Es un lugar común afirma que la pintora mexicana Frida Kahlo fue un ser polifacético, semejante y distinta a sí misma en su obra pictórica, en su personalidad, y en su vida privada; sin embargo, por el mismo carácter franco y retador de su vida y obra, Frida se ha ido convirtiendo en un ícono que, como el Che Guevara, admite toda clase de lecturas parciales, desviadas u oportunistas.Apreciar el trabajo de Frida Kahlo a través de su turbulenta vida y de su dolor corporal puede dar lugar a reducciones y síntesis inexactas y sentimentalistas como la de la película Frida (2002), estelarizada por Salma Hayek en el papel de la pintora y Alfred Molina como su legendario marido, Diego Rivera. Es como decir que el único evento en la vida del pintor Vincent Van Gogh fue la pérdida de su oreja, dejando la pintura en un segundo plano.

Es cierto, Frida estuvo expuesta a una cantidad de dolor físico difícilmente soportable para la mayoría: el trágico accidente a los 18 años y las 32 operaciones subsiguientes en los años que seguirían, culminando con la amputación de su pierna poco antes de morir. Pero debemos pensar con un poco de frialdad por un momento: si el dolor físico fuera condición para la creación artística, los hospitales y campos de concentración serían grandes galerías artísticas; los hospitales psiquiátricos estarían llenos de genios incomprendidos, y la enfermedad sería otra forma de decir “creación”. Ese, como se ve, no es el caso.

Lo que destaca a Frida no es su vida turbulenta, sino una necesidad creativa a toda prueba: desde los arneses utilizados en la convalecencia que le permitieron pintar acostada en su cama, hasta el hecho de adornar sus fajas ortopédicas con motivos pictóricos, muestran no sólo un carácter rebelde y fuera de lo común: revelan una necesidad de encontrar salud y fuerza en el arte.

Para decirlo de otro modo: no es la enfermedad lo que produce un “gran arte”, sino la fuerza interna del artista para encontrar, en medio del dolor, el espacio en que su necesidad de crear se vuelve más poderosa que el tormento.

Durante el tiempo que Frida vivió con Diego Rivera en EU, el pintor escribió: “Frida empezó a trabajar en una serie de obras maestras sin precedentes en la historia del arte, pinturas que exaltaban la cualidad femenina de la verdad, la realidad, la crueldad y la pena. Nunca antes una mujer había puesto semejante atormentada poesía sobre la tela como Frida en esta época de Detroit.”

En el momento histórico en que Frida trabaja, en efecto, las mujeres ocupaban un papel subordinado dentro de la jerarquía artística con respecto a sus contrapartes masculinos; pero para hacer justicia al trabajo y a la fuerza creadora de Frida Kahlo sería necesario comenzar a verla no sólo como una mujer que puede plasmar “la verdad, la realidad, la crueldad y la pena”, sino como una artista, a secas, de un género que trasciende lo masculino y lo femenino: el género de los rebeldes, que se desmarcan de cualquier categoría bajo la que se quiera enmarcarlos y siguen suscitando admiración, imaginación e inspiración en todos cuantos aprecian su trabajo. Sólo de esta manera podremos superar como sociedad el ver a los artistas como una subespecie humana condenada a buscar vidas tortuosas con la esperanza de encontrar fuerza: es la fuerza de la vida y del arte lo que vuelve poderosos a los sujetos que se rebelan contra sus condiciones, no al revés.