Entrevista a Jorge Riechmann: Autoconstrucción. La transformación cultural que necesitamos

Por Ana March.

Jorge Riechmann (Madrid, 1962) es profesor titular de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, ensayista, poeta, traductor literario, filósofo, matemático, doctor en ciencias políticas, y una de las voces más lúcidas e infatigables dentro del activismo ecológico en nuestro país. Realizamos esta entrevista con motivo de la reciente publicación de su libro  Autoconstrucción. La transformación cultural que necesitamos’ (Catarata, 2015), un ensayo brillante en el que nos plantea la necesidad de una mutación cultural a partir de la ‘autoconstrucción crítica’, es decir, la necesidad de reflexionar sobre nuestra conducta en aras de subsanar los maltrechos vínculos colectivos y los valores comunes, sin los cuales, nos dice, no se puede hacer frente a problemas que son de todos. Hablamos con él sobre el ser humano y su relación con el entorno, medimos la temperatura al movimiento ecologista, le preguntamos sobre la necesidad de poner en marcha modelos sostenibles y decrecentistas, hurgamos en los conceptos de igualdad y libertad, y nos encontramos en cada respuesta con la profusión y riqueza de saberes que le son caracteríticos, con los cuales nos invita de un modo profundo y enriquecedor, a pensarnos.

riechmannAna March.- Los ecologistas no dejan lugar a dudas: la nuestra es la crónica de un colapso anunciado. Pero el fracaso histórico al que promete conducirnos la sobreexplotación del planeta no parece suscitar el estremecimiento que debería. La impotencia o el descreimiento se han generalizado. Como señalas en tu libro, Autoconstrucción. La transformación cultural que necesitamos (Catarata, 2015), el sujeto se halla cada vez más prisionero del mundo de cosas que ha creado, cada vez más sometido a un sistema que le separa de la naturaleza, que merma su capacidad crítica, que obra en detrimento de su propia conservación. La ignorancia es voluntaria, al igual que la ceguera a la que se obstinan políticas incapaces de hacer frente a los grandes desafíos restrictivos que nuestra época nos propone. ¿Es la estupidez el mayor obstáculo a la hora de pensar estrategias para actuar eficazmente contra el colapso medioambiental, o lo es la usura? ¿Dónde se esconde el peor enemigo?

 

Jorge Riechmann.- Diría que el principal enemigo –no el único- es la dinámica autoexpansiva del capital. “¡Acumulad, acumulad, acumulad!: he ahí la ley de Moisés y los Profetas”, ironizaba Marx. Algo que nos cuesta ver es que esa dinámica es objetiva: movida por la competición entre los capitales privados y el desarrollo progresivamente autonomizado de la tecnociencia, la rueda sigue girando con independencia de las mejores o peores intenciones que abriguemos (o que abriguen quienes se hallen en el puesto de mando). Y otra cosa que nos cuesta ver es que el capitalismo no sólo produce bienes, servicios y destrucción ecológica: también produce subjetividades. Sujetos ahormados a sus propios fines y valores. No sólo estamos degradando la biosfera, también nuestra propia sustancia humana. Decía Albert Einstein (en su ensayo de 1949 “¿Por qué el socialismo?”, que valdría la pena releer hoy) que «el peor daño que ocasiona el capitalismo es el deterioro de las personas».

Sin contrarrestar esta fuerza motriz del crecimiento sin límite, todos nuestros esfuerzos –por ejemplo en energías renovables, o en gestión correcta de los residuos- son como gotitas de agua sobre una plancha ardiendo. Los movimientos ecologistas llevan medio siglo advirtiéndolo: perseguir el crecimiento material indefinido dentro de una biosfera finita es autodestructivo. Eso debería ser obvio, y sin embargo la cultura dominante –que es abismalmente nihilista- ha conseguido imponer el punto de vista contrario: viva el crecimiento por el crecimiento…

Hay, además, otras dificultades y obstáculos que he tratado de rastrear en diferentes publicaciones e intervenciones… Por ejemplo, la clase de inercia que recogía en este poema, hace ya muchos años:

Cuando dos carriles no bastan/ cuatro// si cuatro no bastan/ ocho// cuando no basten ocho…// El trabajo arruina el mundo escriben/ algunos extremistas// Pero una vez que ya se ha destruido tanto/ ¿cómo dejar de destruirlo todo? (BUENAS OBRAS, en mi libro El corte bajo la piel, escrito en 1992-93).

 

AM.- A juzgar por el nivel de sordera, quienes vaticinan grandes catástrofes y lamentaciones futuras son relegados al puesto que ocupaban antes los agoreros de parque, se los mira o con cierta incredulidad o con pena, pero más allá del lamento, parecieran no poder suscitar ya grandes sobresaltos de conciencia. ¿Está demodé ser ecologista?

 

Por el bien de este planeta y de las criaturas que lo pueblan, comenzando por las criaturas de la especie Homo sapiens, espero que no… Es posible que nos enfrentemos, en este difícil arranque del siglo XXI, a la derrota histórica de los movimientos ecologistas. Ello sería una catástrofe para la especie humana.

En un libro publicado hace un par de años (Interdependientes y ecodependientes, ed. Proteus, Barcelona 2012) señalaba yo que hay toda una serie de sistemas de creencias –algunos de ellos dotados de una fuerza enorme hoy en día— que nos dificultan apreciar de forma realista el “lugar del ser humano en el cosmos”: nuestro ser animal –animales culturales, cierto, pero animales a la postre–, nuestra vulnerable corporalidad, y la dependencia de las sociedades humanas –y sus economías— con respecto a los ecosistemas que forman la biosfera. Cabe señalar aquí:

  1. Las religiones que nos singularizan como una “especie elegida” o un “pueblo de Dios” en conexión directa con seres todopoderosos trascendentes.
  2. El racionalismo extremo que fantasiosamente nos atribuye una sobredimensionada capacidad de control sobre nosotros mismos y nuestro destino.
  3. El culturalismo exacerbado que pierde de vista las realidades biofísicas, al reducir todo lo humano a cultura.
  4. La voluntad de dominación: decía el filósofo greco-francés Cornelius Castoriadis que el objetivo central de la vida social (en nuestra sociedad productivista/ consumista) es la expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional.
  5. La mercadolatría que idealiza y exagera los poderes de coordinación de los mercados competitivos, y a partir de ahí edifica toda una mitología economicista.
  6. La tecnolatría que inviste de poderes taumatúrgicos a las técnicas humanas y sueña incluso con un “allende lo humano” –lo transhumano fuera de nuestra realidad biológica y del planeta Tierra…

Estos seis sistemas “desviados” de creencias no son los únicos, pero posiblemente sí los más importantes desde la perspectiva de la crisis ecológico-social que afrontamos. Nos facilitan vivir dentro de auténticas “burbujas” imaginarias, y evitar hacer frente a problemas acuciantes.

Me llamaba la atención, por ejemplo, que un ensayista tan agudo y de tan vastas lecturas como José Antonio Marina, a la hora de señalar los problemas morales básicos a los que toda sociedad humana ha de dar solución (en su libro Las culturas fracasadas. El talento y la estupidez de las sociedades, Anagrama, Barcelona 2010), nos proponga lo siguiente:

  1. El valor de la vida humana y la regulación del homicidio
  2. Los bienes, su producción, posesión y distribución
  3. El ejercicio del poder
  4. La relación del individuo con la comunidad y de la comunidad con el individuo
  5. Los métodos para solucionar conflictos dentro y fuera de la tribu
  6. El sexo, la familia y la procreación
  7. El cuidado de los débiles, enfermos y huérfanos
  8. El trato con los extranjeros
  9. La relación con el más allá, los espíritus, los muertos y los dioses.

 

Se queda uno pensando: pero ¿cómo se le puede escapar a este hombre la décima cuestión, que quizá habría que situar como la primera: nuestra relación con el entorno, con las generaciones futuras y con los animales no humanos? ¿Qué clase de pantalla cultural, de anteojeras ideológicas, de marco cognitivo, le impide ver algo tan evidente? No deberíamos subestimar la fuerza de esos seis sistemas de creencias que antes identifiqué…

 

AM.- Nos dices que incluso si hoy mismo fuésemos capaces de crear un escenario político y social idóneo en el que se asumiesen todas  las reformas y restricciones necesarias para frenar el impacto devastador sobre nuestro medio ambiente, aun así sería imposible detener el “ecocidio”. La respuesta humana, dices, llegará demasiado tarde, la revolución ecológica debería haberse hecho ayer. ¿Asumir la tragedia es lo único que nos queda?

Habría que empezar por señalar que, con independencia de la crisis ecológico-social, también tendríamos que ser capaces de asumir la tragedia. Un ser finito y mortal que sabe que va a morir vive, de alguna forma, en una condición trágica –incluso si desarrolla una cultura capaz de “hacer las paces con la naturaleza” (recordando el título de aquel gran libro de Barry Commoner), acoger al extranjero y pacificar la existencia.

Es cierto que las fuerzas que tenemos delante son formidables, pero no hay ninguna fatalidad ineluctable en el desastre que hoy estamos construyendo juntos: hay un acomodarse, un cerrar los ojos, un dejarse ir, un dejar hacer, un dejarnos caer a lo peor de nosotros mismos. Hay mucho de autoengaño y denegación, y demasiada sumisión a los poderes de este mundo. No está escrito en las estrellas que el sino de la civilización humana sea la extralimitación seguida de colapso: depende de lo que hagamos y dejemos de hacer.

Seguimos tratando de responder a preguntas que se formularon hace mucho tiempo: las preguntas de Buda y Jesús sobre el amor al extranjero (eso que solemos llamar una ética universalista), las preguntas de la Ilustración sobre el control racional de nuestro propio destino.

La Modernidad (miremos hacia el año 1492 como gozne entre épocas) está marcada por el despliegue de dos realidades sumamente problemáticas, despliegue lento al principio y vertiginoso después: el capitalismo (comercial primero, industrial más adelante) y la técnica de base científica. En los últimos decenios, tras sus últimos cambios de fase, el primero ha devenido capitalismo global financiarizado, y la segunda, tecnociencia. El funcionamiento acoplado de estas dos tremendas realidades se ha convertido en una gigantesca máquina fuera de control –la Megamáquina, podríamos decir con Lewis Mumford– movida por el superresorte de la acumulación de capital, que amenaza con devastar la biosfera y aniquilar las opciones de que alguna vez se materialice el secular proyecto de la emancipación humana. La gran pregunta de nuestra época sería: pero ¿podemos, de forma realista, tomar las riendas de nuestro propio destino y controlar la Megamáquina? ¿Sería posible dominar la dominación, esa descontrolada “voluntad de poder” de la Modernidad que ha acabado reificándose en tal monstruo? ¿Podemos volver a introducir fines humanos en esa titánica acumulación de medios autonomizados que es la Megamáquina? Hace un par de días escribí este tuit:

La ilusión de control de la Modernidad: podríamos controlarlo todo, excepto a nosotros mismos (los deseos y los valores de los modernos).

 

AM.- Asumido que la “megamáquina” capitalista se ha vuelto incontrolable y que el movimiento ecologista no tiene una posibilidad franca de evitar el hundimiento, tu esfuerzo intelectual en Autoconstrucción se aboca en pensar alternativas “menos dolorosas” para llevar a cabo la aguda transición social que impondrá el desabastecimiento energético y el calentamiento global, pero esto, claro está, de espaldas a las instituciones, que no solo no fomentan las acciones comunes, sino que las penalizan ¿Es la desobediencia nuestra única posibilidad para asegurarnos la supervivencia como especie?

 

En el pasado año, he usado en varias ocasiones el caso del Titanic para intentar analizar nuestro presente. El hundimiento de aquel gran transatlántico en abril de 1912, en su viaje inaugural, ha proporcionado durante un siglo una metáfora muy potente para pensar acerca del progreso, y del rumbo que iban tomando las sociedades industriales.

Hay algo importante que recuerda Ferran Puig Vilar en una de las entregas de un importante libro (¿Hasta qué punto es inminente el colapso de la situación actual?, http://ustednoselocree.com/2015/01/25/hasta-que-punto-es-inminente-texto-completo-descargable/ ) que a finales de 2014 comenzó a publicar por entregas en su blog Usted no se lo cree, y es lo siguiente: el Titanic ya estaba técnicamente hundido algo antes de que nadie viera el enorme iceberg e intentara, inútilmente, bordearlo. Dada su posición y velocidad, su masa, su capacidad máxima de frenado, su radio máximo de giro, la resistencia mecánica de los laterales, la configuración interna del buque, etc., hubo un momento en que ya era imposible evitar el hundimiento, mientras pasaje y tripulación seguían de fiesta. Comenta Ferran que “ése es el tipping point auténtico, el punto a partir del cual la vida propia del sistema convierte en inútil la mejor estrategia de los gestores más lúcidos” (http://ustednoselocree.com/2014/12/27/hasta-que-punto-es-inminente-el-colapso-de-la-civilizacion-actual-3/#more-9713 ).

Creo que ésa es nuestra situación ahora: aún no hemos visto del todo el iceberg, desde luego la mayoría de la tripulación y el pasaje no lo han visto, y sin embargo ya no podremos evitar el naufragio. Ahora bien, ¡eso no quiere decir que no podamos hacer nada! Cabe todavía maniobrar para que, por ejemplo, el choque sea algo menos dañino y eso nos deje más tiempo para desalojar el barco. Y cabe emplear ese tiempo para organizar mejor el salvamento. Recordemos que el Titanic histórico sólo llevaba botes salvavidas para 1178 pasajeros, ¡poco más de la mitad de los que iban a bordo en su viaje inaugural y un tercio de su capacidad tota! (En el hundimiento murieron 1514 personas de las 2223 que iban a bordo, estratificadas por clases sociales.) Con tiempo suficiente, podemos construir más botes o balsas salvavidas, a partir de otras estructuras del barco que va a hundirse…

Hay otro aspecto en este paralelismo que quiero destacar –tiene que ver con los problemas de comunicación que evocábamos antes. En un naufragio, hay que evitar causar pánico, o poner en marcha los resortes peores de la interacción humana (la lucha por los recursos escasos, por ejemplo). Si alguien grita “¡estamos hundiéndonos, sálvese quien pueda!” según en qué momentos del proceso, puede provocar estampidas que arruinarán las posibilidades de todos los náufragos, o de la mayoría. Tenemos por delante un camino difícil: se trata de comunicar responsablemente la gravedad de la situación, sin por ello inducir al desánimo o a las reacciones insolidarias.

 

AM.- Destacas la necesidad urgente de crear espacios para la cooperación solidaria, de hacernos conscientes de los lazos de interdependencia a los que estamos sujetos y la exigencia de asumir una moral igualitaria, sin la cual todo modelo sostenible es imposible. Siendo que reina una moral de niño mimado, libre expansión de los deseos y una radical ingratitud hacia lo que hace posible nuestra existencia ¿Podemos decir que la rebelión ecológica hay que librarla hoy contra uno mismo? ¿Tiene la metafísica de la costumbre (según la receta nietzscheana) alguna posibilidad de convertirse en un fenómeno viral?

 

Lo formulaba yo de la siguiente manera en otra entrevista hace algunas semanas; déjame recuperar, Ana, algunas cosas de allá, reelaborándolas un poco. La gran mayoría de la sociedad no quiere ver, o prefiere creerse las mentiras “tecnolátricas” a mirar de frente lo que tenemos ante nosotros. Como suele decir Fernando Cembranos -un psicólogo y compañero en la Comisión de Educación de Ecologistas en Acción/ Madrid-, aceptar estas realidades duras implica pasar por una suerte de duelo –por las oportunidades perdidas, por el porvenir dañado de la especie humana–: y quizá, al igual que en los duelos individuales –por la muerte de un ser querido, por un abandono amoroso— debemos atravesar aquí varias etapas. A la inicial de negación/ denegación seguirán otras más productivas (en el clásico modelo en cinco etapas de Elisabeth Kübler-Ross, a la negación siguen la ira, la negociación, la depresión y finalmente la aceptación que nos permite seguir adelante).

Hoy vamos hacia grandes discontinuidades históricas: el futuro no se parecerá al pasado –en los decenios próximos menos que nunca.

A corto plazo, advertimos perspectivas de descenso energético y crisis económica prolongada, con elevados niveles de paro y desprotección social. Mucha gente, seguro que una mayoría social en nuestro país, desea una “vuelta a la normalidad”: pero esa supuesta normalidad no volverá. A escala planetaria, la hegemonía del neoliberalismo apenas ha sufrido quebranto. En este corto plazo la capacidad para emprender un cambio de modelo socioeconómico se diría muy limitada. Y las perspectivas de colapso civilizatorio no dejan de hacerse más reales y cercanas. Todo ello aconseja, en mi opinión, una estrategia compleja que incluiría, en primer lugar, prever oleadas de “depresión social” y desencanto e ir ingeniando formas de “vacunar” contra las mismas…. En algunas dimensiones muy básicas de las luchas sociopolíticas no hay atajos. En política no hay atajos -porque lo que está en juego es la autoconstrucción de la república y del ser humano. Pero no dejamos de buscarlos… Y el fascismo va a ser –ojalá me equivoque— un peligro constantemente presente a lo largo de los decenios que vienen.

En segundo lugar, hemos de potenciar las iniciativas de construcción comunitaria a todos los niveles. Sin grandes avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado resulta difícil imaginar buenas salidas a la crisis presente (o al menos salidas no tan malas). Construir iniciativas comunitarias de base –siempre que logren esquivar los peligros del particularismo- resulta esencial en este horizonte incierto.

Y en tercer lugar, quizá deberíamos practicar una “estrategia dual”, en el sentido siguiente: por un lado, pelear con fuerza por las máximas cuotas posibles de poder institucional, para democratizar las instituciones (buscando esos avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado). Pero al mismo tiempo, por otro lado, deberíamos no ilusionarnos demasiado con esas perspectivas institucionales y ser bien conscientes de los estrechos límites impuestos al ejercicio de ese poder, y los muchos condicionantes a que estará sometido; y propiciar entonces la “tolerancia” de esas nuevas autoridades electas para formas extensas de experimentación social poscapitalista autoorganizada desde abajo.

Digámoslo metafóricamente: igual que en la resistencia contra la guerra del Vietnam en los años sesenta se coreaba que hacían falta “dos, tres, muchos Vietnams”, nosotros quizá necesitáramos “diez, cien, mil Marinaledas”, tomando este municipio sevillano como modelo de construcción política, que nos propone formas de hacer, pensar y hablar muy diferentes a los de la mayoría social que nos rodea. “Diez, cien, mil Marinaledas” –pero con una dimensión ecológica y feminista mucho más marcada (y sin caer en la ingenuidad de pensar que la “Marinaleda realmente existente” sea una realidad ejemplar en todas sus dimensiones).

 

AM.- Las posibilidades de triunfo de un programa político radical, que accione el freno de emergencia, que asuma un modelo “decrecentista” y limite el consumo, que abogue por la frugalidad, la restricción del uso de las energías, que facilite espacios para proyectos de sostenibilidad, en definitiva, que se ajuste a la necesidad político-socio-ecológica de nuestro tiempo, resulta irrisorio, paradójicamente, es esto y no la destrucción ecológica lo que representa la soga en nuestro cuello, pocas personas están dispuestas a perder sus privilegios y el sistema sin consumo se nos cae encima ¿Hemos convertido el mundo en una fiesta de suicidas?

 

Hoy estamos ya más allá de los límites del crecimiento (por evocar el título de aquel importante estudio de 1972), y por eso hemos de detener selectivamente el crecimiento material en nuestras sociedades sobredesarrolladas (lo cual está lejos de equivaler a detener el desarrollo humano, no implica necesariamente que no crezcan magnitudes contables como el PIB o el PNB, y no implica tampoco que no tenga que darse crecimiento material en el Sur global).

No necesitamos sólo un “Plan A” (o más bien diversos planes) para transiciones socioecológicas más o menos ordenadas, que se han ido volviendo cada vez más improbables; necesitamos como mínimo un “plan B” (muchos planes) que intenten paliar la barbarización social asociada a los colapsos que vemos venir. Reparemos en que “mitigación” y “adaptación”, tal y como las entendemos en los debates convencionales sobre cambio climático (o más en general, sobre cambio global), son opciones –cada vez más improbables— dentro del “plan A”. Hoy necesitamos otra cosa: construcción de flexibilidad adaptativa y resiliencia socioecológica en tiempos de colapso. Y para ello, fortalecer vínculos sociales basados en la igualdad, la cooperación, el cuidado y la compasión.

 

AM.- Pensando ahora en el trabajo sobre economía conductual de Dan Ariely, por ejemplo, o en los avances en neurociencia, que nos advierten de la profusa base irracional de todas nuestras decisiones, en que solemos elegir no de un modo tan racional como cabría esperar, sino que, sin una regulación externa, aquellas decisiones que comprometen un bienestar inmediato por uno futuro se llevan las de perder. En este escenario ¿cómo puede prosperar el gusto por la frugalidad? ¿Podrá el hastío por abundancia generar una reacción de prudencia epicúrea?

 

No creo que ese resorte psíquico sirva de mucho, no hay ningún automatismo que lleve de la riqueza a la protección ecológica (como sugieren los creyentes en la “curva ambiental de Kuznets”). Todo indica que pueden más las dinámicas de emulación competitiva y comparación con los de arriba que la sociología investiga desde hace tiempo.

“Nuestras necesidades y nuestros goces tienen su fuente en la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella y no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social, son siempre relativos”, sugería Marx. No somos lo suficientemente conscientes del peso que la comparación constante con los otros (en los “simios supersociales” que somos los seres humanos) adquiere en nuestra sensación de satisfacción o felicidad subjetiva.

El sociólogo y economista estadounidense Thorstein Veblen llamó la atención tempranamente sobre la importancia de estas conductas de comparación en su Teoría de la clase ociosa (1899). Escribió que “la propensión a la emulación –a la comparación valorativa— es muy antigua y constituye un rasgo omnipresente de la naturaleza humana. (…) Con excepción del instinto de autoconservación, la propensión emulativa [dirigida hacia arriba en la escala social] es probablemente el más fuerte, persistente y alerta de los motivos económicos propiamente dichos”. Aunque una parte de la producción de bienes responde a necesidades humanas concretas, satisfacer éstas se logra fácilmente. Después de este nivel, argumentaba Veblen, el excedente productivo es generado por el deseo de ostentar riquezas distinguiéndose de los demás: se trata de formas de consumo conspicuo que alientan un derroche generalizado. “Toda clase envidia y trata de emular a la clase situada por encima de ella en la escala social, en tanto que rara vez se compara con las que están por debajo de ella y con las que se encuentran en una posición mucho más alta que la suya…”

Si –como sugiere abundante investigación sociológica y psicológica– la sensación subjetiva de felicidad o bienestar, una vez superados ciertos mínimos (a los que para abreviar llamamos necesidades básicas), no tiene que ver con el nivel absoluto de consumo material, sino que más bien está relacionada con la posición relativa de uno mismo en comparación con los demás, y con la calidad de los vínculos sociales… entonces los interesados en la felicidad humana (y en la liberación social, y en la sustentabilidad ecológica) hemos de promover vigorosamente una estrategia de reducción de las desigualdades sociales. Esto es lo que trato de argumentar en el capítulo 2 de Autoconstrucción.

 

AM.- La fundamentación contractualista de la moral, en la línea de pensamiento de la antropología filosófica de Ernst Tugendhat, analiza la moral desde una perspectiva evolucionista y nos dice que nuestro pensar normativo ha desarrollado una conciencia igualitaria. Los debates éticos siguen vigentes y suscitando acaloradas polémicas. En apariencia, la moral igualitarista se extiende. Ya no toleramos el maltrato machista, nos posicionamos en contra del racismo, la guerra, la xenofobia, el maltrato animal, la explotación desmedida de los recursos, por poner algunos ejemplos. Si esto es así, ¿tenemos esperanza para creer que en el futuro nuestros sistemas de organización puedan ser mejores?

 

Bueno, un matiz para empezar: la fundamentación de la moral de Tugendhat (lo que él llama su “moral de la autonomía compartida”, que yo aprecio mucho) sólo es cuasi-contractualista… El papel que concede a las emociones morales, y la ampliación de la comunidad moral más allá de los estrechos círculos de la reciprocidad (vía compasión), lleva a un modelo a mi juicio más interesante que otras propuestas contractualistas más conocidas.

Yo diría que existen criterios, en algunos ámbitos humanos, para determinar si en el curso del tiempo vamos a mejor o empeoramos (sin postular ninguna necesidad histórica que garantice que vamos a mejor, por supuesto). De acuerdo con esta noción laica y “deflacionaria” de progreso, creo que se puede discernir un posible progreso al menos en dos ámbitos: en el del conocimiento científico, y en el ético-político (y alguna cosa también en cuanto a la cultura material). Digamos, por ejemplo:

  1. Reducción de la crueldad y la violencia, tanto directa como indirecta: no-violencia y no-dominación.
  2. Aumento de la inclusión, del “nosotros”, vale decir expansión del círculo donde somos iguales. Formación de “conciencia de especie”, por tanto –y noción de igualdad más allá de la especie.
  3. Mejora de la situación de los más débiles, con atención especial a la situación de las mujeres y los animales no humanos. (No me parece inadecuada la sintética contraposición del “fuerte frente al débil”, pero naturalmente ello no significa ninguna complacencia en el ideologema de las mujeres como “sexo débil” –en bastantes sentidos serían más bien el “sexo fuerte” frente a los varones–: es una manera breve de señalar que bajo el patriarcado se hallan estructuralmente desfavorecidas. Análogamente respecto a los seres vivos no humanos: en un sentido muy obvio, las bacterias son seres vivos mucho más fuertes que los humanos…)
  4. Transmisión cultural compleja, con enriquecimiento progresivo de las culturas humanas que irían a la vez asumiendo su pasado y dialogando entre sí.
  5. Retracción del “reino de la necesidad” y avance del “reino de la libertad”, por decirlo con Marx. Esto requiere cierto nivel de seguridad existencial y bienestar material, que desde luego no puede identificarse con el insostenible “nivel de vida” que las sociedades euronorteamericanas desarrollaron en la segunda mitad del siglo XX. Un nivel moderado de producción industrial con tecnologías de alcance intermedio sería deseable (a mí no me gustaría prescindir de los antibióticos ni de la lavadora eléctrica, de la bicicleta ni de la cirugía avanzada, del motocultor ni de los marcapasos), pero sólo si pudieran darse dentro de economías homeostáticas (steady-state economics) capaces de operar con un flujo metabólico (“transumo” o throughput) que no fuese sino una pequeña fracción del actual. Tal era por ejemplo la perspectiva del geógrafo y revolucionario ruso Piotr Kropotkin en su anticipación decimonónica de lo que luego hemos llamado ecosocialismo: “las sociedades civilizadas” ganarían buscando “una combinación de los procedimientos industriales con el cultivo intensivo, y del trabajo cerebral con el manual” (prólogo a su obra de 1898 Campos, fábricas y talleres).

Esta noción defendible de progreso –en conocimiento científico y en mejora ético-política— no tiene apenas nada que ver con la enfática idea de Progreso desarrollada por la Modernidad europea, hoy en la práctica jibarizada a una creencia supersticiosa en el crecimiento económico y la innovación tecnológica. Sobre todo –es menester recalcarlo— en mi modesta idea de un progreso posible no hay acumulación, necesidad ni automatismo: los avances pueden venir seguidos de grandes retrocesos, no existen “conquistas irreversibles”, y la tarea es sisífica.

 

AM.- Sin embargo, el estadio primigenio para que se den las relaciones de igualdad y libertad necesarias para que prosperen las políticas de sostenibilidad, parecen deducirse a partir de la acción colectiva; en relaciones jerárquicas esa igual-libertad, nos dices, no prospera. ¿Qué principios de aplicación universal harán falta para que esas acciones colectivas germinen y reemplacen el orden establecido? ¿Crees que Internet puede servir como motor de cambio?

 

No tengo fe en internet como motor de cambio (aunque en determinadas circunstancias pueda resultar una herramienta útil). Sopesándolo todo, creo que su lado oscuro (como instrumento de control y mercantilización) pesa más que su lado luminoso. Ahí te recomiendo asomarte al impresionante estudio de Frank Schirrmacher, Ego (Ariel, Barcelona 2014; escribí una reseña del mismo que puede consultarse aquí, http://vientosur.info/IMG/pdf/VS135_Libros_Viento_Sur.pdf ).

Como nos resulta (parafraseando a Frederic Jameson) más fácil imaginarnos el final del mundo que el final del smartphone, hay un riesgo grave de que la devastación de la biosfera –y con ella la autoaniquilación del ser humano— prosiga hasta sus últimas consecuencias (o quizá –si hay mucha suerte— sólo hasta las penúltimas…). No es una fatalidad –depende de lo que hagamos y dejemos de hacer, y somos animales con libre albedrío—, pero uno tiene la impresión de que es lo que desgraciadamente va a suceder. Me sobrecogió el punto de vista sobre internet y la cultura humana del ecólogo de la Universidad de Florida Mark T. Brown, con quien coincidí en un congreso internacional en la Universidad de Valencia en octubre de 2014. (Brown dirige el Center for Environmental Policy de la Universidad de Florida, y es uno de los más distinguidos expertos mundiales en el análisis de sistemas en términos emergéticos, sí, “emergéticos” con eme, adjetivo procedente del sustantivo emergy: véase por ejemplo http://www.cep.ees.ufl.edu/emergy/resources/presentations.shtml ).

Hay formas de colapso ecológico-social que parecen mejores que algunas trayectorias de –cierta– sostenibilidad. Si uno piensa, como decía el profesor Mark T. Brown en Valencia el pasado mes de octubre, que internet es lo más valioso que ha creado el ser humano, entonces estará dispuesto a construir centrales nucleares para que la World Wide Web pueda seguir activa en un mundo de recursos escasos (nuestro mundo en el Siglo de la Gran Prueba). Parece difícil concebir una sociedad en esas condiciones que no esté fuertemente militarizada… En fin, ¡un futuro fuertemente distópico! Algunas formas de colapso, si discurrieran sin demasiada violencia, resultarían claramente preferibles.

Los europeos justificamos nuestros genocidios coloniales apelando a la civilización. No cuesta mucho imaginar que los ecocidios y genocidios del siglo XXI se justificarán exactamente del mismo modo, pero en este caso Doña Civilización tiene cara y ojos , como se dice en catalán (amb cara i ulls): se llama internet.

En Sociofobia, César Rendueles sostenía que tus followers no te van a librar del paro; tus compis del colegio, sí (puede leerse una reseña en http://www.playgroundmag.net/articulos/entrevistas/Cesar-Rendueles-followers-compis-colegio_5_1168133179.html ). No está nada claro que podamos evitar el naufragio del Titanic, pero la manera de prepararnos para ello pasa también, como sugiere César, más por las redes solidarias en el “mundo real” (sea lo que fuere lo que eso quiera decir) que por las “redes sociales” en internet.

 

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