y autoras como Rosa Chacel han sido completamente olvidadas como parte de esos años que debían dejarse atrás. El grupo de escritores que hoy ocupa el podio de los elegidos son aquellos que comenzaron a escribir en aquellos primeros años de la democracia, aquellos a los que se les permitió, en aras del nuevo tiempo que estaba por llegar, postularse desde el inicio como referentes del nuevo sistema cultural. La cultura de los ochenta se politizó, como sucedió en la Italia de finales de los sesenta, la literatura se cobijó bajo las alas del socialismo –cuando todavía esta palabra y su partido tenían algún sentido-, pronto se convirtieron en voces de autoridad; el prestigio –sin duda gran parte merecido- obtenido por su obra novelística se acrecentó por su presencia en la prensa escrita –presencia que tras más de dos décadas permanece intacta-, por los premios institucionales recibidos –algunos rechazados, como es el caso de Javier Marías, seguramente el más independiente de todos ellos- y por el reconocimiento institucional: pertenencia a la academia, inclusión de sus obras en los planes de estudio y el siempre difícil reconocimiento universitario; no se olvide que en las facultades de filología, la literatura contemporánea culmina con ellos. “Cuando en el año 1989 le dieron a Cela el Premio Nobel”, recordaba Javier Marías el sábado en la espléndida entrevista que le hizo Javier Rodríguez Marcos, “dije que me parecía la peor noticia posible para la literatura española que se premiara a esas alturas un tipo de literatura que veíamos como un tanto caduca e impostada”; se ganó muchas enemistades, recuerda Marías porque –y aquí está la clave- sus palabras no pasaron desapercibidas. Todavía había muchos partidarios de Cela, comenta el autor de Los Enamoramientos, sin duda la transición literaria no había sido completada, pero el eco que tuvieron aquellas afirmaciones críticas hacia el Premio Nobel son la más clara evidencia de que Marías era considerador un interlocutor al que debía prestarse atención. “Si ahora alguien dijera de cualquiera de mi generación lo que nosotros dijimos de Cela no podríamos quejarnos”, añadía Marías en esa entrevista y la pregunta se hace inevitable: ¿Tendría esta afirmación el mismo peso que tuvo la que él mismo realizó en 1989? Seguramente la respuesta sería negativa, la afirmación pasaría desapercibida, o, con “suerte” provocaría algún comentario irónico-despreciativo por su carácter aparentemente inoportuno y poco más, pero ¿Por qué? La razón parece ser sencilla: los autores nacidos ya en los setenta no son reconocidos como interlocutores por un sistema cultural que no deja de mirarse al obligo.

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El silencio e invisibilidad que padecen –en concreto en la prensa escrita, puesto que es precisamente la prensa cultural virtual desde dónde se está virando la suerte de un periodismo cultural gravemente enfermo- los autores nacidos a partir de los setenta, cuya producción literaria ya merece la definición de extensa, se acrecienta si se considera los autores que con apenas treinta años han entrado con fuerza en el campo literario; no es necesario dar nombres, basta con mirar los últimos ganadores del Premio Ojo Crítico –premio del que solamente el periodista de El Cultural Alberto Gordo se hizo eco hace algunas semanas- para darse cuenta de ello. Al silencio dominante de parte de la crítica se suma una crítica literaria todavía hoy anclada en el realismo decimonónico y con una tendencia desigual hacia el biografismo – Contra Sainte-Beuve parece no haber sido nunca escrito- que no muestra condescendencia hacia las nuevas propuestas literarias: independientemente del adjetivo postmoderno, todas estas tendencias, muchas veces desacreditabas y banalizadas en nombres generacionales –generación precaria, generación del audio-visual, generación x, literatura de la post-historia, incluso el término “generación nocilla” acuñado por los propios autores terminó por girarse en su contra- reflejan la plena actualidad de la novela, tantas veces abocada a la muerte, a la vez que subrayan la necesidad de buscar nuevos recursos lingüísticos, referencias y de estructura para el género novelístico. “No se puede escribir como antes”, me decía hace algún tiempo un escritor, “Bolaño lo demostró, aunque tardaron en reconocérselo, él no llegó a ver el reconocimiento que la crítica le brindó demasiado tarde”. Si algunos críticos definen como “batiburrillo” la introducción de referencias extra-literarias en los textos, aunque planteen el mismo juego metaliterario que caracteriza la narrativa de Cervantes o de Borges –convertido, cuando conviene, en padre ilustre de la postmodernidad-, otros miran con recelo, tachándolo de simple moda, la denominada literatura distópica, la narrativa apocalíptica –aunque, paradójicamente, no dudan en aplaudir a McCormac; la benevolencia, justa benevolencia, con la extraordinaria narrativa norteamericana –Pynchon, Saunders, McCarthy o, en el caso inglés, McEwan- resulta ausente para los autores españoles. Sin duda hay cuestiones estilísticas, aunque no son las únicas; las votaciones, publicadas por Babelia en pdf, de los distintos críticos demuestran que una nueva escuela crítica presiona por la incorporación de nuevas narrativas: los votos no fueron suficientes para que aparecieran en portada, pero en aquellas votaciones, publicadas en letra pequeña, un determinado grupo de críticos daba su voto precisamente a estos autores ausentes, invisibles para una prensa literaria capaz de dedicar cuatro artículos, con galería fotográfica incluida, a un mismo autor, firma de la casa.

mundo libroNo sería justo dar la culpa al crítico literario, como hemos dicho, las votaciones demuestran que, como en el ámbito de la creación literaria, algo se mueve y el tapón generacional empieza a perder firmeza. Y, seguramente, es precisamente el miedo o la conciencia de la pérdida de referencialidad la que lleva al periodismo cultural más tradicional, aquel que todavía confía única y exclusivamente en el papel, a alzar los muros contra el intruso. Si por una parte la prensa cultural de papel ve como las nuevas publicaciones virtuales comienzan a ser punto de referencia para los debates literarios actuales, verdaderamente actuales, así como la referencia para los lectores y para muchas editoriales que ven en Internet la manera más potente para llegar al público lector, los protectores del canon temen por la pérdida del aura intelectual, un aura ya parcialmente perdida si se piensa el desinterés y el descrédito que muchos de los autores nacidos en los setenta y ochenta siente hacia instituciones aparentemente tan incuestionables como la Real Academia, ya se de las letras o de la literatura. La institución ha encontrado en la prensa de papel su mejor aliado, ambos comparten “enemigos”, ambos luchan por la supervivencia, sin darse sin embargo cuenta que, como demuestra la teoría económica, el proteccionismo y la autarquía sólo conduce al más completo empobrecimiento. A pesar del silencio y de los muros de contención, la literatura “si muove”; en el extrarradio de las academias y de los podios periodísticos, se abre un extenso campo literario que ha conseguido consolidarse a través de sus propias estructuras: autores, editoriales independientes, jóvenes agentes literarios, lectores, una nueva generación de críticos y periodistas culturales consolidan y afianzan este campo al que, sin embargo, algunos siguen dando la espalda. Una vez más, el sistema cultural de este país se ve abocado a la parcelación, una vez más, como en los ochenta, la cultura, aquella que aparentemente merece las mayúsculas y las portadas, queda reducida a unos pocos nombres; una vez más, al empobrecimiento cultural se suma una ceguera que nunca fue ingenua y que nunca rehuyó tanto como ahora la visión.

2 thoughts on “Escritores menores de cincuenta absténganse

  • el 22 diciembre, 2014 a las 11:39 am
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    Simplificando un poco: la casta política tiene su correligionario en la literaria. Todo poder tiende a perpetuarse y apelan a los instrumentos que han creado para tal fin.

    Por cierto, Ian McEwan es inglés, no norteamericano. ¿Me pregunto también quién será McCormac?

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    • el 22 diciembre, 2014 a las 12:17 pm
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      Tienes razón y gracias por las dos correcciones. Yo también me pregunto quién es McCormac….que debería ser McCarthy, corregido está. Gracias

      Respuesta

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