“La vida de las paredes”, de Sara Morante

Por Sergio Sancor

_visd_0001JPG08A7Y“La vida de las paredes”, de Sara Morante (Editorial Lumen)

¿Qué escondemos tras el papel arrugado, tras esos bloques que nos separan de quienes nos rodean, que son jaula para algunos y hogar para otros? ¿Qué escondemos cuando ni siquiera nosotros mismos somos capaces de reconocernos? Las habitaciones, lugares comunes y a la vez desconocidos, guardianas del silencio o del gemido más placentero, surcan los pliegues de las pieles cuarteadas por el tiempo, por las palabras, por las miradas que, furtivas, van rellenando los espacios vacíos de aquello que somos incapaces de mostrar en público. Y allí, como un ser vivo que se alimenta de todos nosotros, convertimos a las paredes en objetos de culto y deseo, de negación y estridencia, de batallas perdidas de antemano. Porque entre esos cuatro perros cancerberos decorados con el gusto retorcido de los seres humanos, viviremos todo aquello que alguna vez, en algún momento, nos convirtió en personas que respiraban porque no podían evitarlo, porque no sabían hacer otra cosa.

Sara Morante no es de este mundo. O sí lo es, pero yo no consigo contemplar tanta belleza fuera, en el mundo real, como al pasar alguna de las páginas que, en La vida de las paredes, aparecen como si fueran un regalo que estaba esperando ser abierto desde hace mucho tiempo. Las existencias de varios personajes que, rodeados de un edificio de la calle Argumosa, se relacionan entre los silencios, entre las palabras que no significan nada, entre los deseos que se guardan y explotan, entre el dolor y la tristeza, todos los prismas de la personalidad descritos con la perspicacia de quien, en un solo movimiento, puede convertir un relato en una obra de arte. Ella, la autora, la artista que nos deja sin aliento, construye aquí una especie de teatro donde cada uno de sus protagonistas bailan al son de unas cuerdas que, movidas por los trazos de sus ilustraciones, nos recuerdan todo aquello que guardamos en los cajones del desaliento, mientras nuestra parte oscura y la fantasía que roza la locura, hacen acto de presencia para desequilibrar los pilares de un edificio ya casi en ruinas.

Una experiencia, tan llena de vida como dolorosa en sus formas, como esos ojos que espían a través de los agujeros, agrietando la intimidad, robando partes esenciales del mundo que nos rodea, del mundo propio, mientras en La vida de las paredes se suceden los acontecimientos, esas situaciones en las que Sara Morante pone el foco y las deforma a través del lenguaje combinado con esa belleza que sólo ella puede imprimir a un texto – recuerdo, también, su extraordinario trabajo en Casa de muñecas (Páginas de Espuma, 2012) -, un refugio tan sutil como doloroso, como una especie de síndrome de Stendhal que, tensando nuestro cuerpo sobrepasado de estímulos, nos deja estáticos, casi viviendo lo que allí, dentro de las páginas, sucede en un edificio en apariencia normal y corriente, uno de tantos por los que pasamos a lo largo de nuestra vida, por esas calles que arden bajo un sol inclemente, que en realidad es algo más, bien mazmorra o bien libertad, bien locura o bien el secreto, bien mirada o bien el surcar de lenguas por cuerpos ajenos. Porque la vivencia en una lectura debe refrendarse con aquellos instantes en los que, con la piel erizada, somos incapaces de describir a la perfección todo lo que una novela nos está dando, todo lo que un libro imprime en el cuerpo, todo lo que en una habitación puede contenerse cada vez que el acto nimio de pasar una página se convierta en algo distinto.

Lo repito. Sara Morante no es de este mundo. Porque su universo ya no forma parte de la realidad, no lo hará nunca, disfrutando como si fuera un sueño de cada una de sus visiones, de cada uno de sus personajes transformados en reflejos, quizás oscuros, de todo lo que un día creímos conocer, pero no tuvimos la valentía suficiente de aceptar.

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